BEBÉ EN EL ANDÉN: 25 AÑOS DESPUÉS, EL PASADO LLAMA A LA PUERTA
Encontré un bebé junto a las vías y la crié como mi hija. Veinticinco años después, su pasado llamó a mi puerta.
“Espera ¿qué fue eso?”
Me detuve de golpe, a mitad de camino hacia la estación, cuando un sonido tenue rompió el silencio. El viento gélido de febrero azotaba mi abrigo, lanzándome ráfagas al rostro, y entre sus aullidos llevaba consigo un llanto débil, casi ahogado por la tormenta.
El sonido venía de las vías. Me giré hacia la vieja caseta del guardagujas, casi enterrada bajo la nieve. Junto a los raíles, había un bulto oscuro.
Con cuidado, me acerqué. Una manta gastada y sucia envolvía una pequeña figura. Una manita asomaba, enrojecida por el frío.
“Dios mío”, susurré, con el corazón acelerado.
Me arrodillé y la levanté. Era una bebé. Una niña pequeña. No tendría más de un año, quizá menos. Sus labios estaban azules. Su llanto era débil, como si ni siquiera tuviera fuerzas para asustarse.
La apreté contra mi pecho, abrí mi abrigo para protegerla y corrílo más rápido que pudehacia el pueblo. Hasta donde estaba Carmen Ruiz, nuestra única enfermera.
“Monica, ¿qué demonios?” Carmen miró el bulto en mis brazos y contuvo el aliento.
“La encontré en las vías. Casi se congela.”
Carmen la tomó con cuidado y la examinó. “Está hipotérmica pero vive. Gracias a Dios.”
“Hay que avisar a la policía”, añadió, alcanzando el teléfono.
La detuve. “La mandarán a un orfanato. No sobrevivirá al viaje.”
Carmen dudó, luego abrió un armario. “Toma. Tengo leche en polvo de la última vez que vino mi nieta. Es suficiente por ahora. Pero, Monica ¿qué piensas hacer?”
Miré aquel rostro diminuto, apretado contra mi jersey, su aliento cálido en mi piel. Había dejado de llorar.
“La criaré”, dije en voz baja. “No hay otra opción.”
Los murmuros comenzaron casi de inmediato.
“Tiene treinta y cinco años, soltera, vive sola¿y ahora recoge bebés abandonados?”
Que hablaran. Los chismes nunca me importaron. Con ayuda de unos amigos en el ayuntamiento, arreglé los papeles. No había familiares. Nadie había reportado una niña desaparecida.
La llamé Lucía.
El primer año fue el más duro. Noches sin dormir. Fiebres. La dentición. La mecí, la consolé, le canté canciones que apenas recordaba de mi infancia.
“¡Mamá!”, dijo una mañana, a los diez meses, estirando sus bracitos hacia mí.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Después de tantos años de soledadsolo yo y mi casitaahora era la madre de alguien.
A los dos años era un torbellino. Perseguía al gato. Tiraba de las cortinas. Quería saberlo todo. A los tres reconocía cada letra en sus cuentos. A los cuatro inventaba historias completas.
“Es superdotada”, decía mi vecina Elena, meneando la cabeza. “No sé cómo lo haces.”
“No soy yo”, sonreía. “Ella simplemente brilla.”
A los cinco organicé que la llevaran al colegio del pueblo vecino. Sus maestras no podían creerlo.
“Lee mejor que la mayoría de niños de siete años”, me decían.
Cuando empezó primaria, llevaba largas trenzas castañas con lazos a juego. Se las hacía cada mañana. No faltaba ni una reunión de padres. Sus profesores no paraban de elogiarla.
“Señora Mendoza”, me dijo una maestra, “Lucía es el tipo de alumna con la que soñamos. Llegará lejos.”
Mi corazón se hinchó de orgullo. Mi hija.
Se convirtió en una joven elegante y hermosa. Delgada, segura de sí misma, con ojos azules llenos de determinación. Ganó concursos de ortografía, olimpiadas de matemáticas, incluso ferias científicas. Todo el pueblo conocía su nombre.
Luego, un día, al llegar a casa en cuarto de la ESO, dijo: “Mamá, quiero ser médica.”
Parpadeé. “Es maravilloso, cariño. Pero ¿cómo pagaremos la universidad? ¿La ciudad? ¿El alquiler?”
“Conseguiré una beca”, dijo, con los ojos brillando. “Encontraré la manera. Te lo prometo.”
Y lo logró.
Cuando llegó la carta de admisión a la facultad de medicina, lloré dos días. Lágrimas de alegría y miedo. Por primera vez, se iba.
“No llores, mamá”, me dijo en la estación, apretándome la mano. “Vendré todos los fines de semana.”
Claro que no fue así. La ciudad se la tragó. Clases, laboratorios, exámenes. Al principio venía una vez al mes. Luego cada dos o tres. Pero me llamaba cada noche, sin falta.
“¡Mamá! ¡Saqué sobresaliente en anatomía!”
“¡Mamá! Hoy ayudé a traer un bebé al mundo en prácticas.”
Cada vez, sonreía y escuchaba sus historias.
En tercero de carrera, su voz sonó emocionada.
“He conocido a alguien”, dijo tímidamente.
Se llamaba Javier. Un compañero. Vino con ella en Navidadalto, educado, con ojos amables y voz tranquila. Agradeció la comida y recogió la mesa sin que se lo pidieran.
“Buen partido”, le susurré a Lucía mientras fregábamos.
“¿Verdad?”, sonrió. “Y no te preocupes, sigo sacando matrículas.”
Tras graduarse, empezó la residencia. Pediatría, por supuesto.
“Tú me salvaste una vez”, me dijo. “Ahora quiero salvar a otros niños.”
Sus visitas fueron más escasas. Lo entendía. Tenía su propia vida. Pero guardaba cada foto, cada historia de sus pequeños pacientes.
Hasta que una noche de jueves, sonó mi teléfono.
“Mamá ¿puedo ir mañana?” Su voz era baja. Nerviosa. “Necesito hablar contigo.”
El corazón me latió fuerte. “Claro, cariño. ¿Pasa algo?”
Al día siguiente llegó sola. Sin sonrisa. Sin brillo en los ojos.
“¿Qué ocurre?”, pregunté, abrazándola.
Se sentó y juntó las manos. “Vinieron dos personas al hospital. Un hombre y una mujer. Preguntaron por mí.”
Arrugué el ceño. “¿Qué quieres decir?”
“Dijeron que eran mi tío y mi tía. Que su sobrina desapareció hace veinticinco años.”
Me mareé. “¿Y?”
“Tienen fotos. Pruebas de ADN. Todo. Es verdad.”
El silencio se extendió.
“Te abandonaron”, susurré. “Te dejaron en la nieve.”
“Ellos dicen que no fue así. Que mis padres huían de una situación violenta. Que nos perdimos en la estación. Que buscaron durante años.”
Me faltó el aire. “¿Y tus padres?”
“Muertos. Un accidente de coche hace diez años.”
No supe qué decir.
Lucía agarró mi mano. “No quieren nada de mí. Solo contarme la verdad.”
Yo apreté su mano y susurré: “No importa lo que diga el pasado. Tú eres, y siempre serás, mi hija.”







