BEBÉ EN EL ANDÉN: 25 AÑOS DESPUÉS, EL PASADO LLAMA A LA PUERTA

Life Lessons

**LA NIÑA DEL ANDÉN: 25 AÑOS DESPUÉS, EL PASADO LLAMA A LA PUERTA**

Encontré a una bebé en las vías del tren y la crié como mi hija. Veinticinco años después, su pasado llamó a mi puerta.

«Espera ¿qué fue eso?»

Me detuve de golpe, a mitad de camino hacia la estación, cuando un sonido leve rompió el silencio. El viento gélido de febrero tiraba de mi abrigo, golpeándome el rostro mientras arrastraba un llanto tenue y obstinado, casi ahogado por el aullido de la tormenta.

El sonido venía de las vías. Me giré hacia la vieja caseta del guardagujas, casi sepultada bajo la nieve. Junto a los raíles, había un bulto oscuro.

Con cuidado, me acerqué. Una manta raída y sucia cubría una pequeña figura. Asomaba una manita, enrojecida por el frío.

«Dios mío», susurré, con el corazón acelerado.

Me arrodillé y la levanté. Una bebé. Una niñita. No tendría más de un año, quizá menos. Sus labios estaban azules. Su llanto era débil, como si ni siquiera tuviera fuerzas para sentir miedo.

La apreté contra mi pecho, abrí mi abrigo para protegerla del frío y corrítan rápido como pudehacia el pueblo, hasta la casa de Carmen Soto, nuestra única enfermera.

«Isabel, ¿qué demonios?» Carmen vio el bulto en mis brazos y se quedó sin aliento.

«La encontré en las vías. Casi se congela.»

Carmen tomó a la niña con delicadeza y la examinó. «Está hipotérmica pero vive. Gracias a Dios.»

«Debemos avisar a la policía», añadió, alcanzando el teléfono.

La detuve. «La mandarán a un orfanato. No sobrevivirá al viaje.»

Carmen dudó, luego abrió un armario. «Tengo leche en polvo de la última visita de mi nieta. Es suficiente por ahora. Pero Isabel ¿qué piensas hacer?»

Miré aquel rostro diminuto, apretado contra mi jersey, su aliento cálido en mi piel. Había dejado de llorar.

«La criaré yo», dije en voz baja. «No hay otra opción.»

Los murmuros comenzaron casi al instante.

«Tiene treinta y cinco años, soltera, vive sola ¿y ahora recoge bebés abandonados?»

Que hablaran. Los chismes nunca me importaron. Con ayuda de unos amigos en el ayuntamiento, tramité los papeles. No había familiares. Nadie había reportado una niña desaparecida.

La llamé Lucía.

El primer año fue el más difícil. Noches sin dormir. Fiebres. La dentición. La mecí, la consolé, le canté canciones que apenas recordaba de mi infancia.

«¡Mamá!», dijo una mañana, a los diez meses, extendiendo sus brazos hacia mí.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. Después de años de soledadsolo yo y mi pequeña casaahora era la madre de alguien.

A los dos años era un torbellino. Perseguía al gato. Tiraba de las cortinas. Quería saberlo todo. A los tres, reconocía cada letra de sus cuentos. A los cuatro, inventaba historias completas.

«Es superdotada», dijo mi vecina Elena, meneando la cabeza con asombro. «No sé cómo lo haces.»

«No es mérito mío», sonreí. «Solo dejo que brille.»

A los cinco, organicé transporte para llevarla a la guardería del pueblo vecino. Sus maestras estaban impresionadas.

«Lee mejor que la mayoría de niños de siete años», me decían.

Cuando empezó la escuela, llevaba trenzas castañas con cintas a juego. Se las hacía cada mañana con esmero. No faltaba a ninguna reunión de padres. Sus profesores no paraban de elogiarla.

«Señora Ruiz», me dijo una maestra, «Lucía es el tipo de alumna con la que soñamos. Llegará lejos.»

Mi corazón se hinchó de orgullo. Mi hija.

Se convirtió en una mujer joven, elegante y hermosa. Segura de sí misma, con ojos azules llenos de determinación. Ganó concursos de ortografía, olimpiadas de matemáticas, incluso ferias científicas regionales. Todo el pueblo conocía su nombre.

Luego, una tarde, al llegar de la escuela secundaria, me dijo: «Mamá, quiero ser médica.»

Parpadeé. «Es maravilloso, cariño. Pero ¿cómo pagaremos la universidad? ¿La ciudad? ¿El alquiler?»

«Conseguiré una beca», dijo, con los ojos brillantes. «Encontraré la manera. Te lo prometo.»

Y lo logró.

Cuando llegó la carta de admisión a la facultad de medicina, lloré dos días. Lágrimas de alegría y miedo. Era la primera vez que me dejaba.

«No llores, mamá», me dijo en la estación, apretándome la mano. «Vendré todos los fines de semana.»

Claro que no lo hizo. La ciudad se la tragó. Clases, laboratorios, exámenes. Al principio venía una vez al mes. Luego cada dos o tres. Pero me llamaba cada noche, sin falta.

«¡Mamá! ¡Aprobé anatomía con sobresaliente!»
«¡Mamá! Hoy ayudé a traer un bebé al mundo en prácticas.»

Yo sonreía y escuchaba cada historia.

En tercer año, su voz sonó emocionada.

«He conocido a alguien», dijo tímidamente.

Se llamaba Javier. Un compañero de clase. Vino con ella en Navidadalto, amable, con ojos cálidos y una voz serena. Agradeció la comida y recogió la mesa sin que se lo pidieran.

«Buen partido», le susurré a Lucía mientras fregábamos.

«¿Verdad?», sonrió. «Y no te preocupes, sigo sacando las mejores notas.»

Tras graduarse, comenzó su residencia en pediatría.

«Tú me salvaste una vez», dijo. «Ahora yo salvaré a otros niños.»

Visitaba menos. Lo entendía. Tenía su propia vida. Pero guardaba cada foto, cada historia de sus pacientes.

Hasta que, un jueves por la noche, sonó mi teléfono.

«Mamá ¿puedo ir mañana?» Su voz era baja. Nerviosa. «Necesito hablar contigo.»

Mi corazón latió fuerte. «Claro, cariño. ¿Pasa algo?»

Al día siguiente, llegó sola. Sin sonrisa. Sin brillo en los ojos.

«¿Qué ocurre?», pregunté, abrazándola.

Se sentó, juntó las manos. «Vinieron dos personas al hospital. Un hombre y una mujer. Preguntaron por mí.»

Fruncí el ceño. «¿Cómo?»

«Dijeron que eran mi tío y mi tía. Que su sobrina desapareció hace veinticinco años.»

Me mareé. «¿Y?»

«Tenían fotos. Pruebas de ADN. Todo. Es cierto.»

El silencio se extendió.

«Te abandonaron», susurré. «Te dejaron en la nieve.»

«Ellos dicen que no fue así. Que mis padres huían de una situación violenta. Que nos perdimos en la estación. Que buscaron durante años.»

Me faltó el aire. «¿Y tus padres?»

«Muertos. Hace diez años, en un accidente de coche.»

No supe qué decir.

Lucía tomó mi mano. «No quieren nada de mí. Solo contar la verdad.»

Apreté su mano y susurré: «Da igual lo que diga el pasado. Tú eres, y siempre serás, mi hija.»

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