Ay, mis amados, qué día tan triste se presentó… Gris y lloroso, como si el cielo mismo supiera que en Zarichchia se cocía una amarga desgracia. Desde la ventana de mi consultorio médico miraba, con el corazón oprimido, como si lo estrujaran en un torno lentamente.

Life Lessons

Ay, queridos míos, qué día aquel Gris, llorón, como si el cielo supiera lo que ocurría en Villanueva del Río. Yo miraba por la ventana de mi consultorio y sentía el corazón apretado, como si lo estuvieran triturando lentamente entre tenazas.

Todo el pueblo parecía muerto. Los perros no ladraban, los niños se escondían, incluso el gallo revoltoso del tío Pepe callaba. Todos miraban hacia un mismo punto: la casa de Carmen Aguirre, nuestra abuela Carmen.

Y allí, junto a su verja, un coche urbano, ajeno, brillando como una herida fresca en el cuerpo del pueblo.

Venían a llevársela. Su hijo único, Javier, se la llevaba a una residencia de ancianos.

Había llegado tres días antes, pulcro, oliendo a colonia cara, no a tierra de labranza. Entró primero a mi consulta, como buscando consejo, pero en realidad buscaba justificación.

Valentina Martín, usted misma lo ve decía, mirando no a mí, sino a un rincón, donde había un frasco de algodón. Mamá necesita cuidados profesionales. ¿Qué puedo hacer yo? El trabajo, los viajes Allí tendrá médicos, atención

Yo callaba, observando sus manos. Limpias, con uñas cuidadas. Esas mismas manos que de niño se aferraban al delantal de Carmen cuando ella lo rescataba del río, azul de frío. Esas manos que buscaban los pasteles que ella horneaba, sin escatimar aceite. Ahora, con esas manos, firmaba su sentencia.

Javi susurré, la voz temblorosa. Una residencia no es un hogar. Son paredes ajenas.

¡Pero hay especialistas! casi gritó, como si intentara convencerse. ¿Y aquí? Usted es la única médica. ¿Y si le da algo de noche?

Y yo pensaba:

*Aquí, Javi, las paredes curan. Aquí la verja cruje como ha crujido cuarenta años. Aquí está el manzano que plantó tu padre. ¿Eso no es medicina?*

Pero no dije nada. ¿Qué decir cuando alguien ya ha tomado una decisión? Se fue, y yo caminé hacia la casa de Carmen.

Ella estaba sentada en su banco viejo junto al porche, recta como una vara, solo que sus manos temblaban sobre las rodillas. No lloraba. Sus ojos secos miraban lejos, hacia el río.

Al verme, intentó sonreír, pero fue como si hubiese bebido vinagre.

Mire, Valentina dijo con voz tan suave como el susurro de las hojas en otoño. Ha venido mi hijo Me lleva.

Me senté a su lado. Tomé su mano entre las mías fría, áspera. Cuánto habían trabajado esas manos Labraron huertos, lavaron ropa en el pilón, abrazaron a Javier cuando era niño.

¿Hablarle otra vez, Carmen? musité.

Ella negó con la cabeza.

No. Él ha decidido. Cree que es lo mejor. No lo hace por maldad, Valentina. Lo hace por su amor de ciudad. Cree que me hace un bien.

Y fue esa sabiduría callada la que me partió el alma. No gritó, no se rebeló, no maldijo. Aceptó, como había aceptado todo en la vida: sequías, lluvias, la pérdida de su marido y ahora esto.

Por la tarde, antes de irse, volví a verla. Ya tenía su hatillo preparado.

Qué poco cabía en él: una foto de su difunto esposo en un marco, el chal de lana que le regalé por su cumpleaños, una pequeña imagen de cobre. Toda una vida, en un hatillo de tela.

La casa estaba impecable, el suelo reluciente. Olía a tomillo y, de algún modo, a ceniza fría. Carmen estaba sentada a la mesa, donde había dos tazas y un plato con restos de mermelada.

Siéntate me dijo. Tomaremos té. Por última vez.

Calladas, escuchamos el tic-tac del reloj de pared: uno, dos, uno, dos Marcando los últimos minutos de su vida en esa casa.

Y en ese silencio había más grito que en cualquier histeria. Era el silencio de la despedida. De cada grieta en el techo, de cada tabla del suelo, del aroma de los geranios en la ventana.

Luego se levantó, fue al armario y sacó un paquete envuelto en tela blanca. Me lo tendió.

Toma, Valentina. Es un mantel. Lo bordó mi madre. Quédate con él. Para que me recuerdes.

Lo desdoblé. Sobre el lienzo blanco, jazmines azules y amapolas rojas. Y en los bordes, un encaje tan fino que me faltó el aire.

Carmen, ¿por qué? Llévatelo, no nos destrozemos el alma. Que te espere aquí. Volverás.

Ella solo me miró con sus ojos desteñidos, donde había una tristeza tan infinita que supe: no creía en el regreso.

Y llegó el día. Javier cargó su hatillo en el maletero. Carmen salió al porche con su mejor vestido y el chal de lana. Las vecinas, las más valientes, asomaron tras las verjas. Secaban lágrimas con los delantales.

Ella miró alrededor. Cada casa, cada árbol. Luego se fijó en mí. Y en sus ojos vi una pregunta muda: *¿Por qué?* Y una súplica: *No me olvidéis*.

Subió al coche. Orgullosa, erguida. No miró atrás. Solo cuando el coche arrancó y levantó una nube de polvo, vi su reflejo en la ventanilla.

Una sola lágrima, seca, bajaba por su mejilla. El coche desapareció en la curva, pero nosotros seguimos mirando el polvo que se asentaba en el camino, como ceniza sobre ruinas. El corazón de Villanueva del Río dejó de latir ese día.

Pasó el otoño, luego el invierno arrasó con ventiscas. La casa de Carmen quedó desolada, con las ventanas tapiadas. La nieve amontonada hasta el porche, y nadie la apartaba. El pueblo parecía huérfano. A veces, al pasar, creía oír el crujir de la verja y verla salir, ajustándose el chal: *«Buenas, Valentina»*. Pero la verja callaba.

Javier llamó unas veces. Hablaba con voz opaca, diciendo que Carmen se adaptaba, que los cuidados eran buenos. Pero yo escuchaba tanta pena en su voz que entendí: no era ella la encerrada, sino él.

Luego vino la primavera. Esa primavera que solo existe en los pueblos. Cuando el aire huele a tierra descongelada y el sol es tan dulce que dan ganas de ofrecerle el rostro y sonreír de felicidad.

Los arroyo cantaban, los pájaros enloquecían. Y un día, mientras tendía la ropa en el patio, apareció el coche familiar.

El corazón me dio un vuelco. ¿Serían malas noticias?

El coche se detuvo frente a la casa de Carmen. Javier bajó. Demacrado, envejecido, con canas en las sienes que antes no tenía.

Abrió la puerta trasera. Y entonces me quedé helada.

De allí salió ella. Nuestra Carmen.

Con el mismo chal. Parpadeó ante el sol y respiró. Respiraba como si bebiera ese aire.

Sin pensarlo, me acerqué. Mis piernas me llevaron solas.

Valentina Javier me miró, y en sus ojos había culpa y alegría a la vez. No pude. Se apagaba allí. Como una vela al viento. No hablaba, solo miraba por la ventana. Iba a verla, y me miraba como si no me conociera. Y entendí, viejo tonto, que no curan las paredes ni las inyecciones a horario. Cura la tierra propia.

Hizo una pausa

Rate article
Add a comment

20 + 6 =