El silencio en la casa era espeso como la miel, solo roto por el crepitar de la leña en la chimenea. Ana Martínez, una mujer de rostro cansado y surcado por arrugas, seguía con la mirada a su hijo, que en silencio metía las últimas pertenencias en un saco de lona. Mañana se iría al servicio militar.
Hijo, Javier, dime, ¿qué le ves a esa a esa pícara? no pudo contenerse, y su voz, ahogada por el dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora ni un duro! Te mira por encima del hombro, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras muchachas en el pueblo! Mira a Natalia, la hija de los Ruiz Trabajadora, sensata, siempre pendiente de ti, pero ni la miras. Como si el mundo girara solo alrededor de Julia.
Javier, alto, de hombros anchos y mandíbula firme, no se volvió. Sus dedos ataron el nudo con familiaridad.
No quiero a ninguna Natalia, mamá. Lo tengo decidido. La quiero a Julia desde que éramos niños. Si no quiere casarse conmigo Pues no me casaré con nadie. No gastes saliva, déjalo estar.
¡Esa mujer te hará sufrir, Javiercito! ¡Lo presiento! sollozó la madre. Es guapa, sí, una diablesa Pero fría, voluble. A ella le gustaría brillar en la ciudad, no arrastrarse por este pueblo.
Javier se giró por fin. Su mirada era un muro impenetrable.
Se acabó. No hablemos más.
Mientras, en la casa vecina, impregnada de perfume barato y juventud, el espejo reflejaba otra escena. Julia terminaba su ritual nocturno: delineó sus ojos con kohl, pintó sus labios con cuidado. Su imagen, audaz y llamativa, gritaba su deseo de ser vista, atrapada, llevada lejos de allí.
Julia, ¿adónde vas tan arreglada? llegó la voz de su madre desde la cocina. ¿Otra vez de fiesta? ¿Y luego parranda hasta el amanecer? Podrías invitar a Javier. ¡Es un buen partido! Terminó el instituto técnico, no es ningún inútil. Ha contratado obreros, está construyendo una casa con su padre dicen que para su futura esposa. Y solo tiene ojos para ti.
Julia resopló, admirándose en el reflejo.
Tu Javier es un palurdo como no hay otro. «Construye una casa» ¡La juventud es solo una vez, madre! Hay que vivir, divertirse, y él trabaja como un burro, sin salir, sin disfrutar. Cuando pase la juventud, no habrá nada que recordar. No lo quiero, ¿entiendes? Ni lo menciones.
Y, como una mariposa, salió volando de casa, dejando tras de sí una estela de perfume inquietante.
Ese otoño fue dorado y amargo. Javier recibió su diploma y, poco después, la cartilla militar. Sus padres organizaron una despedida modesta pero entrañable. Julia y su madre asistieron, como vecinas cercanas.
Javier, incómodo en su traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. La atrapó en el pasillo, tímida contra la pared.
Julia empezó, y su voz tembló. ¿Puedo escribirte cartas? Todos los soldados escriben a sus novias. Y yo no tengo ninguna. ¿Podrías ser la mía? ¿Aunque sea desde lejos?
Julia lo miró con condescendencia, como a un cachorro persistente. Pensó un instante.
Bueno, escribe. Si tengo ánimo, te contestaré. Si no, no te enfades. ¿Vale?
Fue suficiente. Su rostro se iluminó con tal esperanza que Julia apartó la mirada, casi avergonzada.
Al principio, respondió a sus cartas, escritas con pulcra caligrafía militar. Pero al terminar el instituto, escapó a la ciudad para estudiar magisterio. La vida gris del pueblo quedó atrás, junto con las cartas ingenuas. La correspondencia se cortó de golpe.
Su madre suspiraba, esperando que su hija recapacitara, esperara a Javier, se estableciera. Pero Julia no quería oír hablar de ello.
¡Terminaré la universidad, me casaré con un hombre de ciudad, culto! ¡Y nunca volveré a este pueblo olvidado por Dios! gritaba histérica cuando su madre mencionaba al pretendiente rural.
Pero el destino se burló de ella. Suspendió el primer examen, el de lengua. La ironía era cruel: en su pueblo, los profesores escaseaban. Lengua e inglés los daba la misma persona, una extranjera que dominaba el inglés pero no el español. Julia, como muchos de su clase, no sabía bien ni una cosa ni la otra.
Pero Julia no se entristeció mucho tiempo. La ciudad la atraía, y pronto encontró consuelo en Eduardo, un estudiante de derecho, cínico y encantador. Él vivía solo en un piso de tres habitaciones mientras sus padres trabajaban en el extranjero.
Julia se mudó con él. Para no depender de su madre, consiguió trabajo en un comedor obrero. No era cocinera, sino que empujaba un carrito con bollos por los talleres, sintiendo las miradas de los obreros.
En el piso de Eduardo, se sintió dueña: limpió las habitaciones descuidadas, cocinó potajes y llevó bollos del trabajo. Se imaginó esposa, casi madre. Tenía techo, un hombre con futuro. Podía pensar en hijos. Estaba perdidamente enamorada de Eduardo, que encarnaba la vida urbana que anhelaba.
Casi un año duró. Hasta que una noche fría y lluviosa, Eduardo, desde el sofá, dijo sin emoción:
Julia, se acabó. Me aburres. Vete. Mis padres vuelven pronto.
Algo se rompió dentro de ella. Pero, orgullosa y ya endurecida por la ciudad, no mostró dolor. Recogió sus cosas en la misma maleta y se fue a casa de una amiga. Solo entonces, tras cerrar la puerta, lloró en silencio.
Dos semanas después, en casa de su amiga, notó algo raro en su cuerpo. Náuseas, mareos. El médico confirmó sus peores temores.
Estás embarazada. Es tarde para abortar dijo la ginecóloga, mirándola por encima de las gafas.
Julia no pensó en deshacerse del bebé. Era hijo de su querido Edu. Pero entonces llegó una carta de su madre. Entre líneas, mencionaba que Javier había vuelto del servicio. Preguntaba por ella.
Y en su mente asustada nació un plan desesperado. Volver al pueblo. Fingir ser la novia emocionada por el regreso de su prometido. Casarse con Javier. Si no funcionaba, al menos tendría a su madre para el parto.
Javier la recibió como a una reina. No hizo preguntas. Su amor era ciego, perdonador. Esa misma noche, orgulloso, la llevó a ver la casa que había construido para ella. Era hermosa, sólida, con olor a madera nueva y esperanza.
Ella intentó seducirlo. No hizo falta: ya estaba a sus pies. Esa noche se quedó. Dos semanas después, celebraron una boda ruidosa. Javier brillaba de felicidad. No veía las miradas de los vecinos, ni los comentarios de Natalia, ni las sospechas de su madre, que notaba cómo el vientre de la novia crecía demasiado rápido.
¡Será un niño fuerte! decía Javier, orgulloso. ¡Por eso crece tan deprisa!
Julia dio a luz en la ciudad. Llevó dinero para sobornar al







