Arena entre los dedos

Life Lessons

El silencio en la casa era espeso como la miel, solo roto por el crepitar de la leña en la chimenea. Ana Martínez, una mujer de rostro cansado y surcado de arrugas, seguía con la mirada a su hijo, que guardaba en silencio las últimas cosas en un saco de lona. Mañana se iba al servicio militar.

Hijo, Miguelito, dime ¿qué le ves a esa a esa pava? no pudo contenerse, y su voz, apagada por el dolor, se quebró en un susurro. ¡No te valora ni un duro! Te mira por encima del hombro, y tú solo piensas en ella. ¡Hay otras chicas en el pueblo! ¿Y Laura, la hija de los García? Lista, trabajadora, siempre pendiente de ti Pero tú ni la miras. Como si el mundo se acabara en esa Lucía.

Miguel, alto, de hombros anchos y barbilla firme, no se volvió. Sus dedos anudaron el saco con gesto seguro.

No quiero a ninguna Laura, mamá. Lo tengo decidido. La quiero a Lucía desde que éramos niños. Y si ella no quiere casarse conmigo Pues no me casaré con nadie. No insistas.

¡Te va a hacer sufrir, Miguel! ¡Lo presiento! sollozó la madre. Guapa, sí, qué negar Pero fría como el mármol. A ella lo que le gusta es brillar en la ciudad, no quedarse en este pueblo polvoriento.

Miguel se giró al fin. Sus ojos eran dos piedras.

Basta. Se acabó el tema.

Mientras, en la casa de al lado, que olía a perfume barato y juventud, el espejo reflejaba otra escena. Lucía terminaba su ritual nocturno: delineó sus ojos con kohl, pintó sus labios con cuidado. Su imagen, audaz y llamativa, gritaba su deseo de ser vista, de escapar lejos de allí.

Lucía, ¿adónde vas tan arreglada? preguntó su madre desde la cocina. ¿Otra vez de fiesta? ¿Y luego parranda hasta el amanecer? Mira que Miguel es un buen partido. Terminó el módulo, tiene futuro. Contrató obreros, está construyendo una casa con su padre Dice que es para su futura mujer. Y solo tiene ojos para ti.

Lucía soltó una risita, admirándose en el espejo.

Tu Miguel es un palurdo. «Construye una casa» ¡La juventud solo viene una vez, madre! Hay que vivir, divertirse, y él trabaja como un mulo, no sale, no disfruta. Cuando pasen los años, no tendrá nada que recordar. No lo quiero, ¿entendiste? Ni loca. Ni me lo menciones.

Y salió volando como una mariposa, dejando atrás una estela de perfume inquietante.

Ese otoño fue dorado y amargo. Miguel terminó sus estudios y recibió la cartilla militar. Sus padres prepararon una despedida humilde pero entrañable. Lucía y su madre asistieron, como vecinas cercanas.

Miguel, incómodo en un traje nuevo, buscó el momento. Su corazón latía con fuerza. Atrapó a Lucía en el pasillo, apoyada tímidamente contra la pared.

Lucía empezó, y su voz tembló. ¿Puedo escribirte cartas? Todos los soldados escriben a sus novias. Y yo no tengo novia. ¿Querrías ser la mía? Aunque sea desde lejos.

Lucía lo miró con condescendencia, como a un perrito insistente. Dudó un instante.

Bueno, escribeme. Si tengo ganas, te contesto. Si no, no te enfades. ¿Vale?

Fue suficiente. Su rostro se iluminó con una esperanza tan intensa que Lucía apartó la mirada. Casi le dio vergüenza.

Al principio, respondió a sus cartas, escritas con letra pulcra de soldado. Pero al terminar el instituto, huyó a la ciudad para estudiar magisterio. La vida gris del pueblo quedó atrás, junto con aquellas cartas ingenuas. La correspondencia se cortó en seco.

Su madre suspiraba, esperando que su hija recapacitara, esperara a Miguel, se asentara. Pero Lucía no quería ni oír hablar de ello.

¡Terminaré la carrera, me casaré con alguien de ciudad, culto! ¡Y nunca volveré a este pueblo olvidado por Dios! gritaba histérica cuando su madre defendía al novio de provincias.

Pero el destino se burló de ella. Suspendió el primer examen, un escrito. La ironía era cruel: en su pueblo, los profesores escaseaban. Una misma maestra daba lengua y francés, y lo segundo lo hacía mejor que lo primero. Lucía, como sus compañeros, no dominaba bien ninguna.

Pero no duró mucho apenada. La ciudad la atrajo con sus luces, y pronto encontró consuelo en Eduardo, un estudiante de derecho, cínico y encantador. Él vivía solo en un piso amplio mientras sus padres trabajaban en el extranjero.

Lucía se mudó con él. Para no depender de su madre, consiguió trabajo en un comedor obrero. No la dejaron cocinar; empujaba un carrito con bocadillos, sintiendo las miradas de los trabajadores.

En el piso de Eduardo, se sintió dueña: limpió, cocinó y soñó con ser su esposa. Estaba enamorada hasta el mareo. Él encarnaba la vida urbana que deseaba.

Casi un año duró el idilio. Hasta que una noche fría y lluviosa, Eduardo, desde el sofá, soltó sin emoción:

Lucía, se acabó. Me aburres. Lárgate. Mis padres vuelven pronto.

Algo se rompió dentro de ella. Pero, orgullosa y ya curtida por la ciudad, no protestó. Recogió sus cosas en silencio y se fue a casa de una amiga. Solo al cerrarse la puerta, las lágrimas cayeron.

A las semanas, notó cambios en su cuerpo. Náuseas, mareos. El médico confirmó sus sospechas.

Estás embarazada. Es tarde para abortar dijo la ginecóloga con frialdad.

Lucía no pensó en deshacerse del bebé. Era parte de Eduardo. Pero entonces llegó una carta de su madre. Entre líneas, mencionaba que Miguel había vuelto del servicio. Preguntaba por ella.

Y en su desesperación, urdió un plan ruin: volver al pueblo. Hacerse pasar por la novia fiel. Casarse con Miguel. Si no funcionaba, al menos tendría dónde parir.

Miguel la recibió como a una reina. No hizo preguntas. Su amor, ciego y generoso, era lo que ella necesitaba. Esa misma noche, la llevó a ver la casa que había construido para ella. Era sólida, olía a madera nueva y a futuro.

Ella intentó seducirlo. No hizo falta: él ya era suyo. Esa noche se quedó. A las dos semanas, celebraron una boda ruidosa. Miguel brillaba de felicidad. No veía las miradas de los vecinos, ni los comentarios de Laura, ni las sospechas de su madre, que notaba el vientre de Lucía crecer demasiado rápido.

¡Será un gigante! decía Miguel, orgulloso. ¡Crece que da gusto!

Lucía dio a luz en la ciudad. Llevó sus ahorros para sobornar al médico y que declarara al niño prematuro. El destino le sonrió: el bebé pesó solo 2,7 kilos. El médico, con el sobre en el bolsillo, asintió: «Sí, de siete meses».

«Dios existe», pensó Lucía, aliviada.

Javi creció tranquilo y obediente. Miguel lo adoraba. Lo llevaba a la granja, le enseñaba los tractores. Hasta la suegra dejó de dudar: adoraba al nieto.

Miguel trabajaba sin descanso. Su granja prosperaba. Volvía exhausto pero feliz. Lucía cuidaba la casa y a Javi.

Rate article
Add a comment

five + seventeen =