Aquel día vino a verme una mujer a la que no veía desde hacía cinco años en mi puerta: Tamara Nikítichna. En nuestro pueblo de Alcorcón la llamaban ‘la generala’ a sus espaldas.

Life Lessons

Aquella tarde llegó a mi puerta una mujer a quien no veía desde hacía cinco años. Tamara Nieto. En nuestro pueblo de Valdelagua, todos la llamaban “la Generala” a sus espaldas. No por ser esposa de un militar, no, sino por su porte altivo, por aquella mirada afilada que cortaba más que un bisturí, y por un orgullo capaz de cercar tres veces nuestro humilde pueblo como si fuera una muralla. Caminaba siempre con la espalda recta, la barbilla en alto, como si no pisara el barro de nuestras calles, sino el mármol de un palacio. Y con nadie trataba demasiado, apenas un gesto de cabeza sobre el hombro y ahí terminaba toda conversación.

Pero aquel día estaba en el umbral de mi consulta. Irreconocible. La espalda aún recta por costumbre, pero los ojos llenos de una desolación acorralada. Se había cubierto hasta las cejas con su pañuelo de flores, como queriendo esconderse. Vacilaba, sin atreverse a cruzar el umbral.

Pasa, Tamara le dije con dulzura. No tienes por qué quedarte en el zaguán. Veo que no vienes por unas pastillas.

Entró, se sentó en el taburete junto a la estufa y juntó las manos sobre las rodillas. Siempre las manos cuidadas, pero ahora las veo resecas, agrietadas, los dedos temblando como hojas. Callaba. Y yo no la apresuré. Le serví un té de menta y tilo, dejando la taza frente a ella.

Bebe le dije. Calentará el alma.

Tomó la taza, y en sus ojos brillaron lágrimas. No cayeron, no; el orgullo no las dejó, pero allí se quedaron, como agua estancada en un pozo.

Estoy completamente sola, Valentina suspiró al fin, con una voz quebrada y extraña. No puedo más. Me torcí el brazo, gracias a Dios no fue nada grave, pero duele como el demonio. Ni leña puedo traer, ni agua. Y la espalda me mata, que no puedo ni respirar.

Y así fluyó su queja, como un arroyo turbio y amargo. Yo escuchaba, asentía, pero en mi mente no veía su presente, sino lo de cinco años atrás. Recordaba cómo en su casa, la mejor del pueblo, solía resonar la risa. Su único hijo, Gonzalo, un mozo guapo y trabajador, había traído una novia. Lucía.

La muchacha era un ángel callado. Gonzalo la trajo de la ciudad. Ojos claros, confiados. El pelo rubio recogido en una trenza gruesa. Manos finas, pero hábiles para cualquier labor. Era fácil ver por qué le había gustado a Gonzalo. Pero por qué disgustó a Tamara, eso nadie en el pueblo lo entendió.

Y sin embargo, disgustó. Desde el primer día, la Generala la devoró a reproches. No se sentaba bien, no miraba bien. La sopa no era suficientemente roja, los suelos no lo bastante limpios. Hacía compota “derrochaste el azúcar, derrochona”. Arrancaba maleza “arrancaste la ortiga para los caldos, inútil”.

Gonzalo al principio la defendía, pero luego cedió. Era un hijo de mamá, criado siempre bajo su ala. Oscilaba entre ambas como una hoja al viento. Y Lucía callaba. Solo adelgazaba y palidecía día a día. Una vez la encontré en el pozo, con los ojos húmedos.

¿Por qué aguantas, hija? le pregunté.

Ella sonrió, amarga:

¿Qué voy a hacer, tía Vale? Lo amo. Quizá ella se acostumbre a mí, tenga piedad

No la tuvo. La gota que colmó el vaso fue un mantel antiguo bordado por la madre de Tamara. Lucía lo lavó sin cuidado y los colores desteñieron. Ay, lo que hubo aquel día Gritos que se oyeron en toda la calle.

Esa misma noche, Lucía se fue. Sin ruido, a la francesa. Gonzalo, al amanecer, salió como un loco a buscarla, y luego se plantó ante su madre, los ojos secos y terribles.

Esto es culpa tuya, madre dijo solo. Has matado mi felicidad.

Y también se marchó. Corría el rumor de que al fin encontró a su Lucía en la ciudad, se casaron, tuvieron una niña. Pero a su madre, ni una visita. Ni una carta, ni una llamada. Como si la hubieran cortado de raíz.

Tamara al principio se hizo la fuerte. “Mejor así decía a las vecinas. No quiero una nuera así, y un hijo que cambia a su madre por una falda, no es hijo”. Pero ella misma envejeció de golpe, se consumió. En su casa impecable, limpia como un quirófano, quedó sola como una piedra. Y ahora, sentada ante mí, todo su orgullo, toda su altivez de Generala, se había desprendido como la cáscara de una cebolla. Solo quedaba una mujer vieja, enferma, sola. El boomerang no va por maldad; da su vuelta y regresa al mismo punto del que salió.

No le importo a nadie, Valentina murmura, mientras una lágrima avara se desliza por su mejilla. Más me valdría colgarme.

No digas esas cosas, Tamara replico con firmeza, aunque la compasión me ahoga. La vida es para vivirla, no para perderla. Déjame ponerte una inyección, se te aliviará la espalda. Ya veremos.

Le puse la inyección, le froté la espalda con un ungüento aromático. Pareció reanimarse un poco, enderezando los hombros.

Gracias, Valentina dijo. No esperaba bondad de nadie.

Se marchó, pero mi corazón quedó pesado. Curo enfermedades, pero hay algunas para las que no hay pastillas ni inyecciones. La soledad es una de ellas. Y solo se cura con otro ser humano.

Pasé dos días intranquila, con el alma en vilo. Hasta que, por fin, conseguí el teléfono de Gonzalo a través de unos conocidos en la capital. Las manos me temblaban al marcar. ¿Qué le diría? ¿Cómo empezar? Él contestó, con su voz conocida, pero más madura, un tanto ronca.

Gonzalo, buenos días dije. Soy Valentina, de Valdelagua. ¿Te molesto?

Calló un largo momento. Creí que había colgado.

Buenos días, tía Vale respondió al fin. ¿Ocurre algo?

Ocurre, hijo suspiré. Tu madre está sola. Se está viniendo abajo. Enferma, pero no lo muestra. Ya sabes, orgullosa

Volvió a callar. Oí a su esposa, Lucía, preguntar algo en voz baja. Luego su voz, dulce como antes, pero ahora firme:

Déjame hablar.

¿Tía Vale? ¿Está muy mal?

Y se lo conté todo. Sin omitir nada. Del brazo, de la espalda, de las lágrimas que no caían. Lucía escuchó sin interrumpir.

Gracias por llamar dijo al fin, con determinación. Iremos. El sábado. Pero no le diga nada, por favor. Que sea una sorpresa.

Pensé entonces en el corazón de aquella mujer. La echaron de casa, la humillaron, y sin embargo, no guardaba rencor. Solo compasión. Es una fuerza poderosa, queridos míos, la compasión que vence al resentimiento.

Llegó el sábado. Un día gris, húmedo. Fui a casa de Tamara por la mañana, a tomarle la tensión. Estaba sentada junto a la ventana, mirando fijamente. La casa inmaculada, pero sin calor, como deshabitada.

¿Qué,

Rate article
Add a comment

twelve − four =