¡Apareció el que nadie esperaba! gritó Damián Pérez. ¡Pues puedes volverte por donde viniste!
¿Papá, pero qué dices? respondió incrédulo Adrián. ¡Llevo veinte años sin venir a casa, y me recibes así!
Si fuera por mí, te recibiría con el cinturón gruñó Damián, agarrando la hebilla. ¡Pero no importa! ¡Ahora mismo lo arreglamos!
¡Tranquilo, eh! Adrián dio un paso atrás. No tengo cinco años, ¡y te puedo devolver el golpe!
¡Ahí está tu verdadero carácter! espetó Damián, sin soltar el cinturón. ¡Atacas a los débiles, huyes de los fuertes, engañas a los buenos y sirves a los malos!
¿En serio? ¿De qué me acusas? Adrián se encogió de hombros. Si alguna vez hice algo mal, ¡han pasado veinte años! ¡Debería estar olvidado!
¡Fácil decirlo cuando fuiste tú el culpable! Claro, quieres que todos te perdonen. ¡Pero yo no lo haré! declaró Damián con firmeza.
¿Y de qué demonios soy culpable? ¡En la academia me pasé años preguntándome por qué mis padres me tacharon de traidor y me prohibieron volver! ¡Ni siquiera contestaron mis cartas! ¡Y eso que las envié!
¿De verdad no lo sabes? preguntó Damián con sarcasmo.
Adrián, desconcertado, iba a pedir más detalles cuando el alboroto atrajo a su madre.
¡Dios me libre! exclamó Carmen Martínez. ¡Justo lo que nos faltaba! ¡Échalo, Damián, que no pise esta casa! ¡Vergüenza para nuestros canas!
Adrián se quedó petrificado, como una estatua de sal. Su madre añadió:
Si Dios me diera fuerzas, te arreglaría con la escoba. ¡Pero veo que el cielo ya te castigó! Señaló el moretón bajo el ojo de Adrián.
¡Buen puñetazo te dieron! sonrió Damián. ¡Hasta le daría las gracias al que te lo pegó!
¿Qué os pasa, padres? exclamó Adrián. ¿Os habéis vuelto locos? ¡Veinte años sin verme, y me recibís así!
¿Quién te dio el ojo morado? preguntó Damián. Luego lo echamos, pero a él le daremos las gracias cuando lo veamos.
¡No tengo ni idea! se enfadó Adrián. ¡Venía en autobús hacia aquí, y el vecino Pedro me reconoció! Se me echó encima a saludarme. Luego, al bajar, un chaval me dio un puñetazo, me escupió y salió corriendo. ¡Cuando reaccioné, ya no estaba!
¡Vaya héroe! dijo Damián, irónico. Habrá que preguntarle a Pedro quién fue.
¿Solo te interesa eso, padre? gritó Adrián. ¿Que no viniera en veinte años significa que no debía volver?
¿Para qué querríamos aquí a un traidor? replicó Carmen.
¿Y por qué soy un traidor?
¡Porque sí! rugió una tercera voz desde la cocina.
¿Y este gallito quién es? se irritó Adrián.
Apareció un joven.
¡Fue este imbécil el que me puso el moratón! dijo Adrián, señalándolo.
¡Bien hecho, nieto! sonrió Damián. No dejaste pasar la oportunidad.
¿Qué demonios de nieto? Adrián se apartó, confundido.
¡Pues este! Carmen se interpuso. ¡Tu hijo abandonado!
¡No tengo ningún hijo! replicó Adrián, alterado. ¡Y si lo tuviera, lo sabría!
Pues recuerda por qué huiste del pueblo hace veinte años dijo Damián con voz quebrada.
***
Adrián no consideraba su partida una huida. Fue planeada, solo que se adelantó un poco. Y tenía sus razones.
Viajó casi de punta a punta del país para estudiar. Quería instalarse antes y encontrar trabajo para mantenerse. La beca no le alcanzaría, y pedirle dinero a sus padres le daba vergüenza. Solo podían enviarle comida, pero ¿cómo?
Además, en el pueblo había empezado un ambiente tenso. Si se hubiera quedado dos semanas más, quizá no habría podido irse. Las chicas lo acosaban. Prefirió marcharse.
Si alguien preguntaba por qué, su respuesta era clara:
Quiero vivir en el mar. Dejar a una esposa sola mientras navego no es justo. ¡No pienso ser ese tipo de hombre!
El mar entró en su vida por casualidad. Tras el instituto, cumplió el servicio militar en la marina. Un año le bastó para saber que la tierra no era lo suyo.
Al volver, ya tenía plaza en una escuela náutica. Sería mecánico naval. Pero antes, quiso despedirse de la juventud.
Como cualquier joven recién salido del ejército, se entregó a la fiesta. La única tregua era el desmayo. El resto del tiempo, era un torbellino.
Adrián vio a muchos como él: volvían héroes, pero acababan atados a un matrimonio, hijos y deudas. No quería ese destino. Aunque se divertía, siempre se cuidó. Hasta el punto de atarse el pantalón con alambre para no caer en tentaciones.
Eso le dio fama entre las jóvenes del pueblo. Era soltero, con futuro y sin vicios. Las familias lo cortejaban. Hasta enviaban emisarias a sus padres.
Adrián comprendió que no aguantaría el asedio. O lo convencerían o presionarían a sus padres. Así que se marchó antes.
Como dice el refrán: «Más vale prevenir que lamentar».
Llegó, consiguió trabajo en el puerto, alquiló una habitación y se matriculó. Escribió a sus padres para contarles que todo iba bien.
La respuesta fue una carta furiosa. Lo llamaron traidor, cobarde y cosas peores. Le dijeron que ya no tenía familia ni hogar. Que el mar era su único destino.
Adrián, confundido, siguió escribiendo. Nunca obtuvo respuesta.
Cuando se graduó, recibió una última nota:
«Ojalá te ahogues. Traidor. Cobarde».
Firmado: Damián Pérez y Carmen Martínez. Ni «padre» ni «madre».
No entendía el porqué, pero una cosa estaba clara: no era bienvenido.
Firmó un contrato y se fue a navegar. Cada seis meses, al volver a tierra, enviaba una carta a casa. Luego dejó de esperar respuestas.
A los cuarenta años, necesitaba saber qué mosca había picado a sus padres veinte años atrás.
Y el reencuentro no solo fue hostil, sino lleno de sorpresas.
¿Por qué me fui? replicó Adrián. ¡Para que no me casara con cualquiera! ¿Creíais que no veía cómo medio pueblo conspiraba para engancharme?
¡Sí, lo vi! ¡Los regalos, las promesas! Sabíais que iba a estudiar, pero aun así queríais atarme.
Queríamos que tuvieras buena pareja, ¡pero dejaste a Natalia embarazada y huiste! espetó Carmen con odio. ¡Una huérfana!
Vino después de que te fueras continuó Damián. Dijo que esperaba un hijo tuyo, que quería consejo. ¿Qué íbamos a hacer? ¿Dejar a nuestro nieto en la calle?
¿Cuándo vino? preguntó Adrián. Os escribí un mes después de irme, ¡y me contestasteis que no vol







