Yo esperaba frente a la entrada cuando llegó una limusina negra, reluciente como la noche que devolvía el brillo de las luces de Madrid. El chófer abrió la puerta con una reverencia.
Inés inhaló hondo. Por un instante le pareció que no entraba simplemente en un coche, sino que cruzaba el umbral hacia una vida totalmente distinta.
Martín ya estaba dentro, vestido de traje negro, impecable, pero con el rostro sin rastro de alegría.
Eres increíble murmuró él, bajo tono. Quizá hasta demasiado.
Yo también lo soy contestó ella serena. Sólo que ahora tú lo ves.
El camino al palacete de la sierra de Guadarrama se alargó. La ciudad se apagaba lentamente bajo la luz de los faroles, y por la ventana se reflejaba el cielo otoñal. Martín sostenía una copa de whisky, pero sus manos temblaban. No era por el alcohol; en su pecho luchaban la ira, el miedo y una sensación extraña: la vergüenza.
El palacio brillaba como un castillo.
La fachada estaba bañada en luz cálida, las fuentes susurraban y la música se colaba desde el patio interior. Cientos de invitados políticos, empresarios, actrices, gente de la alta sociedad se agolpaban.
Inés descendió del coche. Susurros. Miradas. Desdén, envidia, burlas.
¿Quién es ella? preguntó alguien en voz baja.
Tal vez una modelo o simplemente la nueva aventura de Martín.
Ambos ingresaron al gran salón. La orquesta tocaba, pero la música se apagó cuando todas las miradas se posaron sobre ellos.
En el podio estaba Antonio Cruz, con una copa de cava en la mano.
Al ver a su hijo, la expresión de Antonio se congeló.
Papá, ella es Inés pronunció Martín con firmeza.
Se hizo un silencio que parecía espesar el aire.
Antonio la observó de la cabeza a los pies. El vestido perfecto. La postura altiva. Pero algo en ella lo inquietó; era demasiado auténtica para aquel mundo de máscaras.
¿Esto es lo que has elegido? preguntó con voz gélida. ¿Traer a una limpiadora a mi cumpleaños?
Inés palideció, pero no bajó la cabeza.
Sí, limpio. Ese es mi trabajo. No es una vergüenza. Vine porque él me lo pidió.
Los murmullos se encendieron, pero nadie se atrevió a intervenir.
Martín dio un paso al frente.
No le hables así.
¿Qué dijiste? endureció Antonio. Tú, que no has ganado ni un euro, ¿vas a decirme cómo hablar?
Martín enderezó los hombros.
Ella tiene más dignidad que todos los que estamos aquí reunidos.
Silencio. La música cesó.
Antonio dejó la copa sobre la mesa.
Lárguense. Ambos.
Todos miraron sin parpadear. Inés y Martín se dirigieron a la salida, y sus pasos resonaron en el mármol como latidos de corazón.
Afuera la noche era fría y clara.
Martín soltó una risa amarga, casi sin sonido.
Pues bien, lo conseguí. Ya no tengo padre.
Tal vez así sea respondió ella. A veces hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo.
A la mañana siguiente su teléfono no dejaba de sonar.
El banco cuentas bloqueadas.
Los abogados acceso a las cuentas de la empresa revocado.
Los periódicos titulares sobre El escándalo del año.
El apellido Cruz ya no significaba nada.
Y Inés había desaparecido.
Sin carta, sin explicación. Sólo una nota sobre la mesa:
«No vengues. Conviértete en el hombre que querías ser».
Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses.
Martín la buscó por todas partes: en la universidad, en el centro, en los barrios antiguos. Nada.
Seis meses después, en una tibia tarde de primavera, la vio frente al casa del pueblo de El Escorial. Llevaba libros bajo el brazo y sonreía.
El sol iluminaba su rostro, y sus ojos seguían siendo los mismos: claros y vivos.
¡Inés! exclamó él, sin pensarlo.
Ella se giró.
Has cambiado dijo tranquilamente. Ya no estás enfadado.
Sacó un sobre.
No son dinero. Es una invitación. He creado una fundación continuó vendí el resto de mis acciones y lancé un programa para gente como tú: educación gratuita, residencia, apoyo. La he llamado Fundación Inés.
Ella lo miró largo rato y, al fin, sonrió.
Por fin encontraste sentido.
Él asintió.
Desde que te conocí.
Un año después, en una pequeña iglesia sobre la sierra de Guadarrama, estaban juntos, hombro con hombro.
Sin lujos, sin ruido. Sólo velas y el aroma del pan.
En la puerta estaba Antonio Cruz, pálido, cansado, pero con los ojos ya sin la dureza de acero.
Se acercó a Inés.
Me equivoqué murmuró. Viví entre cristal y hormigón, pero el calor lo sentí ahora, gracias a ti.
Ella tomó su mano.
Nunca es tarde para aprender.
Él asintió.
Afuera el sol se ocultaba tras la montaña. El viento se calmó.
Y cuando la noche llegó y Martín la abrazó junto a la ventana de su modesta casa, comprendió que su padre sólo había tenido una verdad: no importa con quién llegues a la fiesta; lo esencial es quién se queda a tu lado cuando la música se apaga.







