— ¡André, ponte el gorro, hijo mío, que hace frío afuera!

Life Lessons

Andrés, ponte el gorro, hijo mío, hace un frío que pela!
Déjalo, madre, si no me congelo en la Sierra de Gredos, no será aquí donde me quede!
Son sus últimas palabras antes de marcharse.

Andrés sube al autocarrete hacia Madrid y, de allí, continúa más lejos, cruzando el Atlántico, hasta la Argentina.
Promete volver en dos años. Pasan doce.

María, su madre, nunca abandona la casa vieja.
El mismo fogón de leña, las mismas cortinas, la misma alfombra que tejió a los veinte.
En la pared una foto de Andrés con la toga de graduación.
Debajo, un papel amarillento: Vuelvo pronto, madre. Lo prometo.

Cada domingo, María se coloca el pañuelo y va a la oficina de correos.
Envía una carta, sabiendo que no recibirá respuesta.
Le cuenta del huerto, del frío, de la vaca del vecino.
Y siempre termina igual:
Cuídate, hijo mío. Tu madre te quiere.

A veces, el cartero le dice con ternura:
Señora María, quizá no lleguen todas las cartas Argentina está muy lejos.
No importa, niña. Si el correo no lo lleva, Dios lo hará.

El tiempo corre distinto en aquel pueblo.
Las primaveras van y vienen, los otoños pasan.
María envejece despacio, como una vela que se apaga sin ruido.
Y cada noche, antes de apagar la lámpara, murmura:
Buenas noches, Andrés. Tu madre te ama.

En un día helado de diciembre llega una carta.
No es de él sino de una mujer desconocida.
Estimada Señora María,
Me llamo Dolores, soy la esposa de Andrés.
Él hablaba mucho de usted, pero nunca tuve valor para escribirle.
Perdóneme por hacerlo ahora Andrés estaba enfermo.
Luchó todo lo que pudo, pero partió en paz
con su foto entre las manos.
Antes de cerrar los ojos, sólo dijo:
Díganle a mi madre que vuelvo a casa.
Que la he echado de menos cada día.
Le envío una caja con sus pertenencias.
Con todo nuestro cariño,
Dolores.

María lee la carta en silencio.
Luego se sienta junto al fogón y queda inmóvil durante mucho tiempo.

Al día siguiente, los vecinos la ven cargar una caja dentro de la casa.
La abre despacio, como quien abre una herida antigua.
Dentro hay:
una camisa azul,
un cuaderno pequeño,
y un sobre sellado con la inscripción: Para la madre.

Sus manos tiemblan al abrirlo.
El papel huele a nieve y a nostalgia.
Mamá,
si estás leyendo esto, es porque llegué demasiado tarde.
Trabajé, ahorré, pero no comprendí lo esencial el tiempo no se compra.
Te extrañé todas las mañanas que nevó.
Soñé con tu voz, con tu sopa, con nuestra casa.
Tal vez no fui un buen hijo, pero quiero que sepas te amé siempre, en silencio.
En el bolsillo de mi camisa guardé un puñado de tierra de nuestro patio.
La llevo conmigo a donde vaya.
Cuando ya no pueda, escucho tu voz decir:
Aguanta un poco más, hijo.
Si no regreso, no llores.
Mi amor te encontrará en tus sueños.
Ya he vuelto a casa, madre sólo que ahora no tengo que llamar a la puerta.
Con amor,
tu hijo, Andrés.

María aprieta la carta contra el pecho.
Llora bajito, sin ruido como lloran las madres que ya no tienen a quien esperar, pero aún tienen a quien amar.
Lava la camisa, la plancha y la cuelga en el respaldo de su silla, junto a la mesa.
Desde ese día, nunca vuelve a comer sola.

Una noche fría de febrero, el cartero la encuentra dormida en el sillón.
En la mano la carta.
En la mesa una taza de té aún tibia.
En el rostro una sonrisa serena.
Al lado, la camisa azul parece abrazarla.

Los vecinos dicen que, esa noche, el viento se detuvo.
El pueblo queda en silencio, como si alguien hubiera regresado finalmente al hogar.
Y quizá sea verdad.
Quizá Andrés cumplió su promesa.
Quizá volvió sólo de otra manera.
Porque hay promesas que nunca mueren.
Se cumplen en silencio, entre lágrimas y nieve.
Porque el hogar no siempre es un lugar a veces es un reencuentro que se esperó toda la vida.

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