Querido diario,
Hoy me he despertado con el corazón palpitante, recordando cómo la culpa se coló en la conversación de la tarde. ¡Naiara, serás tú la responsable de su muerte!, le dije al teléfono con una voz que temblaba. ¿Cómo que responsable de quién? ¡Pues de Antonio, por supuesto!, replicó ella, y la conversación siguió como un torbellino de reproches. ¿Quién era esa joven que ayer se sentó en el banco del patio con las rodillas descubiertas bajo el sol?, le pregunté, sin poder evitar la ironía. ¡Antonio tiene una sensibilidad de cristal! Sólo ha visto rodillas femeninas en la clase de educación física, y eso fue hace años. ¡Que se pase de la mariposa! ¿Y ahora qué? ¿Comparas sus rodillas con las tuyas? ¡Qué disparate!
La voz del otro extremo se endureció: No estoy inventando nada, ahora mismo veo cómo escribe su carta de despedida. Me dice que no puede vivir sin ella, que su alma se clava en el pecho y que, en vez de buscar una caña, preferiría morir. Morir, dice, y la palabra resuena como un trueno. Yo, con el viejo binóculo de mi abuelo, puedo ver todo lo que quiero. El silencio se hizo presente, sólo el jadeo angustiado de la interlocutora rompió el mutismo: ¡Ay, mi queridita, llegamos tarde, Naiara! El cuchillo ya está afilado y la sangre está ¿crees que aún puedes salvarlo? ¡Corre, corre, rescata a tu príncipe!
Doña Lucía, con sus ojitos astutos entrecerrados, observaba con deleite cómo la robusta Naiara irrumpía en el apartamento del enclenque Antonio, cargada de amor sin usar, de ganas de alimentarle con un buen cocido madrileño y de un sueño de llenar la casa de niños correteando. Antonio no tenía ninguna oportunidad. Ese chico flaco y soñador vivía solo; hacía seis meses su madre se casó y se mudó al norte con su nuevo marido, dejándole el piso de tres habitaciones y ordenándole, con voz de mando, que se casara pronto y engendrara al menos un nieto. ¡Y rápido!, insistía ella, sin dar margen de tiempo.
Antonio aceptó; el calor del hogar le atrajo, pero encontrar pareja resultaba imposible. Genio de la electrónica, era tímido, inseguro y callado; no sabía cómo cortejar y escapaba de las chicas atrevidas como avión a reacción. Doña Lucía coincidía: no quería seguir con la vecina alocada y desvergonzada. Pero Naiara era otra cosa. Fuerte, hogareña, respetuosa, no era una belleza de pasarela, pero su rostro con pecas resultaba simpático. Solo hacía falta acercarse y conversar, algo que los jóvenes de hoy parecen haber olvidado.
Los dispositivos modernos, esas pantallas que llaman gadgets, sólo sirven para fotos y videos breves. Nadie se filma como en TikTok, y Antonio temía a las chicas que se peinaban como brujas en un aquelarre. La diferencia entre la Naiara y esas chicas era tan marcada como la de un payaso de circo y la taquillera de la boletería. Al fin y al cabo, la gente recuerda al payaso, no a la taquillera, aunque haya intercambiado una o dos palabras.
Yo, mientras observaba, veía a Antonio lanzar miradas a la puerta de Naiara, sin saber que su felicidad estaba a la vuelta de la esquina. La veía como un erizo perdido en la niebla: comía sopa de fideos y empanadillas si no se le quemaba la olla, y se hacía con sándwiches, en los que él era todo un experto. También hacía un buen café. Esa tarde intentó cortar un pepino para la ensalada, se hirió el dedo y buscó una gasa, cuando de repente alguien empezó a golpear la puerta principal. Con la sangre goteando, abrió sin dudar.
Naiara, con los ojos desorbitados de sorpresa, se lanzó sobre él. No sé qué le decía ni qué le prometíaDoña Lucía nunca lo descubriópero el binóculo no captura los sonidos, solo las imágenes. Sin embargo, la astuta Cupido local, Doña Lucía, vio cómo más tarde Naiara, desde su propio hogar, alimentaba a Antonio con cocido, patatas con albóndigas, ensalada de pimientos y vinagreta de col, y hasta una compota de manzana. Por su cara, el chico parecía estar saboreando el mejor banquete de su vida.
Antonio esbozó una sonrisa que borró su soledad; la melancolía que lo acompañaba se desvaneció junto a los complejos. Un mes después, los dos se casaron. Doña Lucía fue invitada y, como es costumbre, le ofrecieron un pedazo generoso del pastel. Al despedirse, Naiara, entre risas, le preguntó: ¿Así que él estaba a punto de morir, verdad? ¿Lo decías que se iba a pinchar con el dedo?. Doña Lucía, sin poder evitar la sonrisa, respondió: ¡Vaya chanza! Me avergüenzo un poco de haber dicho que lo salvaría, y él me tendió la mano con ese dedo sangriento.
Hoy entiendo que la vida no espera a los indecisos. Si dejas que el miedo y la inacción te consuman, terminarás como aquel erizo sin rumbo. Mejor tomarse la iniciativa, abrir la puerta y ofrecer un plato de cocido cuando alguien lo necesite. Esa es la lección que llevo conmigo: la valentía de actuar nos saca del torbellino y nos lleva al calor del hogar.







