**Amor de Infancia**
Mamá, ¿me pones la camisa azul mañana para la guardería?
¿La azul? ¿Por qué esa?
Porque Lucía Martínez dijo que me queda bien, que combina con mis ojos.
Bueno, si Lucía lo dice, entonces mañana te la pones.
Alejandro, contento, se fue a jugar con su hermano mayor, Javier, que ya iba al colegio. Por la noche, su madre le contó al padre lo de la camisa azul.
¿Qué pasa, hijo? ¿Te gusta Lucía? preguntó el padre, riendo mientras le revolvía el pelo.
Sí, me voy a casar con ella.
Vaya, vaya. Primero tienes que estudiar, conseguir un buen trabajo, y luego ya pensarás en casarte.
¡Uf, falta mucho! Alejandro frunció el ceño.
Papá, ¿puedo casarme con Lucía mañana?
¿Mañana? ¿Y dónde van a vivir?
Pues en casa respondió el niño, confundido.
¿En qué casa? ¿En la de Lucía?
¡No, papá! Alejandro abrió los ojos como platos. Ella en su casa y yo en la mía.
Así no funciona, hijo. Si te casas, Lucía vendrá a vivir contigo. Tú trabajarás y ella irá al cole, luego al instituto, a la universidad
¿Y yo? preguntó el niño, con los ojos llenos de lágrimas.
Tú trabajarás para mantener a la familia.
¿Qué pasa? ¿Por qué lloras? su madre se agachó frente a él.
Mamá, quiero casarme con Lucía, pero no quiero trabajar ahora. Quiero ir a la guardería, luego estudiar ¡Y papá dice que! rompió a llorar.
Bueno, cuando seas grande te casarás con ella.
Pero para entonces ¡igual se la lleva otro!
¿Quién?
¡No sé! ¡Igual Pablo o Adrián!
Pues si se la puede llevar otro, entonces no es la indicada.
A la mañana siguiente, Alejandro se acercó decidido a la niña del vestido rojo, con un gran lazo en el pelo rubio. Le cogió la mano y dijo con firmeza:
Me voy a casar contigo, Martínez.
Lucía lo miró un momento, luego apartó la vista y respondió:
¡No!
Alejandro dio un paso al frente, pisó fuerte y repitió:
¡He dicho que me casaré contigo! Pero no ahora, ¿vale? le cogió la mano y la miró a los ojos. Más tarde, ¿de acuerdo?
¿Por qué no ahora? preguntó Lucía. Pablo y Sofía ya se han casado.
¡Eso es de mentira! Nosotros lo haremos de verdad.
¡Vale! asintió ella, y agarrados de la mano, se fueron a jugar.
En el colegio, Alejandro le pidió a la profesora que lo sentara al lado de Lucía. Ella se negó y puso a la niña con otro alumno. Alejandro se acercó y se sentó a su lado.
Me voy a casar con Martínez cuando sea mayor.
¡Ja, ja! se rieron los niños. ¡Novios, novios!
¡Silencio! dijo la profesora. ¿Cómo te llamas?
Alejandro.
Eres muy pequeño para pensar en eso. Vuelve a tu sitio.
¡No! Lucía, dile que nos vamos a casar.
Ella sonrió tímidamente.
Bueno, señorita Martínez, ¿qué dice usted?
Nos casaremos de verdad cuando seamos mayores, no como Pablo y Sofía, que es de mentira.
La profesora los miró pensativa.
Está bien, pueden sentarse juntos.
Lucía era la reina de su corazón. Le llevaba la mochila, la defendía de los perros, de los matones, hasta de los profesores. Una vez, ella se cayó y se raspó la rodilla. Él la cargó hasta el botiquín.
En la adolescencia, se lo confesó todo, de verdad.
Y Lucía solo sonrió y se fue, con la cabeza alta.
¡Me casaré contigo, Martínez! gritó él. ¿Me oyes?
Entonces apareció Sergio, un boxeador que iba en su Seat León y estudiaba mecánica. Alejandro aguantó moratones, pero no se rindió.
Un día, vio a tres chicos esperándolo. Sabía lo que venía.
Eh, chaval dijo uno, apartándose de la pared. Ven acá.
Si quieres algo, ven tú.
¿Me contestas?
No soy “chaval”. Tengo nombre.
En fin, escúchame, déjala en paz. Es la chica de un colega nuestro.
Pues dile que si no se aleja de mi novia enfatizó “mi” le va a ir mal.
Dio media vuelta y caminó tranquilo, sintiendo la rabia de los otros. Sabía que podían atacarlo en cualquier momento.
Y lo hicieron. Fue una emboscada. Él no tenía fuerza contra tres, hasta que escuchó un grito.
Era Lucía, corriendo con un listón de madera y clavos, gritando como una fiera, repartiendo golpes a diestro y siniestro. Su hermano y un amigo llegaron corriendo, avisados por Claudia, la mejor amiga de Lucía.
Esa noche, ella lo besó por primera vez.
Luego vinieron los años, las cartas, el ejército. Las cartas dejaron de llegar. Sus padres y Lucía esperaban ansiosos. En la tele salían chicos sucios, pero vivos, luchando.
Hasta que llegaron tres cartas. A sus padres, a Lucía y a su hermano. A todos les escribió cosas alegres, historias de pingüinos en el norte. Todos rieron y lloraron.
Pero su hermano sabía la verdad. En la infancia habían creado un código. Una sola palabra en esa carta lo delataba.
Luego, en las noticias, lo vieron. Su madre gritó:
¡Es Alejandro! ¡Mi hijo!
Y él, como si la oyera, se giró y sonrió, con esos hoyuelos que siempre tuvo.
Cuando volvió, era de madrugada. Se sentó en un banco, escuchando el canto de los pájaros. Su hermano salió al balcón.
Fumar es malo dijo Alejandro, mirándolo.
Ser malo es peor. Te pueden partir la cara contestó su hermano.
Horas después, ya borracho de felicidad, gritó bajo el balcón de Lucía:
¡Martínez! ¡He venido a casarme contigo!
Nadie lo regañó. Todos sabían que era un día de fiesta.
Mamá, papá, ¿ahora sí me puedo casar? preguntó Alejandro, arreglándose frente al espejo.
Vístete, novio, que tu prometida puede cambiar de idea se rieron sus padres.
¡Después de tanto esperar! ¡Ni lo sueñe!
***
Mamá, me voy a casar.
¿Ah, sí? ¿Y cuándo?
Mañana.
¡Vaya! ¿Y con quién, Miguel Alejandro?
Con Carla Martínez.
¿Qué? ¿Qué Martínez?
La de mi clase, mamá.
¿Y lo sabe tu padre?
Sí, me dijo que hoy no, que primero hable con el abuelo. Por eso será mañana.
***
¿Qué, abuelo? ¿Hablaste con el niño? rió su madre.
Sí. La historia se repite. Otra Martínez sonrió su padre. Esas Martínez nos vuelven locos.







