¡Alejo, mira esta maravilla! exclamó emocionada Lucía, con la piel bronceada y los ojos brillantes de energía. Abriendo los brazos, parecía abrazar el infinito mar. Sus rizos castaños, algo descoloridos por el sol, ondeaban con el viento. ¡Te lo dije, este mes iba a ser el mejor de nuestras vidas!
Alejandro, a su lado sobre la arena blanca, se ajustó el sombrero de paja y sonrió. Aunque aparentaba calma, el corazón le pesaba por dentro. La idea de que quizá era su última oportunidad para recuperar la felicidad perdida no le daba tregua.
Sí, Luci, este mes será increíble respondió, intentando que su voz sonara liviana. Siempre has tenido razón.
Pero las palabras del médico dos meses atrás aún resonaban: «Cáncer, etapa avanzada, dos o tres meses». Y allí estaban, en la costa, porque Lucía había decidido vivir, no rendirse.
¿Vamos a nadar? preguntó ella, con los ojos brillantes, tomándolo de la mano. ¡Alejo, no te pongas triste! ¿Recuerdas cuando saltábamos al río en el pueblo de tu abuela? ¡Tú temías que la corriente te arrebatara los calzoncillos!
Alejandro rio, y por un instante, el dolor se esfumó. Así era Lucía, siempre sacándolo de la melancolía.
No tenía miedo, solo era precavido bromeó. Vamos, pero si un tiburón me muerde, la culpa será tuya.
Riendo como adolescentes, se adentraron en el agua. Lucía jugueteaba entre las olas mientras él la observaba, conteniendo la respiración. Su corazón se llenaba de amor y, al mismo tiempo, de agonía. Ella era hermosa, y la amaba más que a nada. Perderla parecía inconcebible, pero el miedo acechaba.
*El amor da fuerzas para mantener la esperanza, incluso cuando el tiempo parece enemigo.*
Su historia comenzó en el instituto, en un pequeño pueblo donde todos se conocían. Lucía llegó como un cometa: nueva, con una sonrisa deslumbrante y una melena castaña que podía derretir hasta el corazón más frío.
Recién llegada con su familia, se convirtió en el centro de atención. Alejandro, alto y torpe, siempre con un libro en mano, no creía que ella lo miraría. Pero una noche, en el baile de la escuela, se armó de valor para invitarla a bailar.
Eres diferente le dijo ella, mirándolo a los ojos. No intentas impresionar a nadie.
¿No te da miedo que te pise los pies? respondió él, sonriendo. Su risa lo envolvió, y desde entonces fueron inseparables.
Al terminar el instituto, Alejandro se marchó a Madrid a estudiar ingeniería, mientras Lucía se fue a Barcelona para estudiar filología. Se escribían largas cartas, esperando ansiosos las vacaciones para reunirse. La distancia solo fortaleció su amor.
A los veintidós años, recién graduados, se casaron. La boda fue sencilla, en un salón municipal decorado con flores de plástico, mientras sonaban canciones de Julio Iglesias. La felicidad les bastaba; lo demás no importaba.
Pero llegó la vida cotidiana, con sus dificultades. Vivían en un piso pequeño, trabajando sin descanso, soñando con una casa propia y una cafetería. El cansancio y los problemas generaron discusiones.
Pequeños conflictos surgían por tonterías: quién no había fregado los platos, quién olvidó pagar el recibo. Una noche, cegado por la frustración, Alejandro golpeó la puerta y gritó:
¿Quizá sería mejor separarnos?
Lucía se sentó en silencio en el sofá, sin responder. Luego, en voz baja, dijo:
Alejo, te quiero demasiado para perder esto. Intentemos vivir de otra manera.
Decidieron dedicar un día a la semana solo a ellos. Sin trabajo, sin móviles, sin irritaciones. Paseaban, tomaban té en el balcón, recordaban su juventud. Así, su amor renació, como una flor tras el invierno.
Cinco años después, compraron una casa con jardín y abrieron su cafetería. Pronto llegaron las hijas, Elena y Marta, gemelas que llenaron la casa de risas y caos. Lucía era una madre ejemplar: cariñosa, paciente, contando cuentos cada noche. Alejandro pensaba a menudo: *Qué suerte tengo*.
Pero el tiempo pasó. Las hijas se fueron a estudiar, dejando la casa vacía. Para llenar el vacío, se sumergieron en el trabajo. Abrieron una segunda cafetería, agotándose sin descanso. Hasta que un día, en medio del trabajo, Lucía palideció y se desplomó.
¡Lucía! ¡Despierta! Alejandro la sacudió hasta que llegó la ambulancia. En el hospital, el diagnóstico fue agotamiento, pero ella lo restó importancia: «Solo estoy cansada, Alejo. Todo irá bien».
Al día siguiente, volvió a desmayarse. El médico, sin mirarla a los ojos, dio el veredicto: cáncer, inoperable, dos meses.
En casa, Lucía le confesó con calma:
No llames a las niñas. No quiero que me vean así. Quiero ir al mar. ¿Recuerdas nuestro sueño? Arena, cócteles, bailar bajo las estrellas. Hagámoslo ahora.
Él quiso protestar, pero no pudo. Si era su último deseo, haría lo imposible por cumplirlo.
Alejo, ¿dónde estás? lo salpicó Lucía, sacándolo de sus pensamientos. ¡Eh, estás en las nubes!
Aquí estoy sonrió, ocultando las lágrimas mientras se sumergía. Solo pensaba en cómo me ganaste ayer al póquer. ¡Qué jugada!
¡No te despistes! rió ella, su risa flotando sobre el agua. ¿Vamos esta noche a ese restaurante con música en vivo? ¡Quiero bailar hasta caerme!
¿Seguro que puedes? Quizá sea mejor descansar sus palabras sonaron torpes; Lucía odiaba que le recordaran su enfermedad.
Alejo, ¡estoy viva y quiero vivir! dijo con firmeza. Prométeme que no me enterrarás antes de tiempo. Prométemelo.
Te lo prometo susurró él, y se abrazaron en el agua tibia, como si el destino los uniera.
*El amor y la fe pueden cambiar el curso incluso de la peor enfermedad.*
Ese mes en la costa fue un sueño: paseos junto al mar, helados, bailes bajo las estrellas. Lucía floreció: mejillas sonrosadas, ojos brillantes. Alejandro se preguntaba si los médicos se habrían equivocado. ¿Era un milagro?
Una tarde, en el balcón del hotel, Lucía dijo:
Alejo, no tengo miedo. Aunque sea el final, soy feliz. Te tengo a ti, a nuestras hijas y a este atardecer. He tenido una vida maravillosa.
No digas eso su voz tembló. Aún bailarás en las bodas de nuestros nietos.
Ella sonrió y le apretó la mano.
De vuelta en casa, Lucía insistió en nuevas pruebas. Alejandro temía ese día, convencido de que el tiempo se había agotado.
Sin embargo, el médico, revisando los resultados, dijo sorprendido:
Es casi increíble. Los análisis muestran que el tumor casi ha desaparecido. Esto es muy raro. Tu cuerpo es un luchador, Lucía.
Alejandro los miró incrédulo. Lucía lloró de alegría. Se abrazaron en la consulta, mientras el médico, discretamente, salía.
Fue el mar susurró ella. Nuestro amor nos salvó.
Tú me salvaste respondió él. Siempre lo has hecho.
Volvieron a su vida: la cafeter
                                    






