Activar a la chica

Life Lessons

¿No has pensado, Anita, que cuando todo es complicado, hay que buscar soluciones sencillas? Las más simples, a las que nosotras, mujeres, no llegamos a veces porque lo vemos como debilidad.

¿Soluciones sencillas? suspiró Anita. ¿Pedirle ayuda a mi exmarido? O me ignorará o me soltará un sermón sobre mi incompetencia.

Justo de eso hablo. De pedir, pero no como lo haces tú, como una jefa dando órdenes. Para nosotras, fuertes e independientes, pedir y eso de «activar a la niña vulnerable» no tiene valor. Lo vemos humillante. Y no entendemos lo principal: los hombres, en el fondo, lo necesitan.

Anita resopló, escéptica. ¿Alejandro necesitaba sus súplicas? Venga ya. Doña Carmen no lo conocía. Si algo necesitaba él era que lo dejaran en paz. Cumplía con su obligación: llevar dinero a casa. Punto.

***

Tres años después del divorcio, Anita veía su relación con otros ojos. Los problemas habían estado ahí desde el principio, pero nadie quiso verlos.

Se conocieron en una fiesta: ella, el alma de la reunión, con chispa en la mirada; él, alto, con una sonrisa irresistible, recién ascendido. Él vio en ella una compañera guapa e inteligente; ella, en él, un apoyo seguro. La boda fue de cuento, la que todos envidian.

Pero el cuento se convirtió en rutina y en incapacidad para hablar de los conflictos.

Anita creció en una familia donde el amor se medía en tareas cumplidas. Su madre, sola tras la marcha de su padre, cargó con todo: trabajo, casa, crianza. Su lema: «Confía solo en ti. Los hombres vienen y van; tu independencia es tu fortaleza». Anita construyó esa fortaleza desde joven: cocinaba, arreglaba enchufes, eligió su carrera. Solo guardaba un deseo escondido: encontrar a alguien en quien apoyarse. Soñaba con un compañero con el que ser frágil sin miedo. Su expectativa del matrimonio era simple y compleja: seguridad emocional. Quitarse, al fin, la armadura de «chica fuerte».

Alejandro creció en una familia clásica. Padre, proveedor; su palabra era ley. Madre, ama de casa, ministra de emociones y crianza. Los problemas se resolvían así: ella informaba, él pagaba o usaba sus contactos. Nunca se sentaban a negociar. Alejandro aprendió un modelo: el hombre trae el dinero y el estatus; lo demás no es su responsabilidad. Buscaba comodidad: casa limpia, cena lista, esposa guapa, y los problemas, lejos de su paz.

Nunca lo hablaron. Desde el primer día, Alejandro vio en Anita a esa mujer fuerte que no lo agobiaría con tonterías. Ella vio en él al hombre en quien apoyarse. Hablaban idiomas distintos sin saberlo. Hablaron del país para la luna de miel, los nombres de los hijos, el estilo de la casa. Pero nunca preguntaron: «¿Cómo resolveremos los problemas?» o «¿Cómo repartiremos las tareas?».

Nadie quiso romper el hechizo romántico. Anita temió parecer débil si expresaba sus expectativas. Alejandro asumió que todo sería como en su casa. Navegaban hacia lo mismo, creyendo ver la misma orilla. Pero veían continentes distintos.

Cuando nació Pablo, Anita cargó con todo: teletrabajo, noches en vela, médicos, actividades. Alejandro existía en paralelo: más horas en el trabajo, sofá, televisión. Su participación: «¿Qué hay de cenar?» y algún juego con Pablo si estaba contento.

A los nueve meses, Pablo tuvo fiebre de 39°. Anita, histérica, despertó a Alejandro a las tres de la madrugada: «¡Ayúdame, no sé qué hacer! ¿Llamo a urgencias?». Él, sin abrir los ojos, gruñó: «Eres su madre, resuélvelo. No me desveles, mañana tengo reunión». Esa noche, Anita la recordaría siempre: meciendo a Pablo sola, llorando de impotencia.

Luego vinieron más cosas. Comunes, como en muchos. Alejandro priorizaba sus necesidades; Anita llevaba la contabilidad de los resentimientos. Una vez, Alejandro faltó al festival del colegio. Pablo, con tres años, recitó su primer poema. Anita le pidió a Alejandro que reservara la mañana. «Claro, cariño», dijo. Pero al día, mientras le ponía la corbata, sonó el teléfono: «Perdona, Anita, un cliente urgente. Grábalo y lo veo después». El «después» nunca llegó. Para Alejandro, fue un imprevisto laboral. Para Anita, otro clavo en el ataúd de su matrimonio.

En invierno, Anita, con gripe y 38° de fiebre, pidió a Alejandro que trajera leche, pan y medicinas. Aceptó. Volvió a las nueve con una botella de whisky caro y una caja de bombones para su secretaria, que cumplía años. «Se me olvidó lo otro. Tú verás». Esa noche, mirando el whisky y tiritando, Anita entendió: no estaba cansada, se estaba muriendo en un vacío emocional.

Se fue de golpe. Con una calma helada que escondía años de agotamiento. Mientras Alejandro viajaba, hizo las maletas y se fue. Un mensaje: «Basta. Cansada de cargar sola. Pablo y yo viviremos aparte».

Para Alejandro fue un golpe bajo. No entendía. ¡Él mantenía la casa! ¿Qué más quería? Su rabia y confusión eran tan grandes como su cansancio.

***

Primero, Anita se fue a casa de su madre. Luego encontró otro trabajo, alquiló un piso pequeño. Apuntó al gimnasio para liberar estrés. Poco a poco, volvía a sentir vida. Pero había un problema que ni la fuerza de voluntad ni los hobbies resolvían: la falta crónica de dinero. Mantener a un niño, incluso con la pensión, era caro.

Un día, tomando un café con una compañera, Anita repitió su disco rayado: «Todo sola, sin dinero, y con Pablo todo recae en mí». Su colega, más sabia y con nietos, le dio un consejo:

Anita, eres muy fuerte. Pero hasta los atletas necesitan red. Deja de cargar tú sola. No busques soluciones complicadas. Busca las simples. Delega. ¿Sabes eso de «activa a la niña»?

A veces no hay que exigir, sino pedir bien, para que el otro quiera ayudar.

¿En serio? ¿Alejandro necesita que llore y me queje?

No quejarte, sino mostrar que no puedes sola. Para ellos, esa vulnerabilidad no es debilidad. Es importante. Les da lo que necesitan: sentirse masculinos, poderosos, útiles. Y eso les sube la autoestima. Le das la oportunidad de ser héroe. Hasta en las pequeñeces.

Suena bonito, pero no me lo creo negó Anita. Alejandro dirá que manipulo.

Es como cuando esperamos un piropo continuó Doña Carmen. Algunos hombres, como tu Alejandro, lo ven como manipulación. Pero a nosotras nos encanta, ¿no? Nos derretimos.

Sí admitió Anita, con una sonrisa amarga. Nos derretimos y flotamos. Es nuestra gasolina.

¡Pues ellos igual! Se derriten cuando les hacemos sentir fuertes, necesarios, los ingenieros de nuestra felicidad. Solo que su «derretirse» es diferente: se enderezan, la voz se les vuelve firme, sienten su misión. ¿Por qué no darnos eso mutuamente? No es manipulación si es sincero. Es el lenguaje de

Rate article
Add a comment

4 + 3 =