Acepté cuidar a la hija de la vecina durante el fin de semana, pero pronto me di cuenta: algo no estaba bien con la niña.

Life Lessons

Acepté cuidar a la hija de la vecina durante el fin de semana, pero pronto percibí que algo no encajaba en aquel pequeño ser.

Claro que nos quedaremos, dije con una confianza ligera, observando a la nueva vecina que permanecía inmóvil en el umbral, su abrigo cruzado hasta el cuello.

Con un gesto nervioso, arregló un mechón rebelde en un apretado chongo. Entre las cejas se dibujaba una profunda arruga de preocupación; los labios finos se tensaban.

A su lado estaba la niña. Una diminuta figura pálida, con ojos enormes que albergaban una cansada nostalgia, inadecuada para una carita infantil.

Le estaré eternamente agradecida, Ana, pronunció la mujer con tono monótono y ensayado. Regresaré el domingo por la tarde. No tiene que vigilarse mucho a Almudena, es muy obediente.

Aquella frase sonó forzada, como si hablara de adiestramiento más que de crianza.

Una punzada de inquietud surgió dentro de mí, una intuición que rara vez me fallaba.

Nos pondremos de acuerdo, sonreí, a pesar de la tensión interna. Espero que tu madre mejore pronto.

Gracias, asintió la mujer, entregándome un bolso raído. Aquí tienes sus cosas. Lo esencial, pero nada de más.

El bolso resultó sorprendentemente liviano; para dos días apenas contenía algo. La niña permaneció inmóvil, sin apartar la vista del suelo, y sólo tembló cuando su madre se inclinó hacia ella.

Compórtate bien. No le causemos problemas a Ana, ordenó la vecina con brusquedad. Su voz me erizó; no se dirigía a una niña, sino a una subordinada.

Almudena asintió sin decir nada, sin una caricia ni una palabra de cariño.

La mujer se giró y se internó en un taxi, sin mirar atrás.

Ven aquí, Almudena, le acaricié el hombro con cautela, como temiendo romperla. Te presentaré a Timón, mi gato pelirrojo.

La niña deslizó silenciosa sus pasos hacia el vestíbulo, como temiendo dejar huellas. Timón, que siempre consideró la casa su fortaleza, apareció en el pasillo, olfateó sus botitas y se frotó contra sus piernas.

Parece que le has caído bien, comenté, sorprendida. Él suele hacer una audición antes de aceptar a alguien en su territorio.

Almudena se sentó y acarició al gato con delicadeza. Cuando Timón empezó a ronronear, su rostro se relajó un poco; por un instante dejó de ser una sombra y volvió a ser una niña.

Mientras preparaba la cena, los observaba a hurtadillas. La pequeña susurraba algo al oído rojo del gato, y Timón la escuchaba con una dignidad regia. Sentí un nudo en el pecho; una cara infantil, otros ojos, surgieron en mi memoria.

Hace cinco años mi sobrina desapareció como si se hubiera desvanecido en el aire. Cayó del cochecito mientras su madre hablaba por teléfono. Búsquedas interminables, hilos sueltos que no llevaban a ningún lado. Dos años después, la madre perdió la vida en un accidente. Esa herida nunca cicatrizó; aún sueño con sus pequeñas manitas que emergen de la oscuridad.

¿Quieres té de jengibre con una rodaja de naranja? pregunté, intentando ahuyentar los recuerdos.

Asintió, la mirada fija en la mesa.

Sí, por favor, murmuró apenas audible.

La cena transcurrió como una extraña coreografía: yo intentaba conversar, ella comía con la cautela de un explorador.

¿Qué cuentos te gustan? pregunté cuando su plato quedó vacío.

No lo sé, respondió tras una pausa. Mi madre dice que los libros son una pérdida de tiempo.

Algo se encogió dentro de mí. ¿Cómo podía una madre decir eso?

Desde la ventana abierta se colaba el perfume de lavanda del jardín y la risa de niños de la calle contigua. Almudena giró la cabeza al oírla; en sus ojos apareció una sombra de melancolía.

¿Quieres salir a pasear? propuse.

Negó con la cabeza.

Mi madre no lo permite.

Aquella voz de mi madre resonó otra vez. La mujer que dejó a su hija al cuidado de una desconocida y se marchó sin mirar atrás.

Observé su delicado perfil, los hombros encorvados; algo en esos rasgos me resultaba inquietantemente familiar, como una punzada en el pecho.

Antes de que el día terminara, preparé una cama en la habitación de invitados. Las ventanas daban al jardín; una brisa ligera agitaba las cortinas.

Almudena estaba en medio de la estancia con un peine en la mano, la única pertenencia personal del bolso.

¿Te ayudo? le pregunté, señalando su cabello enredado.

Entregó el peine con vacilación. Lo desanudé con cuidado, evitando romper los finos cabellos secos. Cerró los ojos; un leve temblor recorrió su cuerpo cuando rozó su cuero cabelludo.

Listo, susurré. Acuéstate, te quedaré al lado hasta que te duermas.

¿De verdad? ¿No te vas ya?

Por supuesto que no. Aquí estaré.

Se acurrucó bajo la colcha; Timón se deslizó a su lado y se acomodó junto a ella. Almudena posó la mano sobre su pelaje con timidez.

Miraba su rostro en la penumbra y no podía evitar sentir que ya había visto esas facciones, esa línea bajo la barbilla

¿Quizá sólo era un juego de la mente? ¿Un dolor del pasado que seguía perforando el presente?

Un rayo de luna se filtraba por las persianas, esparciendo plata sobre las paredes. Desde la ventana se oía el canto de los grillos.

La certeza crecía: algo no encajaba. Tenía que averiguarlo.

Almudena, ¡desayuna! llamé mientras colocaba los platos en la mesa de la cocina.

La niña apareció en el umbral con la misma ropa de ayer, el pelo perfectamente arreglado, la cara limpia; todo lo había hecho ella misma, sin molestarme. Demasiado independiente para una niña de siete años.

¿Quieres zumo de naranja? pregunté, señalando el vaso.

Almudena lo miró como quien ve la luz por primera vez.

¿Puedo? susurró.

Claro, respondí con una sonrisa que ocultaba la inquietud. Y unos churros con miel también.

Se sentó en el borde de la silla, la mirada fija en el plato, pero no empezó a comer.

No esperes a que yo empiece, la animé suavemente.

Tomó el tenedor, arrancó un trozo y lo llevó a la boca. En su rostro cruzó una sombra de placer que pronto se tornó en la habitual cautela.

¿Está rico? pregunté, sentándome enfrente.

Asintió sin alzar la vista.

Muy, murmuró, como confesando un secreto prohibido.

Tras el desayuno saqué un cuaderno, colores y lápices.

¿Quieres dibujar? ofrecí.

Almudena miró los lápices de colores como si fueran joyas.

No sé susurró culpable.

No importa. Dibuja lo que quieras. Por ejemplo, a Timón.

Agarró un lápiz con vacilación. Yo fingía ordenar la cocina, pero mis ojos vigilaban cada trazo.

Sus movimientos ganaban seguridad, pero el dibujo resultó extraño: no era un gato, sino una casa oscura con ventanas cerradas y una diminuta figura dentro.

El corazón se me encogió. Me acerqué con delicadeza.

Bonita casa, dije suavemente. ¿Es tuya?

Almudena tembló y volteó la hoja rápido.

No, solo se me ocurrió, la voz tembló. ¿Puedo dibujar a Timón ahora?

Por supuesto.

Mientras ella garabateaba al felino, busqué en mi móvil niñas desaparecidas en los últimos cinco años y añadí Almudena. Miles de resultados aparecían; cuántas vidas perdidas…

Almudena entregó el dibujo y, por primera vez, su rostro se iluminó con una auténtica sonrisa.

Muy parecido, le dije, elogiándola. Tienes talento.

Se ruborizó.

El día transcurrió tranquilo. Almorzamos, paseamos por el jardín, leímos. Poco a poco, Almudena se mostraba más abierta, incluso reía. Pero al mencionar a su madre o al hogar, se encerraba de inmediato.

Al caer la noche, llené la bañera con agua tibia, espuma y algunos juguetes.

¡Todo listo! la llamé. Ven, te ayudo.

Almudena entró, mirando el agua con desconcierto.

La espuma murmuró. Como nubes.

Sí, bonita, ¿no? Déjame ayudarte a lavar el pelo.

Jugó en el agua, relajándose poco a poco. Al enjabonarla, noté en sus hombros una vieja cicatriz, una mancha de nacimiento de tres finas líneas, como trazada con pincel.

Era idéntica a la de mi sobrina desaparecida hacía cinco años.

¿Qué pasa? preguntó Almudena al verme inmóvil.

Nada solo reviso que el agua no entre en sus oídos.

Todo bien.

Los pensamientos giraban como locos. ¿Coincidencia? ¿Señal?

Buenas noches, susurré mientras le tapaba con la manta.

Buenas noches, respondió, añadiendo: Gracias por ser tan amable.

Cuando se quedó dormida, corrí a la computadora. Mis dedos temblaban al teclear la contraseña. Abrí viejas fotos. Encontré una donde mi hermana y una pequeña Almudena aparecen juntas; amplié la imagen y, a su espalda, la misma marca de tres líneas.

El corazón latía con fuerza. Abrí otra foto: Almudena a los dos años, sonriendo a la cámara. Sus ojos mostraban la misma cicatriz, el mismo destello ámbar en el iris.

No quedaban dudas. La niña que dormía en la habitación contigua era mi sobrina, la misma que habían secuestrado cinco años atrás.

Apreté el puño contra los labios, conteniendo un grito. ¿Qué hacer? ¿Llamar a la policía ahora? ¿Y si la mujer regresara antes y se llevara a Almudena otra vez?

Al día siguiente la casa nos recibió con un silencio nuevo, reconfortante, no inquietante. Por primera vez en años desperté sin la sombra de los recuerdos, sino con el cálido aliento de una niña al lado. Almudena dormía plácida, abrazada a Timón, aferrada a su patita.

Me levanté con cuidado, sin despertarlos, y fui a la cocina a preparar el desayuno. El aire olía a canela, mantequilla y leche tibia. El día prometía luz. Abrí la ventana y la brisa trajo aromas de menta, rosas y algo indefinible que solo es hogar.

Almudena, al despertar, me observó desde la puerta de la cocina, abrazando a su nuevo compañero. Le alcé la mano.

Ven, gatita. Hoy tenemos muchos planes: elegir ropa nueva, ir al médico para un chequeo y, si quieres, hacer un álbum de fotos para recordar lo bueno que viene.

Se sentó a la mesa, sonriendo tímidamente, una sonrisa aún tímida, pero real.

¿Puedo aparecer en las fotos con tú y Timón?

Claro. Con plastilina azul, con lo que desees. Crearemos nuevos recuerdos.

Desayunamos, reímos, dibujamos. Le enseñé a hornear galletas sencillas; ella formaba bolitas de masa, decorándolas con pasas pequeñas. Cada gesto suyo resonaba como el eco de algo perdido y ahora hallado.

Al atardecer llamé a los servicios sociales y concerté la tutela legal. Prepararemos los papeles con un abogado. Almudena me miró y preguntó:

¿Significa que me quedaré aquí para siempre?

Sí, querida, le contesté. Ahora estás en casa, y así será para siempre.

Se acercó y se abrazó a mí en silencio, pero ese silencio era paz, como la calma después de la tormenta.

Pasaron varias semanas. La vida se fue acomodando. Almudena asistía a psicólogo, dibujaba gatos y columpios rojos. Elegimos una escuela nueva. Cada mañana alimentaba a Timón, horneaba pasteles conmigo y recordaba el nombre del médico al que íbamos juntos.

Una tarde, al regresar a casa, se detuvo ante los viejos columpios del patio. Me miró y dijo:

Recuerdo cómo me sujetabas para que no cayera.

Asentí, sin confiar del todo en la voz. Almudena tomó mi mano, me agarró los dedos y susurró:

Gracias por encontrarme.

Comprendí entonces que, pese a todas las pérdidas, al dolor y al miedo, ella había vuelto. Mi sobrina, mi pequeña luz, que no se apagó, solo quedó oculta entre la niebla.

En el jardín florecían margaritas. Timón corría tras mariposas. Nos sentábamos en el banco a dibujar. Dos almas que habían sufrido, dos mujeres, una grande y otra pequeña, que aprendían a confiar de nuevo en el amor.

Almudena ya no temía a la oscuridad, porque sabía que en esa casa siempre habría luz y manos cálidas que la protegerían.

Yo sabía que nunca volvería a permitir que nadie la arrebataran. A veces ocurren milagros, y hay que tener la fuerza para creer en ellos.

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