Acabo de pensar que quizás tú y yo somos una familia un poco rara dijo Olga mientras sacaba el pastel del horno.
Qué bien que te tengo a ti respondió Alejandro, abrazándola por detrás.
¡Y yo soy feliz de estar contigo! contestó ella, sonriendo.
¿Y con quién más iba a estar? rio él. Claro que contigo. Eres mi destino. La mejor mujer del mundo.
Olga no dijo nada, solo le dio un beso en la mejilla y volvió a sus quehaceres en la cocina.
Esa noche, los Delgado celebraban sus veinticinco años de matrimonio. Habían decidido una cena íntima, solo con sus dos hijos: Andrés, de dieciséis años, y Lucía, que acababa de graduarse en la universidad y se había mudado a un piso cerca de su trabajo.
¿Para qué gastar dinero en un alquiler? le decía siempre Olga. Aquí tienes tu habitación, vivimos bien juntos. ¿Por qué quieres irte? Ya te irás cuando te cases.
Mamá, os quiero mucho, lo sabes. Pero quiero probar a vivir sola. Además sonrió con complicidad, cocinas tan bien que, si me quedo, acabaré como un tonel. Tú eres delgada, comes y no engordas. Yo, por desgracia, no he salido a ti. ¡Necesito cuidarme! ¿Y cómo voy a hacerlo si me quedo aquí? Es imposible resistirse a tus postres.
Olga se rio, mirando a su hija. Lucía no se parecía en nada a ella. Olga era menuda, casi frágil, con un rostro sencillo y sin maquillaje, el pelo siempre recogido en una coleta. Lucía, en cambio, había heredado la belleza de su padre: alta, de facciones marcadas, con ese magnetismo que Alejandro aún conservaba a sus cuarenta y ocho años.
Olga sabía que, a su lado, ella pasaba desapercibida. Pero nunca le importó. Porque para Alejandro, ella era la mujer más hermosa del mundo.
***
Se conocieron un septiembre, en una floristería de Madrid. Olga tenía veinte años y acababa de empezar la universidad. Iba de camino al cumpleaños de su amiga Clara cuando entró a comprar un ramo de flores.
Allí estaba él: alto, de mirada intensa, eligiendo entre rosas y peonías.
Oye, ¿cuál crees que le gustará más? le preguntó de pronto, señalando los ramos.
Olga se ruborizó.
Yo me quedaría con las peonías, aunque la mayoría prefiere rosas.
¿Y a tu novia qué le gusta? preguntó la dependienta.
¿Novia? No, no es para mi novia aclaró él, riendo. Ni siquiera la conozco. Un amigo me arrastró al cumpleaños de su prima y no quería llegar con las manos vacías.
Olga le recomendó las rosas, pero él insistió:
¿A ti también te gustan?
Las flores silvestres son mis favoritas confesó ella, bajando la voz. Pero las rosas bueno, a todo el mundo le gustan.
Qué curioso sonrió él. A mí también me encantan las flores del campo. Mi madre siempre trae ramos de la sierra. Hay algo especial en ellas, ¿no?
Alejandro compró las rosas y se despidió con una sonrisa que a Olga le dejó el corazón acelerado.
Qué tipo tan guapo comentó la dependienta. Parece actor.
Esa misma noche, en la fiesta, se encontraron de nuevo. Él era el amigo del primo de Clara. Pasó la velada hablando con Olga, ignorando las miradas de su anfitriona. Al final, la acompañó a casa.
Al día siguiente, Clara la evitó en la universidad.
¿Qué te pasa? preguntó Olga.
¿En serio no lo entiendes? bufó Clara. ¡Javier lo invitó para presentármelo! Había visto fotos de Alejandro y me gustaba. Y tú te pasaste la noche coqueteando con él.
Yo no coqueteo con nadie protestó Olga. Ni siquiera sé cómo se hace.
¡Pues a él le encantó! Clara se marchó furiosa, dejándola confundida.
Olga se miró al espejo aquella tarde. “¿Qué puede ver en mí alguien como él?”, pensó.
En ese momento sonó el teléfono. Era Alejandro. Quedaron esa misma noche junto al río Manzanares, donde él la esperó con un ramo de flores silvestres.
Así empezó todo. Un año después, se casaron. Muchos dijeron que no duraría. “Un hombre así terminará cansándose de una mujer tan simple”, murmuraban. Pero Alejandro solo tenía ojos para ella.
Una década después, Olga le preguntó por qué la había elegido.
¿Cómo explicar por qué te enamoras? respondió él. Pero si quieres una razón: me enamoré de tus ojos, de tu voz, de tu alma. Para mí, eres la mujer más hermosa del mundo. Como esas flores silvestres que tanto te gustan. Su belleza no grita, pero quien la descubre, no la cambia por nada.
***
La cena de aniversario transcurrió entre risas y brindis. En el centro de la mesa, un ramo de flores campestres.
Alejandro susurró Olga al acostarse, creo que somos una familia rara.
¿Por qué? preguntó él, abrazándola.
En veinticinco años, ni una sola pelea. ¿Eso es normal?
¿Quieres pelear? bromeó, haciéndole cosquillas. ¡Venga, peleemos!
¡No, no! se rio ella, esquivándolo.
Pues entonces no dijo él, besándola. Prefiero esto.
Y así, entre risas y caricias, celebraron un cuarto de siglo de amor. Como el primer día.







