A veces la vida nos regala sorpresas inesperadas. Mi historia comenzó una noche mientras dormía, y mi buena amiga me hacía preguntas que yo respondía entre sueños.
Una vez me preguntó: «¿Qué es lo que más desearías tener, un Maserati o algún otro coche de lujo?». Yo solo murmuré en respuesta: «Un saxofón». Al día siguiente me lo contó, y esa pequeña conversación nocturna, aparentemente insignificante, cambió mi vida para siempre.
Siempre había sido un gran admirador de Jimi Hendrix y de The Rolling Stones, y el rock fue mi pasión. Sin embargo, la guitarra nunca me había hecho sentir que era «lo mío». La música siempre fue importante, pero necesitaba un instrumento que realmente pudiera transmitir mis emociones. Entonces pensé: «¿Por qué no el saxofón?». Parecía una elección inesperada, pero increíblemente acertada.
Desde ese momento, todo cambió. Empecé a tocar el saxofón, asistí a talleres y estudié en el conservatorio. La música se convirtió en mi verdadera vocación. A lo largo de mi carrera, tuve la suerte de actuar junto a artistas como Javier Krahe y Jorge Drexler. Esos encuentros y conciertos me enseñaron que la música no es solo técnica o instrumentos, sino una forma de comunicación, un idioma que todos comprenden.
Sin embargo, los últimos años los he pasado en las calles de Madrid, interpretando mis composiciones para los transeúntes. Hoy soy uno de los últimos músicos callejeros de España. Antes, las actuaciones en la calle dejaban algo de dinero: la gente se detenía, escuchaba, agradecía y dejaba algunas monedas. Ahora, la mayoría pasa de largo, como si yo no existiera. Pero ni siquiera eso puede quebrarme. Sigo tocando porque la música es vida en sí misma.
A los 72 años, todavía salgo a la calle con mi saxofón en las manos, incluso cuando el termómetro marca apenas dos grados. Podrá parecer difícil, pero siento una armonía total: la música me da energía, y los músicos ocasionales, esos que se detienen un minuto a escuchar, me inspiran a seguir. Cada nota, cada sonido que extraigo, es un pedazo de mi alma que comparto con la gente, aunque ellos no lo sepan.
La música, especialmente el saxofón, me ha enseñado paciencia, disciplina y autenticidad. Cuando tocas en la calle, no hay escenario, ni luces de focos; solo estás tú, el instrumento y el bullicio de la ciudad. Y en esa sencillez hay una belleza inmensa: una conexión real, sincera y sin artificios. Me recuerda que el sentido de la música no está en los aplausos ni en los premios, sino en tocar corazones, aunque sea por un instante, deteniendo el ritmo frenético del día a día.
A menudo recuerdo aquella noche en que, medio dormido, murmuré «saxofón». ¿Quién iba a pensar que una sola palabra, dicha entre sueños, lo cambiaría todo? Me abrió un nuevo camino, me convirtió en músico, me regaló millones de momentos de alegría y cientos de encuentros con personas increíbles.
Quizá lo más importante en la vida no es lo que tienes, sino lo que haces. A veces la respuesta llega de forma inesperada, a través de un sueño, de una señal pequeña, de gente que te comprende. Mi historia con el saxofón es una historia de pasión, perseverancia y de que nunca es tarde para seguir tu vocación.
Y aunque el mundo cambie y la gente preste menos atención a los detalles, la música sigue ahí. Puede unir, sanar e inspirar. Soy feliz por seguir tocando, por salir a la calle incluso con frío, y ver cómo un poco de su magia toca a los que pasan. Porque la música es vida, y mientras pueda expulsar notas a través de mi saxofón, estaré vivo, lleno de energía y alegría.