A veces la vida nos regala sorpresas inesperadas. Mi historia comenzó una noche mientras dormía, cuando una buena amiga me hacía preguntas que yo respondía entre sueños. Una vez me preguntó: «¿Qué te gustaría tener más, un Maserati o algún otro coche de lujo?» Yo solo murmuré en respuesta: «Un saxofón». Al día siguiente, ella me lo contó, y esa pequeña conversación nocturna, aparentemente insignificante, cambió mi vida para siempre.
Siempre fui un gran admirador de Jimi Hendrix y The Rolling Stones, y el rock fue mi pasión. Sin embargo, la guitarra nunca me hizo sentir que era «lo mío». La música siempre fue importante, pero el instrumento tenía que ser aquel que pudiera transmitir mis emociones de verdad. Entonces pensé: «¿Y por qué no el saxofón?» Parecía una elección inesperada, pero increíblemente acertada.
A partir de ese momento, todo cambió. Empecé a tocar el saxofón, asistí a talleres y estudié en el conservatorio. La música se convirtió en mi auténtica vocación. A lo largo de mi carrera, tuve la suerte de compartir escenario con artistas como Paco de Lucía y Enrique Morente. Estos encuentros me ayudaron a comprender que la música no es solo técnica o instrumento, sino una forma de comunicación, un idioma universal.
Sin embargo, en los últimos años he estado tocando en las calles de Madrid, interpretando mis composiciones para los transeúntes. Hoy soy uno de los últimos músicos callejeros de España. Antes, estas actuaciones generaban un buen ingreso: la gente se paraba, escuchaba, agradecía y dejaba algunas monedas. Ahora, la mayoría pasa de largo como si no existiera. Pero ni siquiera eso me ha quebrado. Sigo tocando porque la música es vida en sí misma.
A mis 72 años, aún salgo a las calles con mi saxofón, incluso cuando el termómetro marca apenas dos grados. Podría parecer difícil, pero siento una armonía plena: la música me da energía, y los músicos ocasionales, aquellos que se detienen un instante, me inspiran a continuar. Cada nota, cada sonido que extraigo, es parte de mi alma que comparto con el mundo, aunque muchos no lo perciban.
La música, especialmente el saxofón, me ha enseñado paciencia, disciplina y autenticidad. Cuando tocas en la calle, no hay escenario ni focos, solo tú, tu instrumento y el bullicio de la ciudad. Y en esa sencillez hay una belleza inmensa: una conexión pura con la gente, honesta y sin artificios. Me recuerda que el sentido de la música no está en los aplausos o los premios, sino en su poder de tocar corazones, de detener por un instante el ritmo frenético de la vida.
A menudo recuerdo aquella noche en que, dormido, murmuré «saxofón». ¿Quién iba a pensar que una sola palabra, dicha en sueños, cambiaría todo? Me abrió un nuevo camino, me convirtió en músico y me regaló millones de momentos de alegría, además de incontables encuentros con personas extraordinarias.
Quizás lo más importante en la vida no sea lo que tienes, sino lo que haces. A veces la respuesta llega de forma inesperada: en un sueño, en una señal pequeña, en gente que te comprende. Mi historia con el saxofón es una historia de pasión, perseverancia y de que nunca es tarde para seguir tu vocación.
Y aunque el mundo cambie y la gente preste menos atención a los detalles, la música perdura. Tiene el poder de unir, de sanar y de inspirar. Me considero afortunado por seguir tocando, por salir a la calle incluso con frío, y ver cómo un poco de esa magia llega a quienes pasan. Porque la música es vida, y mientras pueda expulsar notas a través de mi saxofón, estaré vivo, lleno de energía y alegría.