A los sesenta y nueve años, he comprendido que la mentira más aterradora es cuando tus hijos te dicen «te queremos», cuando en realidad solo quieren tu pensión y tu piso.
«Mamá, hemos estado pensando», comenzó mi hijo Álvaro con cautela, apenas cruzando el umbral de la puerta. Detrás de él, su mujer, Lucía, asentía con energía, como confirmando cada una de sus palabras.
Traía al pasillo un aroma de perfume caro y un regusto amargo a preocupación fingida.
«Esto empieza mal», murmuré mientras cerraba la puerta. «Cuando vosotros dos ‘pensáis’, siempre termina peor.»
Álvaro fingió no oírme. Entró en el salón, observando cada mueble como si calculase su valor. Lucía se afanó con un cojín del sofá aquel que acababa de mover a propósito antes de colocarlo cuidadosamente en su lugar.
«Nos preocupas», dijo ella con falsa dulzura. «Estás sola. Y a tu edad cualquier cosa puede pasar.»
Me hundí en mi sillón favorito, sintiendo bajo los dedos el tejido gastado y familiar. Lo conocía mejor que a mis propios hijos.
«¿Como qué?», pregunté. «¿Una subida de tensión por vuestra ‘preocupación’?»
«Ay, mamá, no empieces», frunció el ceño Álvaro. «Es una gran idea. Vendemos tu piso y nuestro estudio, pedimos un préstamo y compramos una casa en el campo. Con jardín. Estarás con los nietos, respirando aire puro.»
Lo decía como si me ofreciese un billete al paraíso. Los ojos de Lucía brillaban con una sinceridad falsa. Actuaba bien.
Los miré, sus caras, sus gestos repetidos. En sus ojos vi brillar la codicia de un agente inmobiliario ante la venta del siglo. Ni calor, ni honestidad.
Y entonces lo entendí todo. La mentira más cruel es cuando tus hijos dicen «te queremos», pero en realidad solo quieren tu pensión y tu piso.
No sentí tristeza. Era como si todo volviese a su lugar.
«Una casa, dices», susurré. «¿Y a nombre de quién estaría?»
«Pues del nuestro, claro», soltó Lucía antes de morderse la lengua. Álvaro le lanzó una mirada asesina.
«Para ahorrarte papeleo, mamá», añadió rápido. «Nos ocupamos de todo.»
Asentí lentamente, me levanté y me acerqué a la ventana. Afuera, la gente pasaba, ocupada en sus problemas. Y yo, allí plantada, ante una elección: rendirme o luchar.
«Sabéis qué, hijos», dije sin girarme. «Es una idea interesante. Lo pensaré.»
Un suspiro de alivio surgió a mis espaldas. Creían que habían ganado.
«Claro, mamá, tómate tu tiempo», añadió Lucía con voz melosa.
«Pero lo pensaré aquí, en mi piso», contesté, volviéndome hacia ellos. «Será mejor que os marchéis. Seguro que tenéis mucho que hacer. Préstamos que calcular. Planos de casa que revisar.»
Los miré a los ojos, y sus sonrisas se desvanecieron. Entendieron: no era el final. Era el principio.
A partir de ese día, comenzó la «campaña». Llamadas diarias, cuidadosamente orquestadas.
Por la mañana, Álvaro, seco y metódico:
«Mamá, he encontrado un terreno estupendo. Con pinos y un río cerca. ¡Imagina a los niños respirando aire limpio!»
Por la tarde, la voz dulce de Lucía:
«Te haremos una habitación solo para ti, mamá. Con vistas al jardín. ¡Tu propio baño! Llevaremos tu sillón y tu ficus. Todo como te gusta.»
Apretaban cada punto débil: los nietos, la soledad, mi salud. Cada llamada era una obra de teatro donde yo interpretaba a la abuela frágil que necesitaba salvación.
Los escuchaba, asentía y les decía que lo estaba pensando. Mientras, actuaba.
Mi amiga Carmen había trabajado en una notaría. Una llamada, y allí estaba, estudiando todas las opciones.
«Isabel, no firmes nunca una donación», me advirtió. «Te echarán sin remordimientos. Un usufructo vitalicio, quizá. Pero no querrán. Lo quieren todo. Ya.»
Sus palabras endurecieron mi decisión. No era una víctima. Era una superviviente. Y no me rendiría.
El colmo llegó un sábado. Sonó el timbre. Álvaro y Lucía estaban allí con un hombre de traje y una carpeta en la mano.
«Mamá, este es Javier, el agente inmobiliario», dijo Álvaro con tono ligero. «Venía a valorar nuestro piso.»
El hombre entró, escudriñando el salón como un buitre. No veía un hogar. Veía metros cuadrados. Algo vendible.
Algo en mí se rompió.
«¿Valorar qué?», pregunté con voz repentinamente afilada.
«El piso, mamá. Para saber por dónde empezar», respondió Álvaro, abriendo la puerta de mi habitación. «Adelante, Javier.»
El agente dio un paso, pero me interpuse.
«Fuera», dije suavemente. Tan suave que se quedaron paralizados.
«Mamá, ¿qué haces?», balbuceó Álvaro.
«He dicho fuera. Vosotros dos.» Miré a Lucía, pegada a la pared. «Y dile a tu marido que si vuelve a traer a un extraño sin mi permiso, llamo a la policía. Y denuncio por estafa.»
El agente, oliendo el peligro, fue el primero en huir.
«Yo le llamaré», farfulló, escapando.
Álvaro me fulminó con la mirada. La máscara del hijo cariñoso, caída.
«Has perdido la cabeza, vieja loca»
«Todavía no», lo interrumpí. «Pero tú te esfuerzas. Ahora, fuera. Necesito descansar. De vuestro ‘amor’.»
Siguió una semana de silencio. Ni llamadas ni visitas. Sabía que no había terminado. Se estaban reorganizando.
El viernes siguiente, Lucía llamó, su voz goteando falsa contrición.
«Isabel, perdónanos, fuimos estúpidos. Tomemos un café. Como antes. Sin hablar del piso. Solo en familia.»
Sabía que era una trampa. Pero fui.
Me esperaban en una mesa apartada. Un postre intacto en el centro. Álvaro parecía abatido; Lucía le sostenía la mano.
«Mamá, perdóname», murmuró él. «Me equivoqué. Olvidémoslo.»
Pero tras sus ojos bajos, solo vi impaciencia.
«Yo también he pensado», dije con calma, sacando un papel doblado. «Y he tomado una decisión.»
No era un testamento. Era una carta.
«Os la leo: ‘Yo, en pleno uso de mis facultades, declaro que mis hijos Álvaro y su esposa Lucía han intentado obligarme a vender mi hogar. Por pérdida de confianza y preocupación por mi futuro, he decidido’»
Hice una pausa. Los ojos de Álvaro se alzaron, fríos.
«vender el piso.’»
Lucía ahogó un grito. Álvaro se irguió de golpe.
«¿Qué?»
«Sí», confirmé. «Ya tengo compradores. Un matrimonio joven. Esperarán hasta que me mude a una casita en el campo. Solo para mí.»
Shock. Incredulidad. Ira sus caras lo reflejaron todo.
«¿Y el dinero?», espetó Lucía.
«No os preocupéis», sonreí. «Parte al banco, con buenos intereses. El resto lo gastaré. Viajes, quizá un crucero. Al fin y al cabo, solo queréis que sea feliz, ¿no?»
La mandíbula de Álvaro se tens