A los 65 años nos dimos cuenta de que nuestros hijos ya no nos necesitan. ¿Cómo aceptarlo y empezar a vivir para nosotros mismos?

Life Lessons

A los 65 años, nos dimos cuenta de que nuestros hijos ya no nos necesitan. ¿Cómo aceptarlo y empezar a vivir para nosotros?

Tengo 65 años, y por primera vez me enfrento a una pregunta amarga: ¿de verdad nuestros hijos, por los que mi marido y yo lo dimos todo, nos han apartado de sus vidas como un trasto viejo? Tres hijos a los que entregamos juventud, fuerzas y hasta el último céntimo, que recibieron todo lo que quisieron y se fueron sin volver la vista. Mi hijo, Javier, ni siquiera coge el teléfono cuando llamo, y no puedo evitar preguntarme: ¿habrá alguno que nos alcance un vaso de agua cuando ya no podamos con nosotros? Esa idea me atraviesa el corazón como un puñal y solo deja vacío.

Me casé a los 25 en un pueblecito cerca de Toledo. Mi marido, Antonio, era mi compañero de clase, un romántico cabezota que pasó años intentando llamar mi atención. Hasta se unió a la misma universidad para estar cerca. Un año después de una boda humilde, me quedé embarazada. Nuestra primera hija, Lucía. Antonio dejó los estudios para trabajar, y yo cogí un año sabático. Fueron tiempos duros: él se partía el lomo en la obra desde el amanecer, y yo aprendía a ser madre mientras intentaba no suspender los exámenes. Dos años después, otro embarazo. Tuve que pasarme a la nocturna, y Antonio dobló turnos para mantenernos.

A pesar de todo, salimos adelante y criamos a dos hijos: Lucía y Javier. Cuando Lucía empezó el colegio, por fin encontré trabajo en mi campo. La vida mejoró: Antonio consiguió un puesto fijo con buen sueldo, y arreglamos la casa. Pero justo cuando respiramos, descubrí que esperaba a la tercera, Sofía. Otro golpe. Antonio se dejó la piel para sacarnos adelante, y yo me quedé en casa con la pequeña. Aún no sé cómo lo logramos, pero poco a poco recuperamos el equilibrio. Cuando Sofía entró en primaria, sentí un alivio inmenso, como si me hubieran quitado un peso de encima.

Pero las pruebas no terminaron. Lucía, nada más entrar en la universidad, anunció que se casaba. No la detuvimosnosotros también nos casamos jóvenes. La boda, ayudarles con el piso nos dejó sin ahorros. Luego Javier quería su propio apartamento. ¿Cómo decirle que no? Pedimos un préstamo y se lo compramos. Por suerte, encontró trabajo en una gran empresa, y pudimos relajarnos. Pero Sofía, en su último año de instituto, nos soltó que quería estudiar en el extranjero. Fue un mazazo para la cartera, pero apretamos los dientes, reunimos el dinero y la enviamos lejos. Se fue, y nos quedamos solos en una casa vacía.

Con los años, los hijos aparecían cada vez menos. Lucía, aunque vivía en nuestra ciudad, venía cada seis meses, esquivando invitaciones. Javier vendió su piso, se compró uno en Madrid y casi nunca volvíauna vez al año, con suerte. Sofía, al terminar sus estudios, se quedó fuera, construyendo su vida allí. Les dimos todotiempo, salud, sueñosy al final, para ellos, somos aire. No les pedimos dinero ni ayuda, ¡Dios nos libre! Solo unas migajas de cariño: una llamada, una visita, una palabra amable. Pero ni eso. El teléfono calla, la puerta no se abre, y en el pecho crece un frío silencio.

Ahora, mirando por la ventana la lluvia de otoño, pienso: ¿esto es todo? ¿De verdad estamos condenados al olvido después de entregarles cada aliento? Quizá sea hora de dejar de esperar que se acuerden de nosotros y volvernos hacia nosotros mismos. A los 65, Antonio y yo estamos en una encrucijada. Por delante, lo desconocido, pero más allá, brilla una esperanza de felicidadnuestra, no de otros. Toda la vida nos pusimos los últimos. ¿No somos dignos de un poco de alegría? Quiero creer que sí. Quiero aprender a vivir de nuevo, para nosotros dos, mientras nuestros corazones sigan latiendo. ¿Cómo aceptar este vacío y encontrar en él luz? ¿Qué opináis?

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