A los 65 años me di cuenta de que lo más aterrador no era quedarse sola, sino rogar a tus hijos que te llamen, sabiendo que eres una carga para ellos.
Mamá, hola, necesito tu ayuda urgente.
La voz de su hijo en el teléfono sonaba como si estuviera hablando con un empleado molesto, no con su madre.
Nuria Martínez se quedó inmóvil con el mando en la mano, sin encender las noticias de la tarde.
Adrián, hola. ¿Ha pasado algo?
No, nada grave respondió él con un suspiro impaciente. Es que Eva y yo hemos pillado un viaje de última hora, salimos mañana temprano.
Y no tenemos con quién dejar a Thor. ¿Puedes cuidarlo?
Thor. Un enorme dogo alemán que, en su pequeño piso, ocupaba más espacio que el armario del salón.
¿Cuánto tiempo? preguntó Nuria con cautela, aunque ya sabía la respuesta.
Pues, una semana. O dos. Depende. Vamos, mamá, ¿quién si no tú? Llevarlo a una residencia canina sería una crueldad. Ya sabes lo sensible que es.
Nuria miró su sofá, recién tapizado con una tela clara. Había ahorrado durante meses para renovarlo, privándose de pequeños lujos. Thor lo destrozaría en dos días.
Adrián, es que no me viene bien. Acabo de terminar de arreglar la casa.
Mamá, ¿qué arreglos? su voz goteaba irritación. ¿Has cambiado las cortinas?
Thor es muy educado, solo llévalo a pasear. Eva me llama, tenemos que hacer las maletas. Te lo dejamos en una hora.
Silencio.
Ni siquiera le preguntó cómo estaba. No la felicitó por su cumpleaños, la semana pasada. Sesenta y cinco años.
Había esperado su llamada todo el día, preparó su ensalada especial, se puso un vestido nuevo. Sus hijos prometieron visitarla, pero no aparecieron.
Adrián le envió un mensaje rápido: *”Feliz cumple, mamá. Estamos hasta arriba de trabajo.”* Lucía ni eso.
Y hoy: *”necesito tu ayuda urgente.”*
Nuria se dejó caer en el sofá. No era por el perro, ni por el tapizado arruinado.
Era por esa humillante sensación de ser solo una función. La guardería gratis, el servicio de emergencia, el último recurso. Una madre-función.
Recordó cuando, años atrás, soñaba con que sus hijos fueran independientes.
Ahora entendía que lo más aterrador no era la soledad en un piso vacío. Sino esperar una llamada con el corazón encogido, sabiendo que solo importas cuando te necesitan.
Rogar por su atención, pagando con tu comodidad y dignidad.
Una hora después, el timbre sonó. Adrián estaba en la puerta, sujetando a Thor, que entró como un huracán, dejando huellas embarradas en el suelo recién fregado.
Mamá, aquí tienes su comida y juguetes. Pasealo tres veces al día, ya lo sabes. ¡Vamos que perdemos el vuelo! Le soltó la correa, le dio un beso rápido y desapareció.
Nuria se quedó en medio del recibidor. Thor ya olisqueaba las patas de la mesa.
Desde el salón llegó el sonido de tela rasgándose.
Miró el teléfono. ¿Llamar a Lucía? A lo mejor ella entendía. Pero su dedo se congeló sobre la pantalla.
Lucía no llamaba desde hace un mes. Seguro que también estaba ocupada. Tenía su vida, su familia.
Y entonces, por primera vez, Nuria no sintió rabia. Solo algo frío, claro. Una certeza. Basta.
La mañana empezó con Thor saltando sobre la cama y dejando dos huellas de barro del tamaño de un plato en el edredón blanco.
El sofá tenía tres rasgaduras nuevas, y su ficus de cinco años yacía en el suelo, mordisqueado.
Nuria se tomó un tranquilizante directo del frasco y llamó a Adrián. No contestó enseguida.
Se oían olas y risas de fondo.
Mamá, ¿qué pasa? ¡Aquí es genial, el mar está brutal!
Adrián, lo del perro. Está destrozando el piso. No puedo con él.
¿Cómo? sonó sinceramente sorprendido. Nunca hace eso. ¿Lo encierras? Necesita espacio. Mamá, no empieces, ¿vale? Acabamos de llegar. Pasealo más y se calmará.
¡Lo he paseado dos horas esta mañana! Casi me tira. Adrián, por favor, vente a buscarlo.
Silencio. Luego, su voz se endureció.
¿En serio? Estamos en la otra punta del mundo. Tú aceptaste. ¿Quieres que cancele nuestras vacaciones por tus caprichos? Qué egoísmo, mamá.
La palabra *”egoísmo”* le cortó el aliento. Ella, que vivió por ellos, era la egoísta.
No son caprichos, es que
Mamá, Eva trae cócteles. Diviértete con Thor. Un beso.
Tonos de llamada.
Sus manos temblaban. Decidió llamar a Lucía.
Luci, hola.
Mamá, ¿es urgente? Estoy en una reunión.
Sí. Adrián me dejó su perro y se fue. Es incontrolable.
Lucía suspiró.
Mamá, si Adrián te lo pidió, era necesario. ¿Tan difícil es ayudar a tu hijo? Somos familia. Si rompió el sofá, compra otro. Adrián te lo pagará. Quizá.
¡No es el sofá! ¡Es cómo lo hacen!
¿Querías que se arrodillara? Estás jubilada, tienes tiempo. Qué drama.
Colgó.
*Familia*. Qué palabra tan extraña.
Para ella, era un grupo que solo te recuerda cuando necesita algo, y te llama egoísta si no accedes.
Esa noche, la vecina del bajo llamó furiosa.
¡Nuria! ¡Ese perro lleva tres horas aullando! ¡Llama a la policía si no lo callas!
Thor ladró, como confirmándolo.
Nuria cerró la puerta. Miró al perro, el sofá, el teléfono. Algo dentro de ella se endureció.
Siempre intentó razonar. Pero sus argumentos chocaban contra un muro de indiferencia.
Cogió la correa.
Vamos, Thor.
Paseando por el parque, cada tirón de la correa le recordaba las palabras de sus hijos: *”egoísmo”*, *”tienes tiempo”*, *”¿tan difícil?”*
De pronto, vio a Pilar, una excompañera.
¡Nuria! ¡Cuánto tiempo! ¿Paseando al nieto? señaló a Thor.
Es el perro de Adrián.
¡Ah, claro! rió Pilar. Tú siempre resolviendo. Yo me voy la semana que viene a Sevilla, ¡a clases de flamenco! ¿Te imaginas? Mi marido me dijo: *”Vete, te lo mereces.”* ¿Tú cuándo descansas?
La pregunta quedó en el aire. Nuria no recordaba.
Pareces agotada dijo Pilar. No cargues con todo.
Tus hijos son adultos. Si no, acabarás criando a sus mascotas mientras la vida pasa.
Esas palabras fueron un detonador. Nuria se detuvo.
Miró a Thor, sus manos aferradas a la correa, los edificios grises.
Y supo que no podía más.
Sacó el teléfono. Buscó: *”mejor residencia canina Madrid”*.
El primer resultado mostraba instalaciones de lujo: piscina, peluquería, entrenadores. Y precios que la dejaron sin aliento.
Llamó.
Hola. Quiero reservar. Para un dogo. Dos semanas. Con