Querido diario,
Hoy cumplo sesenta años y, aunque ya llevo cinco años de casado, aún me cuesta creer que me uní en matrimonio a los cincuenta y cinco. En mi tiempo, nada es imposible; lo sorprendente es que este es mi primer matrimonio y también el de mi marido. Jamás pensé que volvería a dar el sí, pero la vida, con su sabor a buen jamón, tiene sus sorpresas.
En mi juventud, antes de los veinte, una mujer a la que adoraba, llamada Lucía, me abandonó cuando estaba embarazada de cinco meses. Al principio, la desesperación me llevó a pensar que todo estaba acabado, pero junté valor y juré que nunca volvería a entregarme en matrimonio. No quería que otro hombre, como un gato escurridizo, se escapara cuando la cosa se pusiera difícil.
Así mantuve mi promesa. Mi hija salió del caserío, tuvo niños, y yo, como un burro obstinado, seguí la vida solo, creyendo que los hombres ya no buscaban pareja. Pero mi carácter terco no permite abandonar lo que me propongo; si decido algo, lo cumplo al pie de la letra. Esa soledad me fue moldeando, convirtiéndome en una persona ruda y sin el encanto propio de una mujer.
Sin embargo, el destino es caprichoso y, a mi modo de ver, una dama traviesa. Cuando me jubilé, me dediqué a la huerta, como hacen muchos pensionistas. Heredé una casita de campo en la sierra de Granada con un pequeño solar. Viajo en el AVE desde Málaga, y para que el trayecto de una hora y media sea más ameno llevo siempre el crucigrama del Diario de Madrid.
Una mañana, en la estación de Córdoba, se subieron al vagón una pareja y un anciano de estatura diminuta. El silencio reinaba, hasta que escuché la voz queda de la mujer:
Javier, vamos a casa de los niños, ayúdanos dijo, como pidiendo permiso a su marido.
El hombre, con voz tronante, respondió:
¿Qué quieres, niña, que me arrastre a rastras por estos tontos?
El intercambio fue tan áspero que mis ojos se posaron en el rostro furioso del anciano que, para mi sorpresa, no era otro que el mismo Javier que me había dejado embarazado años atrás. Su aspecto, aunque arrugado y lleno de rabia, seguía siendo imponente. No me reconoció, pero al notar mi mirada lanzó:
¡¿Qué miras, imbécil?! ¡Quita los ojos de delante o te los clavo!
Quedé paralizado; mis extremidades no respondían al temor ni a la sorpresa. Entonces, el anciano de baja estatura se plantó entre Javier y yo, con voz firme y decidida:
Si sigues menospreciando a las mujeres, tendrás que enfrentarte a mí. Un hombre que trata así a las damas es una mierda para mí ¡Te voy a dar una paliza que ni el toro del Tajo!
Mi corazón dio un salto. ¿Qué “paliza”? ¡Javier la aplastaría con un dedo! Justo cuando estaba a punto de replicar, Javier se encogió, cruzó los brazos y murmuró algo incomprensible. Fue entonces cuando comprendí que aquel “héroe” solo mostraba su fuerza frente a las mujeres, pero se acobardaba ante un verdadero hombre valiente.
Al salir de la estación tras dos paradas, la tristeza me embargó y las lágrimas comenzaron a correr. El anciano me miró con una sonrisa y, con voz cálida, dijo:
Ni una lágrima arruinará tu bonita cara.
Ese hombre ya no era un simple “viejito feo”. Se presentó como Federico García, exmilitar retirado, y fue él quien me tendió la mano. Así conocí a mi futuro cónyuge, un esposo que llegó tarde pero con el corazón lleno de amor.
Desde entonces, Federico y yo vivimos felices. La vida, sabia, coloca cada pieza en su sitio, sin importar la edad. El otoño de la vida también puede llenarse de amor y alegría.
Lección personal: no importa cuántas estaciones hayas cruzado; siempre hay tiempo para que el corazón vuelva a latir con fuerza.







