12 de octubre de 2024
Querido diario,
Esta mañana la cocina de nuestro piso en el centro de Madrid se convirtió en campo de batalla. Mi mujer, Begoña, intentaba cortar una cebolla para el pastel de carne al estilo francés que lleva más de una hora horneándose bajo una capa de mayonesa y queso. Mientras ella decía que “la cebolla quedará tierna, no crujirá en los dientes de Sergio”, la voz de mi madre, Doña Galia Fernández, se alzó como una máquina de coser que atraviesa la cabeza.
¡Begoña, quién te crees que eres cortando la cebolla como si fuera alimento para cerdos! exclamó, y sus collares de ámbar resonaron como un cascabel pesado. ¡Llevas treinta y cinco años alimentando a tu hijo con esas cosas! añadió, tomando el cuchillo con determinación.
Yo, Sergio, conté mentalmente hasta cinco y, con una sonrisa forzada, devolví el utensilio a su sitio.
Doña Galia, es cebolla para la carne al estilo francés. Se horneará durante una hora y media y quedará casi fundida. Llevo diez años preparándola y a Sergio siempre le piden más.
¡Diez años! replicó la anciana, gesticulando y haciendo sonar sus enormes cuentas. Yo la he estado dándole a mi hijo desde que tiene cinco años. Su estómago es delicado, no puede con esa crudeza. Dame el cuchillo.
Se acercó a la tabla como quien se dispone a iniciar una verdadera faena culinaria, pero yo la detuve suavemente.
Doña Galia, no es necesario. Yo me ocupo. Usted es invitada. Vaya a la sala, allí está el televisor y su serie. Hoy es mi cumpleaños y quiero servir la cena yo misma.
Doña Galia apretó los labios hasta convertirlos en una delgada línea; en sus ojos se leía la mezcla de ofensa y una férrea determinación.
¿Invitada? Entonces, ¿qué? ¿Ya no puedo ayudar a mi propio hijo? se quejó, mientras señalaba a mi esposa. Si llegaran los padrinos y la tía Nerea y ven la cebolla en trozos, dirán: «¡Miren la navaja que ha criado Doña Galia!».
Yo, Begoña, recordé las palabras de mi madre, que siempre me enseñó que la cocina del marido tiene su propio reino.
Mi madre me crió respondí con firmeza, tomando el cuchillo. Me enseñó que la anfitriona debe tener su espacio.
Doña Galia bufó y se acercó a la ventana, rozando el alféizar como quien revisa el polvo. Yo sabía que, si no encontraba polvo, pronto señalaría una mancha en la cortina o una gota de agua en el cristal.
El ambiente, que hace una hora estaba perfumado por el aroma del pastel de carne y la expectativa de la fiesta, se volvió tan denso como una nube de tormenta. Yo, Sergio, escuchaba desde el salón, pero elegí la estrategia del avestruz: no intervenir, a ver si la tormenta se disipaba sola. No me gustan los enfrentamientos, sobre todo cuando tengo que elegir entre dos mujeres que significan tanto para mí.
Begoña siguió picando la cebolla, intentando no mirar mi espalda. La cocina es su castillo, su santuario; allí, entre tarros de especias, cacerolas relucientes y la batidora que zumba, encuentra la paz después de una jornada agotadora en el banco. Conoce cada ingrediente como a un viejo amigo y odia cuando alguien invade ese ritual.
Doña Galia, incapaz de permanecer en silencio, volvió a la voz desde la ventana.
Begoña, ¿has marinado la carne? preguntó. Anoche te llamé para que le echaras vinagre. Sin vinagre la carne queda dura.
La mariné con kéfir, hierbas y limón contesté. El vinagre reseca la fibra, Doña Galia; con kéfir queda tierna.
¡Con kéfir! exclamó. ¿Quién pondría kéfir a la carne? ¡Eso es una catadura! Deberías haber escuchado mis recetas del viejo recetario.
Yo, Begoña, mentí discretamente: «lo dejé en el cajón». El recetario que proponía cubrir la carne con mayonesa y vinagre lo tiré sin dudar.
Doña Galia se acercó a la cocina donde hervía una salsa para pescado y, sin que yo pudiera reaccionar, tomó una cuchara y se la llevó a la boca.
¡Qué asco! gritó. ¿Has puesto sal? ¿Estás a dieta?
Yo sentí que el impulso de lanzar todo el utensilio al suelo me consumía, pero recordé que era mi cumpleaños y que llegarían familiares y amigos. No podía arruinar la velada.
Es una bechamel, lleva nuez moscada y parmesano dije, marcando cada palabra con precisión. El parmesano ya es salado por sí mismo; aun no le he añadido queso. Por favor, deje la cuchara.
Nuez moscada parmesano parodió. ¿Qué es eso? La gente quiere comida sencilla: patatas, anchoas. Tú siempre con tanto glamour. Déjame salar, que no quiero que la mesa quede sin condimento.
Al intentar salar, Begoña intercedió y, en el forcejeo, mi madre arrancó la mano, con los ojos llenos de indignación.
¡No! grité, elevando la voz. No pedí ayuda. Doña Galia, le pido por décima vez: salga de la cocina y déjeme terminar sin interrupciones.
Doña Galia, furiosa, gritó al corredor:
¡Sergio! ¡Ven aquí y mira cómo tu mujer y tu madre se tiran los trapos sucios en la cocina!
Yo entré, con la cara pálida y los ojos que hablaban de culpa y miedo.
Mamá, Begoña, ¿qué pasa? pregunté. Es mi cumpleaños, se oye por todo el edificio.
¡Dile a ella! incitó Doña Galia. Le doy consejos para salvar la carne, y ella me echa a un lado diciendo «vete allá».
No he dicho «vete allá», solo le he pedido que salga de la cocina y no me moleste corrigió Begoña con frialdad.
¿Escuchas? insistió mi madre. Yo te crié, te enseñé a hacer el caldo cuando se casaste. ¡Si no fuera por mí, seguiríais comiendo experimentos!
Yo, Sergio, raspé la nuca y dije:
Begoña, en serio tu madre quiere lo mejor. ¿No deberías escucharla? Solo le pides que salpique un poco, no es gran cosa.
Begoña me miró como si fuera la primera vez que la veía, su decepción tan profunda que me hizo retroceder.
¿Crees que es normal que en mi casa, en mi cocina, en mi cumpleaños, no pueda dar un paso sin que me critiquen cada trozo de cebolla? susurró. ¿Que metan la cuchara sucia en mi salsa?
¿Cuchara sucia? exclamó Doña Galia. ¡Yo la probé!
Ese comentario me estremeció.
Sergio, llevo cinco horas preparando la mesa. Estoy exhausta. Si tu madre no se marcha ahora, apagaré todo, tiraré la comida y pediremos pizza, o me iré a casa de una amiga. Tú decides.
¿Por qué tantos ultimátums? balbuceé. Mamá, vamos a la habitación, por favor. Déjala.
¡No! exclamó Doña Galia, adoptando la postura de la samovar. No dejaré que los invitados se enfermen por mi culpa. Yo terminaré todo. Se volvió a Begoña. Tú, ve a vestirte. No sirves de mucho, solo transportas productos. Dame el delantal.
Aquella invasión de mi espacio personal me dejó helado. El silencio que siguió fue ensordecedor; sólo se oía el burbujeo de la salsa y el zumbido del frigorífico.
¿Qué dijiste? repitió Doña Galia con incredulidad.
Me dije a mí mismo: márchate ahora mismo respondí con voz de acero.
El silencio se hizo más denso.
¿Begoña, qué haces? preguntó mi madre, pálida. Los invitados llegan pronto
Exactamente por eso le dije a mi esposa. No quiero discusiones delante de los invitados. Si ella se queda, lo hará. Comentará cada plato, dirá a mis padres que soy torpe y salaré la comida de los comensales. He aguantado esto cinco años, Sergio. Cinco años en silencio por tu tranquilidad. Hoy es mi cumpleaños y quiero regalarme una noche sin reproches.
¿Me echas de casa? sollozó Doña Galia. ¿A mi propia hija?
Este es nuestro hogar, Doña Galia. Yo soy el dueño aquí. La respeto como madre de Sergio, pero no como mi igual en la cocina. Mi paciencia ha llegado al límite. Por favor, váyase; llamaremos a un taxi.
¡Sergio! ¿La dejas así? gritó la madre, señalándome. ¡Me avergüenza!
Yo, atrapado entre dos llamas, vi la determinación de Begoña y supe que, si no la apoyaba, perdería algo esencial. Recordé aquella salsa que mi madre había arruinado hacía una semana y el sabor amargo que quedó.
Mamá, Begoña tiene razón. Has pasado el paso. Lo siento, pero no puedo seguir permitiendo que intervengas. Llama a casa, lleva tus medicinas; pero hoy, dejemos que Begoña dirija.
Doña Galia, temblorosa, miró a su hijo y, por primera vez en treinta y cinco años, se percibió una grieta en su autoridad.
¡Pues bien! exclamó, lanzando el delantal al suelo. ¡Que os alimenten con vuestra kislya!
Se marchó furiosa, golpeando la puerta con los tacones y gritando que tomaría el autobús. El ruido resonó en el pasillo.
Yo me quedé allí, tembloroso, mientras Begoña recogía el delantal del suelo, sus manos temblorosas pero firmes.
¿Cómo estás? me preguntó, sin alzar la voz.
No lo sé respondí. Lamento que todo haya terminado así. No quería herirla.
No la heriste, estableciste límites. Era hora. Me abrazó, apoyando su cabeza en mi hombro. ¿De verdad lo crees o solo lo dices para consolarme?
Lo creo. La he visto manipular. Siempre ha sido la jefa. Yo aprendí a aguantar, pero ahora ya no.
Me levantó el delantal, lo sacudió y me lo entregó.
Ponlo, el pescado aún no está listo. ¿Qué más necesitas? Puedo pelar patatas, pero muestra cómo cortar la cebolla o terminaré haciendo comida para cerdos.
Reí nervioso.
Yo pico la patata dije. Trae el vino y abre la ventana, que necesitamos aire.
Durante las dos horas previas a la llegada de los invitados, trabajamos en equipo, él sirviendo pan, colocando vasos y yo revisando la salsa. La atmósfera cambió; la pesadez desapareció y la cocina volvió a ser mi refugio.
Cuando llegaron los familiares mis padres, mi hermana y sus amigos la mesa estaba impecable: el pastel de carne al estilo francés, la bechamel sobre el pescado, ensaladas de colores vivos.
¿Dónde está Doña Galia? preguntó mi madre, Verónica, mirando la mesa. Pensábamos que ya estaba ayudando.
Tu madre tuvo una presión arterial alta respondí rápido. Decidió reposar en casa. Le mandamos saludos.
Verónica asintió, pero en sus ojos percibí la comprensión de quien conoce bien a la suegra.
La cena transcurrió sin sobresaltos. La carne marinada en kéfir se deshacía al cortarla, la salsa de pescado tenía la textura perfecta y nadie reclamó falta de sal.
¡Begoña, eres una maga! exclamó el cuñado, mientras se servía la tercera porción. Sergio tiene suerte, en casa no se cocina así.
Yo sonreía, disfrutando los elogios, pero la verdadera victoria era interior: había defendido mi espacio sin romper la familia.
Al final de la noche, cuando los invitados se marcharon y el lavavajillas zumbaba, Begoña se sentó a mi lado.
¿Ha escrito ya la madre? me preguntó, mirando su móvil.
Sí, un mensaje: Presión 160, tomo pastillas. Gracias por el detalle. Respondí. ¿La llamas mañana?
Quizá mañana. Hoy no, dejémosla enfriar. Por cierto, ¿cambiamos la cerradura?
¿Por qué? inquirí. Tiene llaves, siempre entra cuando no estamos, poniendo orden. Antes callaba, ahora entiendo que también es una invasión de límites. Si vamos a construir un muro, que sea firme.
Le apoyé la cabeza.
Vamos a cambiarla.
Un mes después, Doña Galia volvió a llamarme para pedir que le lleváramos los medicamentos. La relación quedó más distante, pero honesta. Cuando nos visitó, se quedó a la puerta de la cocina, inhaló el aroma y, sin decir nada, pasó a la sala.
Le serví té y un trozo de tarta que había horneado. Ella lo probó, miró por la ventana y comentó:
La masa está un poco seca, faltaría más mantequilla. Y los huevos deberían batirse mejor.
Yo sólo sonreí y bebí mi té.
A Sergio le gusta dije tranquilamente. Y a mí también. Eso es lo que importa.
Su mirada se suavizó; el respeto surgió donde antes había autoridad.
Hoy, al cerrar el día, entiendo que la felicidad de una familia no depende de quién sostiene la cuchara, sino de quién sabe decir «basta» cuando el respeto se quiebra.
**Lección:** en el hogar, como en la vida, establecer límites claros no es egoísmo, es amor propio y cuidado de los que nos rodean. Sólo cuando aprendemos a decir «no» sin culpa, podemos vivir en armonía.







