Querido diario,
¡Anda, Begoña, si no sabes dónde gastar el dinero, mejor dáselo a tu hermano! exclamó mi madre, con la voz tan aguda que casi se me rompía el oído. Doce mil euros para el alimento, ¡y lo gastas en esos maullidos!
Begoña dejó su copa sobre la mesa, apretando los labios. Los parientes la asediaban tanto que ella ya ni quería celebrar su cumpleaños ni conversar con ellos.
Carmen, basta de comerle la cabeza a la niña intervino mi padre, intentando calmar la tormenta. ¿Qué fiesta es esta?
Una fiesta, claro bufó mi madre, burlona. Y luego mis nietos volverán a dormir en la habitación de la pensión del edificio, junto a los vecinos borrachos, y yo seguiré rezando para que nada les pase. Si tú, Begoña, le entregaras esos doce mil euros a tu hermano, él podría alquilar un piso y no una habitación. Tus gatos podrían vivir con comida sencilla, sin que tengas que comprarles té de lujo.
Mamá protestó Begoña esos gatos los adopté porque quería. Soy responsable de ellos. Y Miguel, mi hermano, ya tiene treinta y cinco años; él debe hacerse cargo de su vida y de la familia que, si quiere, ha formado conscientemente.
Miguel frunció el ceño, se recostó en el sofá y se dio la vuelta, como si fuera a desaparecer.
¡Y tú también tienes familia! alzó la voz mi madre. Tus sobrinos, tus hermanos y si quieres más gatos en la calle, toma los que quieras. Nosotros los hemos alimentado con papilla y conservas toda la vida y nada ha pasado. Tú los tratas como niños. ¿No quieres tener hijos? ¿Prefieres pasar la vejez como una ermitaña? ¡Pues adelante! Pero no puedes mimar a esos gatos mientras tus sobrinos solo reciben dulces en los festines.
La paciencia de Begoña se quebró. Los años de desprecio, de menosprecio, de sentir que sus sentimientos no valían nada, estallaron en lágrimas que corrían por sus mejillas.
Estos gatos son mejor que una familia soltó entre sollozos. Me quieren sin condiciones, sin exigencias. Y nunca me reprocharán que quiera vivir mi vida a mi modo.
No podía aguantar más. Se dio la vuelta, corrió al dormitorio y cerró la puerta con un golpe que resonó en toda la casa.
Ya veremos cómo te quieren cuando dejes de comprarles esos cachivaches le gritó mi madre tras ella. El mundo ha cambiado. ¿Cómo pueden los gatos valer más que los padres?
Mi madre siguió reclamando, pero Begoña intentó no oírla. Se tiró sobre la cama y cubrió su cabeza con la almohada, ahogando los gritos ajenos. Miguel, como siempre, se escabulló detrás de su falda, evitando el conflicto.
Los recuerdos de la infancia de Begoña eran vagos, como borrados por el tiempo, pero jamás olvidarían el pastel de frambuesa que mi madre preparó para su quinto cumpleaños porque Miguel lo había pedido, aunque ella había preferido chocolate con velas.
Para mi hombre más querido dijo mi madre con una sonrisa forzada el trozo más grande. A ti, niña, una porción más pequeña; hay que cuidar la figura desde pequeña.
A Miguel siempre le tocaba lo mejor: juguetes, viajes, regalos, atención. Mi madre lo miraba con adoración, con esperanza, con un suave orgullo. Begoña, en cambio, parecía sólo un añadido al hermano.
Yo, Antonio, solía respirar hondo en esos momentos, pero rara vez intervenía. Creía en la familia tradicional: la mujer en casa con los niños, el hombre trabajando.
Cuando Begoña creció, pasaba casi todo el verano conmigo y mi madre en la casa de campo. Miguel, por su parte, se divertía con sus amigos. Si mi madre le pedía ayuda, él siempre se excusaba con una migraña. Begoña, sin embargo, debía ayudar en casa mientras Miguel hacía lo de hombre.
A veces intentaba mi padre meter mano en la educación, pero siempre llegaba demasiado tarde.
¿Quieres criar a un incapaz doméstico? susurraba a mi madre, a solas. ¡Basta de consentirlo! Un hombre normal debe saber lavar sus calcetines, tender su cama y cocinar, al menos para sí mismo.
No lo veo haciendo eso replicó mi madre. Déjalo vivir tranquilo mientras está con nosotros.
¿Y después? preguntó mi padre. No aprenderá nada con un simple apretón de dedos.
Entonces será su esposa quien lo haga contestó mi madre. Si ella no quiere cuidar a un adulto como a un niño, entonces no lo necesitaremos.
Y así, cuando Begoña aún era una adolescente, Miguel trajo a casa a una joven de ojos grandes y soñadores, llamada Alicia. Al principio solo pasaban las tardes, después las noches, y finalmente se quedó de forma permanente.
Cuando mi madre intentó hablar con Begoña sobre el tema, le dijo:
Hija, no te enfades, pero los jóvenes necesitan su espacio. Tú vivirás en la habitación de Miguel, y él se mudará contigo.
Ese arreglo destrozó a Begoña. Su habitación, su refugio, sus libros y carteles, todo le fue arrebatado. La habitación de Miguel era amplia pero sin privacidad.
Mamá, pero esa es mi habitación. La he usado siempre…
Técnicamente no es tuya, es la nuestra, la de tu padre y yo, en el piso que compartimos con él. La estás usando solo temporalmente. No dramatices. Hay cama, hay escritorio ¿qué más necesitas?
Begoña quedó muda unos segundos; esas palabras le decían que no tenía nada suyo allí.
Mi padre intentó defenderla:
No toques al niño dijo, intentando calmar la situación. Los jóvenes pueden quedarse o irse si no están contentos.
¿Quieres que tu hijo salga a la calle a dormir? gritó mi madre. ¡No, no! ¿Y si le ocurre algo? ¡No lo perdonaré!
Ante los gritos de mi madre, mi padre se rindió. Ese día Begoña tuvo que trasladar sus cosas a otra habitación.
Su vida se volvió una serie de humillaciones: Miguel se burlaba de sus carteles, mi madre husmeaba sus mensajes en el portátil, y la futura cuñada se llevaba su maquillaje sin permiso. Se sentía un intruso en su propia familia.
Al final, Begoña huyó a casa de la abuela, una viuda ciega de un ojo que se movía con dificultad. Mejor cuidarla a ella que ser un mueble sin voz en una casa donde nunca tenía sitio.
Mi abuela había sido veterinaria hasta la jubilación. Amaba a los animales, siempre llevaba consigo un poco de comida, pero no dejaba entrar a nadie en su casa.
No quiero que la gente se encariñe conmigo decía y yo tampoco quiero encariñarme. No tengo recursos para comprar medicinas, y los animales son una responsabilidad. Si los tomas, aliméntalos y cuídalos; si no, no los tomes.
Vivieron juntas casi diez años, y Begoña, mientras trabajaba y estudiaba, decidió seguir los pasos de la abuela y estudiar veterinaria.
Cuando la abuela falleció, la casa quedó a Begoña. Parecía que la vida iba a ser más sencilla, pero la soledad la devoraba. Tenía amigos, pero cada uno con su familia y ocupaciones. Anhelaba a alguien que la abrazara.
En su mente, la palabra familia estaba ligada al dolor. Los animales eran otra cosa. En su apartamento había dos gatos: Misu, que adoptó cuando era un gatito incapaz de ponerse de pie, y Gordito, que tomó un año después porque Misu se aburría solo.
Los gatos enfermaron; a uno le fallaron los riñones, al otro el estómago. Los alimentos veterinarios eran caros, pero Begoña asumió la responsabilidad. Los mimos y el ronroneo de los felinos le parecían un pequeño precio.
Miguel, sin embargo, no compartía su visión. Un día trajo una rata a la casa, porque les habían pedido una mascota a los niños y la rata era la opción más barata. Nadie pensó en su cuidado y el roedor enfermó. Mientras Begoña intentaba explicarle que la jaula debía ser tres veces mayor, llegó un mensajero con alimento para los gatos.
Son doce setenta euros anunció el mensajero al entrar.
Miguel levantó una ceja y, tras cerrar la puerta, comentó:
¿Doce? Eso es un tercio de mi salario. ¿Le han metido oro?
Miguel nunca logró ahorrar para su propio piso. Tras el nacimiento de su primer hijo, se mudó con su familia a una habitación alquilada en una comunidad, y allí tuvo a su segundo hijo.
Son alimentos para veterinario respondió Begoña con calma. Y con descuento.
Miguel negó con la cabeza, pero no siguió el tema. En el cumpleaños de Begoña, mi madre se presentó con un regalo inesperado.
Begoña quedó sola en silencio; los parientes se habían ido y, sinceramente, le alegré un poco. No tenía muchas ganas de pasar el día con ellos, pero ir contra la tradición siempre es difícil.
Misu, su primer gato, percibió su ánimo y se acercó, rozó su mejilla con el hocico húmedo y empezó a ronronear. Gordito vino tras él, lamiendo sus puños apretados. Su ronroneo fue disipando la tensión. No sabían hablar, pero en ellos Begoña halló el apoyo incondicional que su familia nunca le dio.
Sonó el teléfono: era mi padre.
Begoña, perdona lo que ha pasado dijo cansado. No entiendo mucho lo de los gatos, no es lo mío. Pero tampoco es correcto meterse en tu bolsillo.
Sus palabras fueron como una curita sobre una llaga. No me juzgó, no defendió a mi madre, pero quizás si hubiera participado más en la vida familiar, nada de esto habría ocurrido. Le agradecí.
Más tarde, llamó Kike, su mejor amigo.
¡Feliz cumpleaños! ¿Cómo lo has pasado?
Begoña respondió con un gracias, bien ahogado. Kike, que la conocía bien, comprendió al instante.
No te desanimes. Vuelvo en una hora colgó y, una hora después, irrumpió en el piso con su marido Antonio y dos amigas, cargando cajas de pizza, botellas de vino y, lo mejor de todo, una enorme torre de rascadores para gatos.
Para tus peludos, que no se aburran exclamó Kike.
La fiesta fue un caos alegre; los gatos se escondieron bajo la cama, pero pronto volvieron a salir. Risas, abrazos, brindis tontos y una tarta improvisada llenaron la noche. Los invitados se fueron mucho después de la medianoche; Kike se quedó a limpiar.
¿Te sientes mejor? le preguntó en voz baja.
Begoña sonrió sin querer.
Sí, gracias. Sois los mejores.
Misu dormía en su colchón bajo la mesa, Gordito en una silla. La torre de rascadores se alzaba orgullosa en el salón. Kike, que debía ir a trabajar al día siguiente, ayudaba a lavar los platos.
En ese momento comprendí que la familia es importante y bonita siempre que tengas suerte de encontrarla. Yo no la tuve, pero aprendí que, cuando la sangre no basta, se puede construir una nueva familia con quienes ronronean al oído cuando lloras, con quienes irrumpen en tu casa a medianoche sabiendo que te sientes mal. Esa familia, forjada por amor y no por obligación, resulta mucho más fuerte que cualquier vínculo de sangre.
He aprendido que la verdadera familia no siempre se escribe en el árbol genealógico, sino en los corazones que eligen estar a nuestro lado.







