Barcino esperaba en la reja, día tras día, una semana… Cayó la primera nevada y él seguía ahí. Sus patitas temblaban de frío y su estómago rugía de hambre, pero él seguía esperando.

Life Lessons

Yo recuerdo cómo Tigre se quedó sentado junto al portón, esperando. Día tras día, una semana… la primera nevada cayó y él siguió allí, con las patitas heladas y el vientre rugiendo de hambre, pero sin moverse.

Lo encontraron a principios de la primavera, en abril. La nieve aún cubría los rincones sombreados, pero en los lugares soleados ya asomaba la fresca verdor. Un pequeño gatito grisblanco se acurrucó contra la tubería caliente de la tienda de comestibles, intentando calentarse.

¡Mamá, mira! exclamó con alegría la niña de siete años, Begoña. ¡Un gatito!

Su madre frunció el ceño y apretó los labios:

Sigamos, María. Seguro está sucio y lleno de pulgas.

Pero Begoña ya estaba en cuclillas, extendiendo la mano. El gatito no huyó, sólo emitió un débil maullido.

¡Por favor, mamá! ¡Llévatelo a casa!

¡No, y no lo vuelvas a preguntar! Alquilamos un piso y allí no se permiten animales.

Pasaba por allí Dolores. Al oír la conversación se detuvo, miró al pequeño, inocente, y vio a la niña con los ojos llenos de lágrimas.

¿A dónde pretendían llevarlo? preguntó.

A casa sollozó Begoña. Pero mamá no lo permite.

Dolores reflexionó. En su casa de campo en la provincia de Ávila había una plaga de ratones. Ese minúsculo felino crecería y se convertiría en un excelente cazador.

¿Sabes qué? le dijo suavemente a la niña tengo una casa de campo, grande, con jardín. Allí Tigre podrá vivir bien.

Los ojos de Begoña se iluminaron:

¿De verdad? ¿Y cómo lo llamaréis?

Tigre respondió Dolores al instante , porque tiene rayas.

Así llegó el gatito a su nuevo hogar. Grisblanco, con ojos ámbar, y una confianza sorprendente. Apenas lo acariciaban, empezaba a ronronear y a frotarse contra la mano.

Resultó ser un cazador de ratones sin igual. En una semana acabó con todos los roedores del terreno, para alegría de sus dueños, que lo recibían como a un héroe útil y tierno.

Tigre se esforzaba al máximo. Cada sábado estaba en la puerta del portón, dormía a los pies de sus humanos, como si supiera que ese era su lugar, su vida.

Así creía que sería siempre.

Pero el otoño lo cambió todo. En noviembre Dolores y su marido, Andrés, vinieron por última vez a cerrar la casa de campo para el invierno.

¿Qué haremos con Tigre? preguntó Dolores mientras guardaba latas en la bolsa.

Nada despidió Andrés con la mano. Él se las arreglará. Los gatos viven en la calle, sobreviven al invierno como salvajes.

Y se fueron.

Tigre quedó allí, junto al portón, esperando. Día tras día, otra semana

Cayó la primera nevada. Las patas temblaban, el hambre le retorcía el estómago, pero él seguía allí, creyendo que volverían. Volverían, seguro.

Sin embargo, su fuerza menguaba y, con ella, la esperanza.

Oye, amiguito escuchó una voz ronca un día ¿estás helado?

Sobre él estaba Juan Antonio, el vecino del campo vecino, un jubilado que pasaba el invierno solo en su casa de campo. Sus manos eran cálidas y desprendían una seguridad hogareña, no miedo.

Ven conmigo murmuró el anciano te calentarás.

Y Tigre siguió al hombre. En ese instante comprendió algo sencillo: no todos los humanos son iguales.

Juan Antonio vivía despacio. A sus sesenta y tantos años ya no había prisas. Sus hijos se habían ido, su mujer falleció hace tres años, y él se había quedado solo con su casa y sus recuerdos.

Pasar el invierno allí era costumbre: la ciudad agobiante, los vecinos distantes, mientras en el campo había silencio, nieve y el crujir reconfortante del fuego.

Le envolvió al gatito en un suéter viejo y lo introdujo en la casa.

Pues nada, compadre balbuzó mientras ponía una olla de leche en la estufa cuéntame, ¿cómo acabas aquí congelado?

El gato guardó silencio, sus grandes ojos ámbar miraban con una tristeza que apretaba el corazón.

Ya veo asintió el viejo te abandonaron. Qué gente Dios los perdone.

Los primeros días Tigre se escondía, se metía bajo la estufa y sólo comía cuando el dueño no estaba cerca, como esperando una trampa.

Juan Antonio no se apresuraba. Dejaba un plato de comida, hablaba en voz baja:

Mira, hice un poco de gachas. No son un manjar, pero sirven para vivir. No te cortes.

O bien:

Ha nevado mucho comentó qué suerte que estemos bajo techo. ¿Verdad?

Una semana después el gato se volvió más atrevido. Primero comía con Juan Antonio a la vista, luego se acercó, y en pocos días se subió a sus rodillas.

¡Vaya! rió el anciano ¡te has decidido! Vamos a conocernos de verdad.

Le acarició la nuca y Tigre ronroneó, primero tímido, después más fuerte y seguro.

Bien hecho dijo el viejo ahora todo irá bien.

La vida tomó otro rumbo. Cada mañana Juan Antonio se despertaba y Tigre ya estaba al pie de la cama. Compartían el desayuno. De día el abuelo leía el periódico mientras el felino se acomodaba en el alféizar.

A veces salían al patio: limpiaban la nieve, despejaban los senderos. Tigre corría tras él, se zambullía en los montones y jugaba con los copos.

Ya te has olvidado de jugar reía el abuelo no pasa nada, lo aprenderás de nuevo.

Por la noche el viejo hablaba mucho: de su vida, de los hijos, del gato Murciélago que había muerto el año pasado.

Fue un buen gato, leal. Vivió quince años conmigo. Cuando se fue pensé que nunca volvería a tener otro, era demasiado doloroso.

Tigre escuchaba, ronroneaba, como si entendiera cada palabra.

Al año nuevo el gato ya estaba asentado. Dormía a los pies de Juan Antonio, lo saludaba al volver a la puerta y, una vez, atrapó una rata y la presentó orgulloso.

¡Cazador de verdad! elogió el anciano pero no necesitamos más; ya tenemos bastante comida.

El invierno pasó rápido. Febrero dio paso a marzo.

Una mañana, justo al salir de la puerta, se oyó el ruido de un motor.

Tigre se asustó y corrió hacia la ventana. Juan Antonio asomó y frunció el ceño.

Han llegado dijo con voz grave tus antiguos dueños.

Del coche bajaron Dolores y Andrés, satisfechos y animados, inspeccionando el terreno y charlando.

¿Dónde está nuestro Tigre? gritó Dolores ¡Miau, miau! ¡Ven aquí, cazador de ratones!

El gato tembló, pegado al cristal.

¿No quieres volver con ellos? preguntó Juan Antonio en voz baja.

Tigre miró al anciano, y en los ojos amarillos de Juan Antonio se leyó la respuesta. No necesitó palabras.

Pues bien, asintió el viejo todo está claro. No es bueno que vuelvan por ti, porque creen que sigues siendo suyo.

Media hora después la puerta resonó con golpes enérgicos.

¡Juan Antonio! chilló Dolores sabemos que el gato está contigo. ¡Sal de inmediato!

El abuelo se levantó con dificultad. Tigre se escondió bajo la cama, en el rincón más alejado.

Quédate callado susurró el viejo no te dejes ver.

La puerta se abrió. Dolores y Andrés estaban allí: ella, segura de sí, él, algo avergonzado.

Buenas, dijo Juan Antonio con tono seco.

¿Dónde está nuestro gato? lanzó Dolores al instante ¡Los vecinos dijeron que lo tenías!

¿Qué gato? replicó el anciano con indiferencia.

No nos engañéis! interrumpió Dolores grisblanco, Tigre. Lo dejamos en otoño, pensando que se las arreglaría, pero parece que se ha aferrado a ti.

¿Lo dejaste? El rostro del viejo se tornó frío ¿en noviembre? ¿con la helada? ¿en la calle?

Pues… titubeó Andrés es un gato, debe saber sobrevivir.

¿Sobrevivir? replicó Juan Antonio acercándose. ¿Un gato domesticado en la calle en pleno invierno? ¿Entienden lo que dicen?

¡Basta de sermones! cruzó los brazos Dolores venimos por él. Necesitamos que cace ratones. Devuélvanlo.

No contestó el anciano, conciso.

¿Qué significa eso? se indignó Dolores. ¡Es nuestro gato!

¿Nuestro? rió el viejo con voz ronca. ¿Y dónde estabais cuando temblaba en la puerta, a punto de morir de hambre? ¿Dónde cuando lo arrastré medio muerto a mi casa?

No lo sabíamos… balbuceó Andrés.

¿No lo sabíais o no queríais saber? subió la voz Juan Antonio. En verano lo mimasteis y en invierno lo abandonasteis como una pieza rota.

¿Quién eres tú para enseñarnos? arremetió Dolores. El gato es nuestro, y si no lo devolvéis

¿Y entonces? interrumpió el anciano. ¿Acudiréis a los tribunales? ¿Por un animal que ustedes mismos dejaron morir?

En ese instante apareció la cabeza familiar de Tigre, asomando entre las piernas del abuelo.

¡Allí está! exclamó Dolores, aliviada. Tigre, ven aquí, ¡miau!

El gato se acercó a Juan Antonio, pero no se movió.

¡Vamos! exigió la mujer. ¡Llévatelo!

Tigre sólo dio un salto de vuelta bajo la cama.

¿Véis? murmuró el anciano ha tomado su decisión. Y no está a vuestro favor.

¡Qué absurdo! gritó Dolores, intentando agarrarlo. ¡Dádmelo ya!

No lo haré replicó Juan Antonio.

¿Quién eres tú para prohibirnos? escandió ella. ¡Andrés, di algo!

Andrés guardó silencio, con la culpa reflejada en la mirada.

¿Qué está pasando? intervino una voz nueva.

Se acercó a la verja María Concepción, la vecina del otro lado.

¿Ya habéis vuelto? entrecerró los ojos. ¿Queréis al gato de vuelta?

Claro, es nuestro espetó Dolores.

¿Vuestro? replicó María Concepción con una sonrisa amarga. ¿Y quién lo alimentó todo el invierno? ¿Quién lo curó cuando enfermo?

No lo pedimos dijo Andrés, inseguro.

Exacto, no lo pedisteis porque a vosotros no os importaba. En verano era juguete, en otoño basura cortó María Concepción.

A su alrededor se congregaron varios vecinos, que pronto apoyaron al anciano.

No tenéis conciencia, acusó Doña Pilar. ¡Abandonar a un animal al frío!

Pues, ¡Tigre es de Juan Antonio! exclamó Don Luis. Y bien merecido.

¿Y si lo quitan con la fuerza? preguntó María Concepción.

Que lo intenten respondió Juan Antonio con voz firme.

Dolores lanzó una mirada fulminante a todos:

¡Esto no termina aquí! se marchó hacia su coche. Andrés la siguió, sin alzar la cabeza.

Nadie volvió a verlos. Quizá la conciencia les hizo callar, quizá comprendieron que discutir no serviría. Los vecinos se pusieron del lado de Juan Antonio y el gato mostró claramente cuál era su verdadero hogar.

En verano, en la parcela de Dolores y Andrés, proliferaron los ratones como una plaga.

Así les va refunfuñó Don Luis al pasar queríais un gato labrador, y recibisteis un reino de roedores.

La vida de Juan Antonio cambió. Encontró sentido y alegría en los pequeños momentos. Cada mañana le decía «buenos días» a Tigre, le preparaba gachas y compraba leche.

Tigre floreció: su pelaje brillaba, sus ojos relucían. Se sentía dueño del territorio.

En verano llegaron los nietos de Juan Antonio. Se sorprendieron al ver al gato y pronto se encariñaron con él. Especialmente los pequeños, que pasaban todo el día jugando con Tigre.

Papá dijo su hija al despedirse qué bueno que lo acogiste. Se nota que los dos estáis felices.

Sí respondió el abuelo, sonriendo mientras el gato despedía a los visitantes felices.

Y cuando volvió a nevar, esa misma nieve que años atrás casi fue su último adiós, Tigre salió al patio y jugó con los copos, sin temer más.

Ahora sí que está bien comentó Juan Antonio, mirando por la ventana con una sonrisa todo está en su sitio.

En primavera, cuando el último copo se derritió, en la parcela de Dolores y Andrés apareció un cartel que decía «Se vende». Tigre pasó sin hacer caso; tenía asuntos más importantes que atender: encontrarse con su abuelo, que volvía de la pesca.

Rate article
Add a comment

5 × 1 =