Esteban se apiadó de un gato callejero: un mes después, su piso era irreconocible.

Life Lessons

Octubre había sido cruel. El aguacero no cesaba, el viento aúllaba entre los tejados y yo, Antonio Jiménez, permanecía en la cocina mirando el vacío. Desde la muerte de mi esposa, mi vida se había vuelto una rutina de precisión: despertaba a las siete, desayunaba a las ocho, veía las noticias a las nueve. Todo en su sitio, los zapatos alineados junto a la puerta, los vasos en el armario bien ordenados, sus asas mirando al mismo lado. Así había vivido durante dos años.

Qué belleza, me dije en voz baja. A Leonor le habría encantado.

Al atardecer, como siempre, fui al almacén a comprar pan. Allí lo vi, en la escalera de la entrada, un gato de pelaje rojizo y harapiento, con un ojo vidrioso que temblaba entre el frío y el miedo.

Buenas, amigo, me senté junto a él. No luces muy bien.

El gato me miró como queriendo decirme: «Viejo, la vida duele». Le extendí la mano.

Ven aquí, dije.

Él no se escapó, al contrario, se acercó y ronroneó apenas audible.

Eres mi pequeñín, musité mientras lo observaba.

En ese instante, escuché pasos sobre los escalones. Graciela Pérez, la vecina del tercer piso, bajaba a sacar la basura.

¡Antonio! gritó con fuerza. ¿Qué haces con ese ser?

Está helado, la pobrecilla.

Y bien merecido. No hay que dejar que circulen pulgas e infecciones.

Me alcé, miré primero a Graciela y después al gato.

Vamos, susurré. Mejor al calor.

¡Estás de la soga! protestó la vecina. ¡No lo metas en la casa!

¿Y si muere aquí? ¿No será más limpio?

Regresé a mi piso con el animal, que caminaba a mi lado sin apartarse. Al llegar al umbral, se detuvo y olisqueó el aire.

No temas, entra, le animé. Aquí no hay calle.

Lo llevé primero al baño. Un chorrito de agua tibia y un poco de champú lo hicieron cerrar los ojos de placer.

Pobre de mí, murmuré, observando sus cicatrices y costras. ¿Quién te hizo esto?

Le di de comer: jamón, queso y en minutos se lo devoró todo.

Te llamaré Rojín, decidí. Te queda bien.

Le coloqué una toalla vieja junto al radiador; se encogió como bola y se quedó dormido al instante. Yo lo miraba, pensando: «¿Qué haré ahora? Necesito comida y al médico». Pero algo nuevo había surgido en mi hogar: vida.

Bien, pasarás una noche aquí. Mañana veremos.

Al día siguiente, desperté con un estruendo. La cocina estaba hecha un desastre: la tetera derramada, tierra por el suelo, la taza rota. Rojín, con dignidad, se lamía la pata.

¿Qué has hecho? exclama mi voz.

El gato alzó la cabeza, indiferente, como diciendo: «Buenos días, ¿cómo dormiste?».

Ya basta. suspiré. No estoy preparado para esto.

Me encontraba entre los escombros de mi propia cocina, sintiendo que todo mi orden se había desvanecido en una noche. Tomé al gato en brazos y, al llegar al portal, me encontré cara a cara con Graciela, quien hacía una lista de quejas.

¡Mira esto! exclamó al ver el caos. Te lo dije, acabaría mal.

Le devolví la mirada, luego al felino, que se acurrucó contra mi pecho ronroneando.

No lo voy a entregar, dije de improviso.

¿Cómo? replicó ella, desconcertada.

Lo acostumbraré. Lo educaré.

¡Te va a destrozar todo!

Pues que así sea. No es un palacio este piso.

Graciela bufó y se marchó, cerrando la puerta de golpe. Yo me quedé, con el gato y la cocina hecha añicos.

Vale, Rojín, exhalé profundamente. Ya que lo tengo, me haré cargo. Pero prometamos que no volverá a hacer travesuras.

Pasé media hora arreglando la casa mientras él me observaba. ¿Ves cómo están las cosas? comenté, barriendo. Yo me canso y tú solo miras, ¿qué esperas de mí?

El gato maulló como aceptando.

Al terminar el almuerzo, todo relucía de nuevo, pero al sentarme a la mesa, Rojín había subido al armario y derribó una pila de libros.

¡Deja de fastidiar! protesté.

El enojo pasó pronto. Algo dentro de mí hizo clic, como si la vida volviera a su cauce.

Al anochecer fui al almacén a comprar pienso. La dependienta alzando una ceja:

¿Ya tenéis gato?

Parece que sí.

¿Y en casa lo tenéis? ¡Anda ya!

Igual yo mismo me sorprendo respondí.

Le alimenté a Rojín con el pienso recién comprado. Él se lo devoró con gusto.

¿Te gusta? le pregunté.

El gato frotó su cabeza contra mi pierna.

Una semana después mi vida ya no era la misma. Me levantaba sin alarma, porque Rojín me despertaba con su paseo por el pecho. Por las noches dejé las noticias y jugué con una cuerda que él atrapaba.

Leonor se reiría pensé. Ver a su marido tan desordenado.

En el apartamento aparecieron un nido junto a la ventana, un rascador, varios comederos. Desapareció la mortecina quietud; la casa volvió a latir.

Graciela seguía apareciendo según su propio horario, a veces con una pizca de sal, a veces con preguntas sin sentido, pero siempre con la mirada puesta en Rojín.

¡Has montado un zoológico! refunfuñaba. Te van a venir cucarachas.

¿Cucarachas? me reía. Ni de cerca, está más limpio que en muchos hogares.

Ella suspiraba, sacudía la cabeza y se iba. En mi vivienda había un nuevo aroma: no la vacío esterilidad, sino el calor de la vida.

Tres semanas después, mientras pintaba la caldera, Rojín se deslizó bajo mi brazo, se empapó de pintura y dejó manchas blancas por toda la casa.

¡Artista, qué tienes! reí, alzando al gato.

Al otro lado del pasillo, Graciela golpeó la puerta.

¿Qué haces ahora? irrumpió.

Rojín está practicando arte, le mostré las manchas.

¡Esto es un despropósito!

Vamos, Graciela, es hermoso.

Cuatro semanas después, volví al almacén y compré un juguete nuevo. La dependienta suspiró:

Ya estáis mimando al gato.

Vale la pena murmuré.

Rojín llegó al hogar, ronroneó.

¿Te he echado de menos? le dije en voz baja. Yo también.

Sentí que él había vuelto a dar sentido a mi vida. Ese pequeño tigre rojizo me devolvía la existencia.

Un mes después, Graciela vino con una petición:

¿Puedo fotografiarlo? Se lo mando a mi nieta.

Claro.

La foto quedó, Rojín posó como todo un profesional y Graciela soltó una risa que hacía mucho no escuchaba.

Al marcharse pensé: «Tal vez Graciela también cambió, se volvió más amable o eso pienso yo».

Sin embargo, la mañana me despertó la misma quietud que había temido.

¿Rojín? llamé, levantándome con dificultad.

No hubo respuesta, ni el habitual golpeteo en el pecho. Busqué bajo el sofá, en el armario, tras la nevera. Vacío.

En la cocina, el cuenco de pienso permanecía intacto. Mi corazón se encogió.

No puede ser susurré, la voz temblorosa.

Revisé todo el apartamento una y otra vez, sin hallar rastro del felino.

¡El balcón! recordé de repente.

Corrí a la terraza. La ventana estaba abierta y, en el suelo, había fragmentos de una maceta de barro.

Señor mío pensé al instante. Debió caerse.

Era el cuarto piso; bajo, sólo había hormigón desnudo. Me vestí de prisa y bajé a la calle, inspeccionando cada arbusto, cada maceta, bajo los coches y en los sótanos.

¡Rojín! clamé. ¿Dónde estás?

Los peatones me miraban con compasión.

¿Señor, qué le ocurre? preguntó una madre joven con cochecito.

Mi gato se ha perdido apenas pude contener las lágrimas.

¿Tal vez está dando una vuelta? me respondió, intentando consolarme.

Recorrí todo el barrio y los vecinos, pero Rojín había desaparecido sin dejar pista.

Al atardecer, exhausto, volví a casa y me senté frente al cuenco de pienso sin tocarlo. El silencio me aplastaba.

Entonces tocó la puerta. Era Graciela.

Antonio, escuché que gritaba por el patio ¿Qué ha pasado?

Rojín se ha marchado dije con voz quebrada.

¿Se ha ido?

No lo sé. Podría haber caído del balcón, haberse escapado No tengo idea.

Graciela entró, miró a su alrededor.

¿Ya lo han buscado por los sótanos?

Sí.

¿Y si alguien lo ha llevado? ¿Lo han acogido?

Esa idea me golpeó aún más fuerte.

No lo sé, Galia la llamé por su nombre, por primera vez. Mi cabeza no piensa bien.

No se desespere me dio una palmada torpe. Seguro que lo encuentra, los gatos son listos, saldrán.

Sus palabras no lograron consolarme. Esa noche no cerré los ojos; escuchaba con ansiedad, esperando el maullido familiar, pero sólo el silencio.

Al alba comprendí que sin ese gato no podía seguir. En un mes, Rojín se había convertido en parte de mí.

Empecé la segunda jornada de búsqueda al amanecer, recorriendo el barrio y mostrando su foto a los transeúntes.

¿No lo han visto? preguntaba. Es rojizo, con pecho blanco.

La gente negaba con la cabeza. En la tienda de mascotas, la dependienta me ofreció ayudar.

¿Publica un anuncio? sugirió. En la red, en los tablones.

Yo no entiendo nada de eso protesté.

Yo lo haré sonrió. Dame la foto y lo difundiré.

Así apareció en internet: «Se busca gato Rojín. Calle de la Paz. Recompensa garantizada». Pero el teléfono seguía en silencio.

Al tercer día, ya casi aceptaba la resignación. Sentado en la ventana, miraba el mundo sin interés, pensando en cómo la vida daba mil giros.

Un mes antes todo era predecible. Luego llegó Rojín: caos, calor, risa. Y se fue, dejando un vacío más profundo que el anterior.

Así es la vida de los viejos murmuraba al reflejo en el espejo. No nos corresponde la felicidad, solo pasar los días en silencio.

Pero mi corazón protestaba. Anhelaba de nuevo el ronroneo, sentir que no estaba solo.

Al caer la tarde del tercer día, bebía té sin pensar, solo para ocupar las manos. Entonces, a lo lejos, escuché un leve maullido.

Al principio pensé que era imaginación, pero volvió, más insistente, como un lamento.

Salté de la silla y corrí al pasillo:

¡Rojín!

Silencio.

Subí al piso de arriba:

¡Rojín! ¿Estás aquí?

Y allí estaba, en una rendija de la ventana del segundo piso, tembloroso, sucio, pero vivo.

Dios mío apenas pronuncié. ¿Cómo llegaste ahí?

Era delgado, cubierto de polvo, pero al acercarme y abrazarlo, emitió un suave ronroneo.

Lloré, por primera vez en dos años.

Tonto susurré. ¿Por qué me haces esto? Te he encontrado

Lo cuidé con leche tibia y poco a poco recuperó fuerzas, incluso jugó con su pata al caer la noche.

Bien, amigo, sonreí entre lágrimas. Ya está todo bien.

Hoy es enero, tres meses desde que Rojín volvió a mi vida y un mes desde que se perdió. Me encuentro junto a la ventana, calentándome, mientras él reposa en el alféizar, extendido bajo el rayo de sol, gordito y satisfecho.

Ya te has engordado, compañero bromeo. Te has convertido en un verdadero hogareño.

Él solo ronronea, sin abrir los ojos.

Se oye un golpe en la puerta. Es Graciela.

¿Puedo entrar? asoma.

Adelante, Galia.

Ahora la vecina es casi una invitada de honor; trae té y pequeñas manualidades para el gato, incluso una ratita tejida.

¿Cómo está nuestro rey? acaricia a Rojín.

Vive como un monarca. Come, duerme y causa algún pequeño alboroto.

¿Y usted? ¿No se arrepiente de haberlo traído?

Pienso que mi apartamento es un caos creativo: juguetes, tazones, pelos en la alfombra. No hay orden, pero sí vida.

Nunca me arrepentí contesté sinceramente.

Yo creo sonrió Graciela que tal vez yo también debería adoptar un gatito. Me aburro mucho últimamente.

Así será, pero primero al veterinario, vacunas y todo eso.

Ya lo sabe, ¿no?

Aprendo, guiñé un ojo.

Al anochecer estamos en el sofá: yo veo la tele, Rojín duerme en mis piernas, se estira y se vuelve sobre su espalda.

¿Recuerdas cuando quería echarte? me dije, rascándole la barriga. Fue una tonta idea. No dejé pasar lo mejor.

En la calle sopla el viento de enero, el hielo cubre los cristales, pero dentro hay calor, hay hogar, hay sentido.

Miro al gato dormido y entiendo que vuelvo a vivir, no simplemente a existir. Mañana el primer despertador será ese ruido de ronquidos felinos con bigotes, y eso será la verdadera felicidad.

Duerme, mi pequeño, susurro. Que el sueño te lleve a los mejores campos.

Y me quedo dormido con el suave murmullo de su ronroneo, la mejor nana que jamás haya escuchado.

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