No puedo abandonarla dije, sintiendo que la voz de mi mujer se volvía un puñal.
Tu abuela no necesita a una mujer con tanto teatro. Elige: o nos quedamos tú y yo, o ella susurró con ira Inés, cruzando los brazos sobre el pecho.
Alejandro dio un salto atrás como si el golpe hubiera sido de su propia esposa.
Ya veo murmuró, con la garganta seca. He pasado años construyendo una familia creyendo que tenía un respaldo firme, y ahora parece que todo se desmorona. ¿Y si un día caigo enfermo? ¿Me echaréis a la puerta como a una pieza gastada?
Inés apretó los labios y mantuvo la mirada fría. Alejandro solo esbozó una sonrisa amarga.
No, gracias contestó. No me sirve una familia que abandona en los momentos duros. Mi abuela me alimentó, me dio la entrada a esta vida, y tú hoy mostraste tu verdadero rostro.
Inés quedó paralizada, la escena se quedó grabada en su mente. Era comprensible que Alejandro se sintiera herido, pero también ella tenía su razón.
Sin decir palabra, Alejandro recogió sus cosas y, tomándole de la mano a su madre, salió por la puerta. El crujido del portal fue como el apagado de una luz; su vida en común se detuvo al instante.
Inés se quedó sola en la habitación, sumida en un silencio sepulcral. La ira ardía y se apagó de golpe, dejando sólo un peso helado y vacío en el pecho. Sus ojos se posaron en la foto del aparador; ante ella apareció no el hombre que conocía, sino un niño delgado, de ocho años, con la mirada cargada de temor.
Alejandro rara vez hablaba de su infancia. Al principio callaba, luego empezó a abrir una puerta que guardaba sus esqueletos. Parecía sereno, pero jugueteaba nervioso con los dedos, observando la reacción de Inés.
Crecí sin padre y casi sin madre. Mi padre fue encarcelado por delitos graves antes de que yo naciera; nunca lo volvimos a ver. Mi madre ya bebía antes de mi llegada, y después de día a día podía acercarme a ella solo si estaba de buen humor. Por la noche, a veces se desquitaba con nosotros y nos golpeaba. Teníamos tres hijos, al menos eso aliviaba un poco explicó.
Con el tiempo, Inés descubrió que su hermana mayor, Olivia, en los momentos más duros los llevaba a la casa de la abuela. Allí se refugiaban de los ataques maternos, podían dormir sin temores. La abuela siempre los abrazaba, les servía leche tibia con miel y horneaba pasteles cuya dulzura atenuaba el amargo recuerdo del alcohol.
Doña Lidia Pérez, la abuela de Alejandro, era una mujer humilde que trabajaba como conserje en una escuela y tejía a encargo. Cardigans, suéteres, calcetines y mitones se vendían para que sus nietos tuvieran ropa nueva para el invierno y los libros escolares que necesitaban.
Una noche, Alejandro confesó que los momentos más cálidos de su vida eran los que pasaba despierto en la madrugada, viendo la luz que se filtraba del cuarto de su abuela y escuchando el tintineo de las agujas de la máquina de coser.
Cuando la madre de Alejandro falleció, Doña Lidia tomó a los tres nietos bajo su techo. No fue fácil para ella, pero les brindó seguridad, algo que para Alejandro valía más que cualquier título o apartamento.
Los años pasaron y la salud de la anciana empezó a flaquear. Apenas salía a la calle y le costaba cumplir con las tareas domésticas. Los nietos mayores, al principio, la visitaban; luego se limitaron a enviarle alguna remesa de euros y se centraron en sus propias familias. Cada quien tenía sus problemas: alquiler, hijos, reparaciones, coche
Solo quedó Alejandro, que acudía a la casa de su madre al menos una vez por semana, a veces más. Inés no se oponía; aunque no era muy cercana a Doña Lidia, comprendía que para él era una segunda madre.
Puedes quedarte aquí si no quieres volver, no te obligaré le decía a su esposa. Es mi abuela, no la tuya.
A veces Inés acompañaba a Alejandro en la limpieza, pues respetaba a la anciana aunque no sintiera un lazo de sangre. Para entonces ya tenían dos hijos y vivían en un piso de dos habitaciones que Inés había heredado de su tía. Cada Nochevieja Doña Lidia regalaba a sus bisnietos y a Inés un par de calcetines de lana, una tradición que se mantuvo hasta que, un día, la anciana entregó con timidez unas cajas de té y dulces.
Quería tejer susurró, mirando sus dedos torcidos por los años pero mis manos ya no son las mismas, niños. No obedecen, se olvidan la edad
Rieron para aligerar el ambiente, pero Inés percibió la desorientación y el dolor en los ojos de Alejandro. Para él, esos calcetines no eran un mero regalo; eran el último hilo que lo ataba al pasado. Ese soporte se desvanecía bajo sus pies.
En ese momento Inés no comprendía la señal; sólo veía a una anciana amable y melancólica. No imaginó que aquel gesto anunciaba algo más grave.
Los últimos timbres se apagaron.
Aquella mañana era como cualquier otra. Inés ordenaba la casa, recogía los juguetes esparcidos y trataba de acostar a su hija menor. El ruido habitual del teléfono interrumpió la rutina.
¡La abuela no está! empezó Alejandro, tembloroso. Llegué, la puerta está abierta, ella no está, el teléfono no contesta.
Inés se quedó inmóvil, como empapada en agua helada. El pánico en la voz de Alejandro era contagioso.
Alejandro, cálmate. Tal vez haya ido al mercado o a la vecina.
He preguntado a todos los vecinos y sigue sin aparecer. ¡Voy a buscarla!
Unos pitidos breves resonaron. Inés tragó saliva, sintiendo el corazón latir en los oídos.
No sentía una gran afinidad por Doña Lidia, pero la idea de que algo le pudiera haber ocurrido mientras estaba sola la paralizó. No podía permitir que Alejandro se volviera loco de culpa y dolor.
Recogió a los niños y los llevó a casa de su madre, luego se dirigió a buscar a su marido. Recorrieron las calles del centro, los comercios y los mercados, mostrando la foto de Doña Lidia a quien se cruzaba, sin hallar ayuda.
Al caer la tarde la encontraron en la Plaza Mayor, junto a la antigua panadería que tanto amaba. Inés, al verla, se quedó sin aliento.
Doña Lidia estaba sentada en el bordillo, encogida en un pequeño chubasco de nieve, temblando, con los labios entreabiertos. Alejandro se arrojó a sus rodillas, sin atreverse a tocarla.
Cuando Inés se acercó, escuchó susurrar:
Quería comprar unos bollos para Nuria le gustan con pasas
Nuría, la madre de Alejandro, había fallecido hacía años.
El horror se clavó en Inés. La desesperación de Alejandro era imposible de describir.
No tardaron en llevar a la anciana al médico; el diagnóstico fue desalentador: demencia. En aquel momento ni Inés ni Alejandro comprendían lo que significaba.
Ya no será la misma suspiró la madre de Inés. Lo sé, yo también cuidé a tu abuela. Se irá más y más, y tendrán que vivir con eso. Lo ideal es que reciba ayuda profesional, una cuidadora que esté todo el día, no una simple vecina
Profesional, no una aficionada. No una mujer que ya tiene dos hijos y la casa que mantener. Alejandro no quiso escuchar esa propuesta.
No entregaré a mi abuela a desconocidos. Los jóvenes siempre vigilan a los mayores, eso es normal. Si a tus padres les pasara algo, yo también me implicaría replicó.
Al final, Inés cedió y aceptaron que Doña Lidia se quedara con ellos. Desde entonces su vida se tornó un infierno. La anciana se instaló en la habitación de los niños, y los pequeños se mudaron al dormitorio de los padres. Pero la estrechez no era lo peor.
Por las noches la anciana discutía en voz alta con fantasmas del pasado; la hija menor despertaba llorando de miedo; los demás apenas podían dormir. Inés intentaba calmar a Doña Lidia, pero todo era en vano.
La abuela se quejaba de la comida. Inés congelaba bayas y hacía compotas para los hijos; ella también quería un poco de esa frescura, pero se contenía. Lo mejor era para los niños. Doña Lidia no lo entendía y se sentía ofendida.
Me están muriendo de hambre, ni una compota protestaba Ya soy vieja, ¡dejadme!
Sin embargo, a medianoche la anciana vaciaba la olla sin que nadie lo notara, y al amanecer la más pequeña empezaba a llorar porque no había compota para el desayuno.
Todo iba soportable hasta que una mañana Inés despertó al oler humo.
Corrió a la cocina y encontró a Doña Lidia junto a la estufa, moviendo una tenaza sobre la sartén vacía, murmurando algo. El mango de la sartén empezaba a fundirse.
El miedo se apoderó de Inés, no solo por ella, sino por los niños. Esa noche podía ser la última.
Alejandro, no podemos seguir así. Entiendo que está enferma, pero esto puede costarnos la vida a todos le dijo después de despertarlo y contarle lo ocurrido. Necesitamos pensar en una cuidadora.
¿Una cuidadora? respondió Alejandro, medio dormido. Ya hablé con Olivia y con Daniel es demasiado caro.
Entonces venderé su piso y compraremos algo más cerca al menos podríamos visitarla más a menudo sugirió Inés.
¿No ves que necesita supervisión constante? ¿Cómo la dejo sola con los niños? replicó Alejandro.
¿Cómo puedo dejarla cerca de los niños? susurró Inés, angustiada.
No llegaron a un acuerdo y Alejandro se marchó. Inés se quedó mirando fotos, con las manos temblorosas. Comprendió que no se había ido el hombre, sino el niño que había encontrado refugio en la casa de su abuela. Esa pérdida no aliviaba su dolor.
Al mediodía llamó a su madre para romper el silencio que los envolvía.
Hija ¿no habrías actuado con más calma? ¿Hay otras opciones? preguntó.
¡Mamá, crees que no he intentado! Él no quiere escuchar para él solo existe el sufrimiento, el héroe que paga por el pasado, y al final ese precio lo lleva yo. Trabajo, tres niños, y uno de ellos ya es adulto y muy rebelde. ¡Qué héroe! soltó Inés, entre lágrimas.
Bueno los hombres son así, pocos entienden la vida cotidiana respondió su madre con compasión. Quizá con el tiempo se calme…
Pasaron tres meses; Alejandro volvió a llamar y, después, a visitar. Había perdido peso y su mirada mostraba un agotamiento profundo, como si no hubiera dormido en semanas.
Se sentaron en la cocina, donde todo había comenzado.
Verás empezó, sin mirarla a los ojos no puedo abandonarla. No puedo. Pero tampoco puedo vivir sin vosotros. Cuando todo recayó sobre mis hombros y quedé solo comprendí que no podía seguir así.
Inés se acercó y le puso una mano en el hombro.
¿Y ahora? ¿Está sola?
He pasado a teletrabajar y he contratado a una cuidadora. Es una vecina, antes enfermera. Vendrá al menos dos horas al día. Así podré estar con vosotros y, si aceptáis, volveremos a vivir juntos.
Inés sonrió débilmente, cansada pero aliviada. Alejandro no podría mudarse por completo, pero al menos había un paso adelante. Ella también había suavizado su postura y comprendió que la vida a veces se compone de pequeños gestos.
Claro que sí, lo aceptamos respondió, abrazándolo.
Él se estremeció, como si no lo esperara, y luego abrió los brazos para devolverle el abrazo.
Su familia no se reparó en un instante. Desde entonces empezaron a planear la compra de una vivienda más cercana a la casa de la abuela, para pasar más tiempo juntos. Por ahora, solo podían permitirse cenas y veladas familiares, pero eso ya representaba un gran avance.
Los pedazos de su vida se habían esparcido, pero no se dieron por vencidos. Con paciencia fueron recogiendo cada fragmento, intentando cerrar los huecos que el tiempo y la enfermedad habían dejado.







