Mijail se paralizó: tras el árbol, un perro lo miraba con tristeza, uno que reconocería entre mil.

Life Lessons

Miguel se quedó paralizado: tras el árbol, lo observaba una perra que le resultaba familiar, aunque sólo la recordara de mil fotos.

El polvo de la carretera de pueblo se alzaba lentamente, como si la propia pereza se hubiera puesto a caminar. Miguel apagó el motor del viejo coche que estaba atascado contra una verja torcida, pero no se apresuró a bajar; se quedó allí, sintiendo la vibración de un motor que aún se negaba a rendirse.

Quince años había evitado aquel lugar. Y ahora, por fin, había llegado. ¿Por qué? Ni él mismo lo sabía bien. Tal vez para cerrar una conversación que nunca se dio. Tal vez para pedir perdón, aunque ya fuera demasiado tarde para esperar una respuesta.

Vaya, viejo tonto se murmuró a medio voz, al fin llegas.

Giró la llave y el motor se apagó. De inmediato le cayó sobre los oídos un silencio denso, campesino, cargado del olor a hierba seca y a recuerdos de otro tiempo. A lo lejos, un perro ladraba entrecortadamente. En algún sitio, la puerta de la verja crujió. Y él seguía sentado, como temiendo salir al exterior y encontrarse cara a cara con su pasado.

La memoria, siempre servicial, le mostró una imagen: ella, junto a la verja, agitando la mano en su despedida. Él se volteó una sola vez, una única vez, y vio que ya no agitaba solo miraba, inclinando levemente la cabeza.

Volveré le había gritado entonces.

No volvió.

Salió del coche, ajustó el cuello de su chaqueta y, de pronto, las piernas le flaquearon. Qué cómico pensó, he vivido sesenta años y aún temes toparte con tu pasado cara a cara.

La verja ya no chirrió; alguien debía haber engrasado las bisagras. Cayetana siempre se quejaba: «Los crujidos son como un tic nervioso. Compra ya ese aceite, Miguel». No lo hizo.

El patio había cambiado poco. Sólo el manzano se había envejecido, doblándose hacia el suelo, y la casa respiraba más lentamente, como si hubiera ganado dos años más. Las cortinas de las ventanas ya no eran de Cayetana, sino otras, ajenas.

Miguel siguió el sendero conocido, que llevaba al cementerio. Allí planeaba decir todo lo que, quince años atrás, nunca había logrado pronunciar.

Se quedó plantado, como clavado.

Detrás de un abedul, lo miraba una perra. Roja, con pecho blanco, y esos ojos atentos que él había llamado «dorados». No era una perra cualquieraera la misma.

¿Luna?… exhaló.

La perra no corrió hacia él, ni ladró. Sólo lo miraba, silenciosa, expectante, con la mirada que parece preguntar: «¿Dónde has estado todo este tiempo? Te estábamos esperando».

Miguel sintió que le faltaba el aliento.

Luna no se movió. Simplemente estaba allí, sombra inmóvil, pero con esos ojos los de siempre. Cayetana solía decir: «Luna es nuestra psicóloga. Ve a la gente a través del alma».

Dios mío susurró. ¿Cómo sigues viva?

Los perros no suelen vivir tanto.

Pero Luna se levantó despacio, con el cuidado de una anciana que se duele al moverse. Olfateó su mano, agachó la cabeza. No se ofendió. Simplemente ladró en su propio idioma: «Te reconozco. Pero llegas demasiado tarde».

Me recuerdas, dijo Miguel sin preguntar. Claro que la recuerdas.

Luna gimió suavemente.

Perdóname, Cayetana murmuró, sentándose junto a la lápida. Perdóname por la cobardía, por haber huido, por escoger una carrera que sólo me dio una habitación vacía y viajes sin sentido. Perdóname por temer estar cerca.

Habló largo y tendido, sentado ante la fría losa, contándole su vida: un trabajo inútil, mujeres a las que nunca pudo amar, la obsesión de haber querido marcar su número alguna vezy siempre posponerlo. Siempre le faltaba tiempo, valor o la certeza de que ella seguiría esperándolo.

Al volver, ya no estaba soloLuna trotaba detrás, como quien vuelve a entrar en un círculo, sin alegría, pero sin rencor.

Al llegar a la casa, la puerta se cerró de golpe.

¿Quiénes sois? preguntó una voz femenina y autoritaria.

En el portal había una mujer de unos cuarenta años. Cabello oscuro recogido en una coleta. El rostro serio, pero los ojos los de Almudena.

Yo Miguel balbuceó. Antes vivía aquí

Ya sé quién eres interrumpió ella. Soy Almudena. ¿No me reconoces?

Almudena, hija de Cayetana de su primer matrimonio, lo miraba como si cada palabra le incendiara el interior.

Bajó los escalones y Luna se acercó de inmediato a ella.

Hace medio año que mamá no está, dijo Almudena con voz firme. ¿Y vos, dónde estabais cuando ella enfermaba? ¿Cuando esperaba? ¿Cuando creía?

Una especie de golpe lo dejó sin habla.

Yo no lo sabía.

¿No lo sabías? esbozó una sonrisa. Tu madre conservó todas tus cartas. Guardaba cada dirección. Encontrarte no habría sido difícil, pero no buscaste.

Se quedó callado. No había nada que decir. Había escrito a Cayetana los primeros años, luego las cartas se hicieron escasas, se perdieron entre el trabajo, los viajes, las vidas ajenas. Cayetana se había desvanecido como un buen sueño del que nunca vuelves.

¿Estaba enferma? arrancó.

No, sólo su corazón se cansó de esperar.

Lo dijo con una calma que lo hirió más.

Luna gimió bajo su pie. Miguel cerró los ojos.

Lo último que dijo mi madre añadió Almudena, «Si Miguel alguna vez vuelve, díselo que no guardo rencor. Lo entiendo».

Ella siempre entendía. Él nunca se tomó el tiempo de entenderse a sí mismo.

¿Y Luna? ¿Por qué está en el cementerio?

Almudena exhaló lentamente:

Va allí todos los días. Se sienta y espera.

Cenaron en silencio. Almudena contó que trabajaba de enfermera, que estaba casada pero vivía separada «las vidas no encajan». No tenía hijos. Pero tenía a Luna, ahora su apoyo, su recuerdo, su vínculo con su madre.

¿Puedo quedarme aquí unos días? preguntó Miguel.

Almudena lo miró directamente.

¿Y luego desaparecerás otra vez?

No lo sé contestó con sinceridad. Ni yo mismo lo sé.

Se quedó. No un día, sino una semana. Después, dos. Almudena dejó de preguntar cuándo se iría; parece que comprendió que él aún no tenía respuesta.

Reparó la verja, cambió tablas, sacó agua del pozo. El cuerpo dolía, pero el almasilenciosase tranquilizaba. Como si al fin algo dejara de resistirse.

Luna le aceptó verdaderamente sólo después de una semana. Se acercó sola, se recostó a su lado, apoyando la cabeza contra su zapato. Almudena, al verlo, dijo:

Te ha perdonado.

Miguel miró por la ventana. A la perra. Al árbol. A la casa que aún exhalaba el calor de Cayetana.

¿Y tú perdonarás? susurró a Almudena.

Ella se quedó pensativa, como sopesando cada palabra que todavía podía decir.

No soy su madre finalizó. Me cuesta más perdonar. Pero lo intentaré.

Luna seguía despertándose antes que nadie. Cuando el cielo empezaba a clarear, ella se escabullía del patio, como si tuviera una misión importante. Miguel al principio no le dio mayor importancia: los perros hacen lo que hacen. Pero después notó que siempre se dirigía al mismo punto: el cementerio.

Va allí todos los días explicó Almudena. Desde que mamá se fue, solo llega, se acuesta y permanece hasta el anochecer. Como guardia de la memoria.

Los perros guardan la memoria mejor que la gente. Los humanos pueden reprimir el dolor, inventar excusas, crear hábitos. Los perros no. Sólo guardan, aman y esperan.

Aquella mañana, las nubes se engrosaron bajo el horizonte, como si quisieran acostarse sobre los tejados. Al mediodía lloviznaba, y al atardecer el cielo se rasgó: viento, chaparrón, trueno. Los rayos golpeaban las ventanas, los abedules se doblaban, como queriendo resguardarse.

Luna todavía no ha vuelto comentó Almudena inquieta, mirando la oscuridad. Siempre vuelve para cenar. Hoy ya son las nueve.

Miguel la miró igual. La lluvia empapaba todo: el camino, la tierra, el aire. Sólo los destellos de los relámpagos permitían ver la silueta de los árboles.

Tal vez se haya escondido dijo, aunque su voz temblaba.

Es vieja apretó Almudena el alféizar con las manos. Con este tiempo… me temo que algo le pasará.

¿Tienes paraguas?

Claro alzó una ceja, sorprendida. ¿Quieres ir ahora?

Miguel ya estaba ajustándose la chaqueta.

Si está allí, no se irá. Se quedará hasta que pare la lluvia. Y a su edad, pasar la noche empapada es

No terminó la frase; Almudena lo entendió. No necesitó más palabras. Le entregó una linterna y un paraguas azul, de lunares blancos, chistoso pero resistente.

El camino al cementerio se convirtió en un torrente de barro. La linterna apenas perforaba la cortina de lluvia. El paraguas se volteaba cada pocos pasos. Miguel resbaló, se maldijo a sí mismo, pero siguió adelante.

Maldita sea pensó, sesenta años, las articulaciones crujen como una puerta vieja. Pero sigo yendo. Porque debo.

La verja del cementerio crujió bajo el viento, arrancando la cerrojera. Miguel entró, iluminó la tierra bajo sus pies y la vio.

Luna yacía junto a una tumba, apoyada en una cruz de madera. Empapada, respiraba con dificultad, pero no se había ido. No levantó la cabeza hasta que él se acercó.

Oye, niña se arrodilló en el lodo. ¿Qué te pasa?

Al fin la miró, cansada, como diciendo: «No puedo dejarla sola. La recuerdo».

Mamá ya no está dijo, conteniendo la voz. Pero tú te quedaste. Yo también. Ahora estamos juntos.

Se quitó la chaqueta, envolvió a Luna y la levantó con delicadeza. Ella no se resistía; sus fuerzas ya se habían agotado, pero eso ya no importaba.

Perdóname, Cayetana susurró en la fría noche. Perdóname por volver demasiado tarde. Y perdóname por no haber sabido olvidar.

La lluvia cesó apenas al alba. Miguel pasó la noche junto al fuego, con Luna acurrucada bajo su chaqueta. La acariciaba, la arrullaba, murmuraba tonterías, como quien consuela a un niño enfermo. Almudena le trajo leche; Luna tomó un sorbo tímido.

¿Está enferma? preguntó Almudena.

No negó Miguel. Sólo está cansada.

Luna vivió otras dos semanas, quieta, sin alejarse a más de un metro de Miguel. Parecía proteger el último fragmento de tiempo, sin perder ni un segundo.

Él vio cómo ella flaqueaba: los movimientos se volvieron lentos, los ojos se cerraban con más frecuencia. No había miedo, sólo resignación y, extrañamente, gratitud, como si supiera que ya podía partir en paz.

Luna se fue al amanecer. Se recostó en el portal, apoyó la cabeza sobre sus patas y se quedó dormida. Miguel la encontró con los primeros rayos.

La enterraron junto a Cayetana. Almudena aceptó de inmediato, diciendo que su madre sonreiría al ver ese reencuentro.

Al atardecer, Almudena le entregó un manojo de llaves.

Creo que a mamá le gustaría que te quedaras aquí, que no te vayas.

Miguel contempló el metal ennegrecido por el tiempo. La misma llave que alguna vez llevó en el bolsillo antes de marcharse y dejar todo atrás.

¿Y tú? le preguntó en voz baja. ¿Quieres que me quede?

Almudena exhaló, y en ese suspiro llevaba años que ambos habían rehuido.

Sí. asintió. Necesito un padre. La casa no debe quedar vacía.

Padre. Una palabra que le había asustado toda la vida, no por falta de deseo, sino por falta de saber. Pero quizá, mientras haya vida, nunca es tarde para aprender.

Está bien dijo. Me quedaré.

Un mes después, vendió su piso en la ciudad y se mudó definitivamente. Plantó huertos, reparó el tejado, pintó la casa. El silencio alrededor ya no oprimía; era como el suspiro de la tierra.

Visitaba el cementerio, hablaba con Cayetana y con Luna, contándoles el día, el tiempo, lo que había sembrado, la gente del pueblo.

Y a veces le parecía que escuchaban. Esa idea le daba una paz que hacía años no sentía.

Muy, muy lejos.

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