La lluvia de la tarde empapa las calles de Madrid, arrastrando el rastro de lápiz labial que aún se aferra al rostro empapado de lágrimas de Alazne Jiménez. Apoya su muleta, lleva una bolsa de tela desgastada y un fajo de bocetos arrugados, todo lo que le queda después de que su madrastra la expulsa de la casa.
Tras ella, la voz aguda de Violeta resuena entre el trueno. «¡Fuera! No alimentaré a una parásita inválida». Un relámpago ilumina la figura diminuta que resbala por la acera. No hay techo, nadie que la reconozca como hija, sólo la frágil certeza de que Dios sigue mirando. Un espejo se rompe junto al camino, la lluvia se mezcla con la sangre de su rodilla. En sus manos temblorosas aprieta un dibujo empapado: un vestido bordado con hilos de oro.
Susurra: «Mamá, ¿brillarán otra vez estas grietas?». No imagina que esa noche tormentosa la conducirá a un encuentro que cambiará su vida y hará que el mundo recuerde su nombre por la luz que lleva. ¿Desde dónde nos observa? ¿Madrid, Barcelona o Sevilla? Deja tu ciudad en los comentarios para que el programa Cuentos Africanos TV sepa que acompañas la historia de Alazne.
Los amaneceres en el barrio de Triana, Sevilla, siempre huelen a canela, flores y sudor de amor. En una casa modesta, se oye el zumbido rítmico de una máquina de coser junto al suave canto de María, una mujer andaluza que ha tejido su vida con paciencia y fe.
Cada puntada es una oración, hija mía, le dice a Alazne mientras guía la aguja por la tela. Hazlo con el corazón, no con miedo. La casa es pequeña pero rebosa risas. A los ocho años, Alazne ya corta tela; a los nueve, borda su nombre en hilo de oro en los bolsos que su madre confecciona.
Su padre, Miguel Jiménez, camionero de largas rutas, llega a casa con el olor a aceite de motor y un pequeño obsequio para su pequeña princesa de la costura. La vida es sencilla pero colmada de fe.
Una domingo por la mañana, María cose el vestido para la misa, pero sus manos tiemblan y el sudor cubre su frente. Alazne le pregunta: «¿Estás bien, mamá?». «Solo un poco cansada, cariño, sigue cantando tus himnos». Mientras Alazne entona, la aguja se le escapa y cae al suelo. El médico le dice que María padece una afección cardíaca y necesita reposo.
Aun enferma, María sigue en su mesa de coser, elaborando hábitos religiosos. «Porque el Señor me ha dado estas manos», dice. Alazne le lleva agua, medicinas y le seca el sudor. «Mamá, por favor, no trabajes», suplica. María, con una débil sonrisa, apoya su mano sobre la mejilla de su hija: «Aprende a trabajar incluso con dolor, a veces la luz brota de las grietas».
Una mañana, Alazne corre al cuarto de su madre y la encuentra con los ojos cerrados y los labios curvados en una leve sonrisa. Sobre la mesa yace un brazalete de madera partido por la mitad. Alazne se queda horas en silencio, abrazando el brazalete y susurrando entre lágrimas: «Mamá, seguiré cosiendo tus sueños». La casa parece más grande y vacía.
Miguel se queda en casa un tiempo, preparando café y desayunos para llenar el vacío que nunca se colmará. El dolor no desaparece, solo se apacigua. Un año después, Miguel vuelve a la carretera. Antes de partir, abraza un espejo y susurra: «Papá tiene que trabajar para mantener esta casa, niña. Sé fuerte y recuerda las palabras de tu madre». Alazne asiente. Se queda, dibuja, borda y se aferra a las lecciones de su madre. La casa pierde su música, pero sus dibujos florecen con colores, cada vestido es un sueño de María.
En una gasolinera de Andalucía, Miguel conoce a Violeta, una joven de sonrisa cálida, ojos brillantes y voz suave. Ser conductor de largas rutas debe ser solitario. Violeta le cuenta que trabaja en un salón de belleza y cuidaba a su madre enferma. Miguel ve en ella la ternura de María. Meses después, se casan en una ceremonia íntima.
Alazne, ahora con catorce años, lleva el vestido azul de su madre fallecida y un ramo marchito, observando a Violeta entrar en su hogar. Al principio, Violeta parece cariñosa: «Llámame mamá V, niña», dice, trenzando el cabello de Alazne, cocinando y contando historias. Miguel celebra. «Mira, hijita, Dios sigue amándonos». Pero el amor falso huele a miel envenenada.
Una noche, Miguel parte en un viaje de tres semanas. Violeta cambia de repente: «Lava los platos, haz mi ropa, no toques mi maquillaje». Alazne obedece, pero al romper algunos platos, Violeta la golpea con dureza: «¿Crees que tu discapacidad te hace especial?». Alazne cae, su muleta cruja contra el suelo. «No lo quería», balbucea Violeta. «Cállate», sisea. «Eres una carga. Sin ti, tu padre sería feliz». Esa noche, Alazne esconde el brazalete bajo la almohada, lágrimas empapando su rostro.
Violeta finge ser la madrastra perfecta por teléfono: «Alazne va muy bien, cariño». Luego ordena que la niña limpie, cocine y haga recados. Un día, Violeta usa el móvil de Alazne para llamar a una amiga. Cuando Alazne recupera el teléfono, ve que se ha retirado dinero de la cuenta de su padre. «Usé un poco para pagar las facturas hospitalarias de tu madre fallecida», sonríe Violeta. Alazne no responde.
Con fe, Alazne cree que Dios la observa. Una tarde húmeda, la lluvia golpea la ventana. Violeta la mira al espejo y le dice: «¿Crees que no sé que dibujas vestidos? Patética, una inválida que sueña con ser diseñadora». Alazne aprieta su cuaderno, tembloroso: «Este es el sueño de mi madre. No lo abandonaré». Violeta arranca las páginas y las arroja a la basura: «Los sueños no compran pan, inútil». Alazne observa la lluvia, su corazón se quiebra. Esa noche rescata los bocetos mojados, los aprieta entre dos Biblias viejas y jura: «Me pueden quitar todo, pero seguiré cosiendo con fe». Días después, Miguel vuelve a casa.
Violeta le recibe con música y comida, una sonrisa pintada. Alazne se queda en silencio, su muleta golpeando suavemente el suelo. Miguel la abraza: «Papá ha vuelto, cariño. ¿No estás feliz?». Ella fuerza una sonrisa. Esa noche, Violeta finge dormir en el sofá mientras Miguel le susurra a su hija: «Estaré más tiempo en casa». «¿Vamos a la exposición de moda en Barcelona?», pregunta Alazne. Violeta abre los ojos, la furia burbujea.
Al día siguiente, Miguel recibe una llamada urgente: una entrega necesita adelantarse. «Solo tres días», dice. «Luego iremos a Barcelona». Alazne asiente, aunque su pecho se enfría como si el aire mismo advirtiera. Violeta arroja su taza al suelo: «Sin él, no eres nada». Alazne baja la cabeza. Violeta agarra su barbilla: «No hay sitio para dos mujeres aquí». La tarde, el cielo se abre.
Alazne se sienta en su mesa de coser, bordando el vestido de raíces y alas que su madre soñó. Violeta entra con un sobre: «He retirado el dinero del seguro. No te queda nada». Alazne se queda helada. «No puedes hacerlo», protesta. Violeta se ríe: «Lo entenderás cuando estés fuera de mi casa». Lanza la bolsa de Alazne al exterior y grita: «¡Fuera! Ve a coser tus sueños en la calle». La lluvia cae a raudales. Alazne, con su muleta, levanta la vista al cielo. En su bolsa solo lleva la mitad del brazalete y unos bocetos arrugados. No sabe que al final de esa calle un hombre llamado Pedro Cortés ha visto todo.
Esa noche, el destino comienza a girar. ¿Has conocido a alguien que finge amabilidad pero oculta un corazón oscuro? Comenta fe para recordarnos que la verdadera confianza sólo pertenece a los que viven con amor. La mañana siguiente, la luz se cuela por la ventana de la casa que antes era de Madrid; el espejo, ahora llamado hogar, ya no calienta. Dentro, Violeta se sienta con una taza de café, labios pintados de rojo profundo, mirándose en el gran espejo. Murmura: «Al fin, no queda nadie que me impida avanzar». Fuera, Alazne tiembla, aferrando su muleta, intentando recuperar la bolsa arrojada al escalón.
Los vecinos la ignoran; están habituados al grito de Violeta y a la niña discapacitada sentada en la esquina del porche. Nadie sabe que la noche anterior, mientras la lluvia ahogaba su llanto, Alazne caminó hasta la parada de autobús en busca de refugio. Ahora solo quiere volver por una cosa: el brazalete de madera que pertenecía a su madre. Alazne abre la puerta, pero Violeta ya está allí. «¿Qué vuelves a buscar, parásita?», dice con voz de acero. Alazne responde: «Solo quiero el brazalete de mi madre». Violeta sonríe y extiende la mano: «Ah, esa baratilla». Sin vacilar, aprieta el brazalete. El cristal se rompe.
El sonido agudo retumba como un corazón que se parte otra vez. Las cuentas se esparcen por el suelo de madera. Violeta se marcha con tacones que retumban como tambores fúnebres. Alazne se arrodilla, recoge cada perla, sus manos tiemblan, pero ya no llora. Solo susurra: «Señor, si me escuchas, no dejes que mi corazón se endurezca».
Tras ser expulsada, Alazne alquila una habitación diminuta sobre una panadería en Edgewood. El techo gotea, la ventana da al cielo. Sobrevive con la pequeña ayuda que queda y vendiendo sus bocetos en el mercadillo. De noche, dibuja como si cada línea pudiera curar sus heridas internas. Una noche, mientras se inclina sobre un boceto, un viento se lleva el papel por la ventana. Sale a buscarlo y allí aparece Pedro Cortés, un SUV negro se detiene frente a la panadería.
Un hombre alto, traje gris, ojos cálidos, baja. Recoge la hoja. «Has dejado caer tu sueño», dice. Alazne, sorprendida, responde: «Gracias. No pensé que me recordaras». Pedro sonríe: «Te vi bajo la lluvia esa noche. No todos se aferran a los dibujos en vez de al abrigo». Alazne baja la mirada, tímida. «Es todo lo que me queda». Pedro le muestra una tarjeta con su sello dorado: Pedro Cortés, CEO de Roots & Wings Atelier. «Si te animas, ven mañana. Necesito a alguien que vea el mundo de otra forma». Alazne pasa la noche entre la esperanza y el miedo. ¿Trampa o regalo de Dios? Al alba, recoge sus bocetos intactos, se mira al espejo. La chica que se refleja es delgada, pero sus ojos guardan una llama constante. Se dirige a Roots & Wings, un edificio de cristal en el centro de Barcelona. El guardia la mira sospechoso. «¿Tiene cita?». Alza la tarjeta dorada y él asiente.
En el quinto piso huele a tela nueva, máquinas de coser y lavanda. En las paredes cuelgan retratos de mujeres negras con atuendos poderosos. Una mujer mayor, canas recogidas, está al lado de la mesa de corte: Evelyn Carrión, diseñadora veterana. «¿Vienes a aprender o a buscar trabajo?», pregunta. Alazne responde: «Quiero trabajar, haré lo que sea». Evelyn lanza una tira de tela: «Cóselo recto. No sea rápida, sea honesta». Alazne, con la mano temblorosa, comienza a coser. Después de unos minutos, Evelyn asiente: «No está mal. Tus manos tiemblan, pero tu corazón es firme. Eso es raro». Pedro entra y, al verlas, dice sorprendido: «¿De verdad has venido?». Alazne afirma: «Quiero intentarlo. No tengo credenciales, sólo fe». Pedro sonríe: «La fe es lo que más contratamos aquí». Le asigna un proyecto: diseñar un vestido que haga sentir bellas a las mujeres imperfectas. El boceto cobra vida: una falda larga, un bodice drapeado, bordes de hilo de oro.
Mientras Alazne recupera su propósito, Violeta, en otro barrio, se entera de la noticia: «Alazne trabaja en un atelier elegante». La envidia le arde. Busca en el móvil de Alazne y descubre que ha retirado dinero de la cuenta de seguro de accidente. «Usé un poco para pagar las facturas hospitalarias de tu madre fallecida», se jacta. Alazne no responde, pero sigue creyendo que Dios la vigila.
Una noche húmeda, la lluvia golpea la ventana del atelier. Violeta observa el espejo y le dice a Alazne: «¿Crees que no sé que dibujas vestidos? Patética, una inválida que sueña con ser diseñadora». Alazne aprieta su cuaderno: «Este es el sueño de mi madre. No lo abandonaré». Violeta arranca las páginas y las arroja a la basura: «Los sueños no compran pan». Alazne, con el corazón destrozado, rescata los bocetos mojados, los guarda entre Biblias y jura: «Me pueden arrebatar todo, pero seguiré cosiendo con fe».
Pedro vuelve un día y Violeta le recibe con música y comida, una sonrisa pintada. Alazne, en silencio, golpea su muleta contra el suelo. Miguel la abraza: «Papá ha vuelto, cariño. ¿No estás feliz?». Ella fuerza una sonrisa. Esa noche, Violeta finge dormir en el sofá mientras Miguel le susurra a su hija: «Estaré más tiempo en casa». «¿Vamos al desfile de moda en Barcelona?», pregunta Alazne. Violeta abre los ojos, la furia burbujea.
Al día siguiente, Miguel recibe una llamada urgente: una entrega necesita adelantarse. «Solo tres días», dice. «Luego iremos a Barcelona». Alazne asiente, aunque su pecho se enfría como si el aire mismo advirtiera. Violeta arroja su taza al suelo: «Sin él, no eres nada». Alazne baja la cabeza. Violeta agarra su barbilla: «No hay sitio para dos mujeres aquí». La tarde, el cielo se abre.
Alazne se sienta en su mesa de coser, bordando el vestido de raíces y alas que su madre soñó. Violeta entra con un sobre: «He retirado el dinero del seguro. No te queda nada». Alazne se queda helada. «No puedes hacerlo», protesta. Violeta se ríe: «Lo entenderás cuando estés fuera de mi casa». Lanza la bolsa de Alazne al exterior y grita: «¡Fuera! Ve a coser tus sueños en la calle». La lluvia cae a raudales. Alazne, con su muleta, levanta la vista al cielo. En su bolsa solo lleva la mitad del brazalete y unos bocetos arrugados. No sabe que al final de esa calle un hombre llamado Pedro Cortés ha visto todo.
Esa noche, el destino comienza a girar. ¿Has conocido a alguien que finge amabilidad pero oculta un corazón oscuro? Comenta fe para recordarnos que la verdadera confianza sólo pertenece a los que viven con amor. La mañana siguiente, la luz se cuela por la ventana de la casa que antes era de Madrid; el espejo, ahora llamado hogar, yaAlazne, con el brazalete reparado en la mano y el eco de su propia luz resonando en el atelier, mira al futuro y, firme, declara que su historia será la costura que une cada corazón roto con hilos de esperanza.







