El escalofriante secreto de la abuela ha sido revelado

Life Lessons

Hace ya años que el insomnio se coló en mi vida como una sombra que no me suelta, y anoche volvió a seguir su rutina amarga. Como de costumbre, me levanté de la cama, me acerqué a la ventana y entreabrí la persiana de la terraza. Respiré hondo el aire húmedo y frío de la noche madrileña, mirando cómo la neblina blanquecina cubría la ciudad dormida. Desde el tejado del edificio vecino, la pálida luna colgaba, tibia y sin rostro, bañando las calles con su luz helada.

Detesto esas noches eternas que hielan el alma. Pensé que con el tiempo el dolor se calmaría, que mi corazón se resignaría y volvería a sonreír pero sigo aferrada a los recuerdos, como quien se aferra a una caña para no hundirse. Le suplico en silencio a mi marido y a mi hija que aparezcan en mis sueños; mi corazón sangra de soledad. Han pasado cinco años, pero el tiempo no ha sido bálsamo, sino una cruel cuerda que se aprieta cada día más.

Ese día fatídico no anunciaba nada malo. Como siempre, me preparaba para un viaje de trabajo a una sede de la Universidad en Valencia. Estas comisiones son parte de mi rutina, sobre todo en mitad del curso, cuando los estudiantes a distancia necesitan mis clases y exámenes, a veces varias veces al semestre.

Mi esposo, Sergio, y mi hija, Margarita, ya estaban acostumbrados a mi vida de maletas. A veces nos gastaban bromas, pero siempre con cariño y mucho amor.

Y llego el día horrible en que vuelvo a casa y el silencio de la vivienda me aplasta. Unos minutos después suena el teléfono: Sergio y Margarita han sufrido un accidente de tráfico. No pudieron salvar a mi marido y mi hija está en el hospital, luchando por su vida.

Me quedó un vacío inmenso. El trabajo se volvió mi refugio: conferencias, estudiantes, jornadas interminables. Me cargué la mayor carga de docencia para ahogar el dolor y perderme en la vorágine de obligaciones.

Sin embargo, cada vez que veo a alguien en la multitud que me recuerda a mi esposo o a mi hija, se me acelera el corazón y una lágrima traicionera me brota sin querer.

A las cinco y cuarenta y nueve de la mañana suena el móvil insistente.

Buenos días, Nieva. Le recuerdo la recuperación de los estudiantes a las diez me dice la secretaria del departamento, Irina.

¡Gracias, Irina! Lo recuerdo le respondo y empiezo a prepararme.

Normalmente bajo a la universidad por el pasillo subterráneo, rodeada de puestos de churros, viejas con sus baratijas y músicos callejeros.

Hoy, sin embargo, llamó mi atención una joven con un bebé en brazos. Aprieta al pequeño contra su pecho como si quisiera protegerlo de todo mal. Lleva vaqueros rasgados y una chaqueta ligera, poco adecuada para el otoño. Tiene el mentón metido en el cuello y la mirada perdida. La gente pasa deprisa, nadie le suelta una moneda ni ofrece ayuda.

El bebé, envuelto en una manta limpia y caliente, duerme tranquilo. A los pies de la madre hay un maltratado baúl y un vaso de papel con unas cuantas monedas.

¿Cántos años tendrá? Tal vez dieciocho, quizá menos; la delgadez y el cansancio la hacen parecer más joven.

Reducí la velocidad y, de golpe, mi corazón se encogió al recordarme a Margarita. Sin pensarlo, saqué una cartera y le entregué un billete de cien euros.

Ella levantó la vista: unos ojos profundos, llenos de una tristeza infinita. Nos quedamos mirándonos en silencio.

¡Mamá! exclamó, casi susurrando, pero con una claridad que me heló la sangre.

Quedé paralizada, sin saber qué decir. Finalmente reuní el valor y le contesté:

Por favor, compre algo para usted y para el bebé mi corazón latía como una rueda desbocada, recordándome que debía irme, que el tiempo se me escapaba.

Llegada a la universidad, me sumergí en la rutina: exámenes, clases, tutorías. Pero la imagen de aquella mañana no salía de mi cabeza, me perseguía.

«Mamá» esa palabra que nunca volveré a oír. ¿Qué habrá pasado con esa joven madre? ¿Cómo llegó a esa situación? ¿Qué más puedo hacer por ella?

Al volver a casa por la tarde, crucé de nuevo el mismo pasillo. La joven ya no estaba. Sólo el viento hacía volar una envoltura de chocolate y unas hojas caídas sobre el suelo de hormigón.

La puerta de mi piso se abrió y me recibió una nube de aire cálido, aromático a empanadas de acelgas y bollos de leche. En la cocina, llena de cacerolas y cuencos, estaba mi madre, Luisa Alejandra, que vive en el edificio de al lado, en su propio apartamento. No quería mudarse a mi casa; su pequeño hogar era su fortaleza, lleno de recuerdos. Cada intento de persuadirla terminaba con su mismo, firme «No, hija, aquí me quedo».

Sin embargo, Luisa suele venir a mi casa con platos de tortilla, crocantes churros y pastelillos de su receta secreta. Se esfuerza al máximo por aliviar mi pena, sonriendo a pesar del dolor que lleva dentro, como si intentara tapar una herida con una manta.

¿Cómo ha ido el día? preguntó al entrar, mientras colgaba mi abrigo.

Mamá hoy en el pasillo subterráneo me encontré con una chica, casi una niña, con su bebé. Pedían limosna tartamudeé. Yo le di dinero.

Ya ves, no puedes ayudar a todos, pero el corazón te lo dice dijo, acariciándome el hombro. Ven, siéntate y cena; el té está listo.

Me senté, y en la mesa apareció una bandeja humeante de empanadillas. En la ventana, bajo la luz del farol, Barquito, mi gato naranja, ronroneaba en su rincón.

Mamá volví a llamar, más suave.

¿Qué, hija? Luisa levantó la vista, con una chispa de preocupación.

Me llamó «mamá» dije, sin saber cómo seguir.

Mi madre no respondió, solo asintió con la cabeza, con una melancolía que no necesitaba palabras. Después de una hora, me despedí y regresé a mi pequeño apartamento.

Esa misma mañana, el destino me cruzó de nuevo con la desconocida, pero ahora en una parada de autobús bajo una lluvia otoñal. El chaparrón caía con fuerza, como si quisiera lavar la ciudad. La chica llevaba la misma chaqueta ligera y los vaqueros rasgados; a sus pies, el baúl maltrecho. El bebé, agitado por el frío, lloraba y revolvía en sus brazos mientras ella le cantaba una canción de cuna.

Me quedé paralizada otra vez, con el deseo de ayudar ardiendo, pero temiendo invadir su dolor. No quería ser una molestia. Al fin, el miedo se disipó y me acerqué.

Hola dije con voz suave. Disculpa la molestia, ¿puedo echarte una mano?

Ella me miró, los ojos llenos de lágrimas que se mezclaban con la lluvia, y no dijo nada. Me senté a su lado en la banca mojada y le puse una mano en el hombro.

En este tiempo, estar al aire libre es peligroso continué. El bebé puede resfriarse y tú también. Vivo cerca, puedes pasar a mi casa a refugiarte y darle calor al pequeño.

Sin esperar respuesta, llamé a un taxi. La joven, como hipnotizada, se subió al coche. El silencio nos acompañó durante el trayecto, sólo interrumpido por el suspiro del bebé envuelto en su manta.

¿Cómo te llamas? pregunté al abrir la puerta de mi piso.

Aída contestó, cruzando el umbral.

Pasa, Aída, siéntate. ¿Tienes algo para alimentar al bebé?

Sí está en lactancia dijo, más fuerte.

Mientras ella cambiaba al bebé en la sala, llamé al departamento y cancelé todas mis clases del día. Después de años de exceso de trabajo, mis jefes aceptaron sin queja.

Aída, aquí tienes un plato de sopa caliente, come algo le ofrecí, colocando la bandeja sobre la mesa.

El pequeño ya dormía plácido, y Aída, con la voz temblorosa, tomó asiento. Miraba a su alrededor como si temiera que todo fuera una ilusión que pronto se desvanecería bajo la lluvia.

Gracias, de verdad susurró. Es una barbaridad estar sola con un bebé sin dónde ir.

¿Qué pasó? ¿Dónde está tu casa? le pregunté con delicadeza.

No tengo hogar. Fue culpa mía. En mi juventud firmé papeles que entregaron el piso de mi madre a mi ex, Néstor. Prometió que sería distinto, pero al final nos echó a la calle. Tomé mis ahorros, compré el primer billete de tren y huí. Así llegamos aquí.

¿Y tus familiares? insistí.

Nadie Mi madre murió hace tres años. Mi padre nunca la conocí; mi madre nunca habló de él, era un tema prohibido. No sé mucho de su vida, siempre evitó el pasado, como si guardara una terrible secreta.

Aída rompió a llorar.

Descubrimos su enfermedad demasiado tarde continuó entre sollozos. Los médicos dijeron que había esperanza, pero perdimos el tiempo. Después apareció Andrés, pensé que era amor, pero solo quería el piso. Mi hija y yo nos convertimos en una carga…

La abracé, sintiendo cómo se estremecía.

Quédate conmigo le dije firme. Vivo sola. Mi esposo y mi hija fallecieron hace años. Al verte, recordé a Margarita.

Esa noche, Aída revisó sus escasos objetos en la habitación que alguna vez fue de Margarita. Del baúl sacó un viejo marco de madera con la única foto de su madre. La miraba siempre en los momentos duros. En la foto, su madre, de veinticinco años, sonreía bajo un cielo azul, con mejillas sonrosadas. Aída sentía que su madre la escuchaba, como una presencia cálida que la guiaba.

Al día siguiente, mi madre Luisa volvió a visitarme con una caja de rosquillas y empanadillas. Fue entonces cuando conoció a Aída, la joven de la que tanto había hablado.

El relato de Aída sobre su andar errante despertó en la anciana un recuerdo largamente sepultado. Se vio transportada a un diciembre de hace casi cuarenta años, cuando ella, tras un parto difícil, recibió en su cuna solo a un bebé. La matrona le dijo con desdén: «Solo tiene un hijo, ¿qué fantasías tiene una madre?». Esa frase la marcó de por vida.

Al ver la foto de la madre de Aída, Luisa sintió que el rostro le resultaba extrañamente familiar, como si fuera una versión más joven de su propia hija, Nieva. El corazón le latía con fuerza, reconociendo una sangre que jamás había imaginado.

Con delicadeza, Luisa contó la historia a Aída una tarde, cuando la primera nieve cubría las calles de Madrid. Las tres mujeres, Luisa, Nieva y Aída, se sentaron alrededor de la mesa, bajo la luz tenue de la cocina, y el aroma de los pasteles llenaba el aire. Fue entonces cuando Aída comprendió que la mujer que la había llamado «mamá» en el pasillo subterráneo era, en realidad, su propia madre guiándola desde el más allá.

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