Andrés, ¿cómo puedes echar a la niña fuera? Es una chiquilla, está en una ciudad que no conoce. ¿Sabes lo que le puede pasar? insiste Andrés con la voz temblorosa de indignación. ¡Tú eres su madre! Piensa cómo se sentiría si a su hijo lo tratara así.
Mira, Ciri, él no actúa así, replica Carmen. Tiene catorce años, pero la insolencia le sobra. Si se atreve a desafiar a su tía, llegará a la estación sin ayuda.
Carmen sabe que quizá está exagerando. No tiene billete para su hija, tampoco conoce a nadie en la capital. De verdad está dejando a la niña sin rumbo. Pero ya no le importa; está harta de ese mocoso con falda.
En otro tiempo, Andrés le parecía a Carmen un soplo de aire fresco. Su primer matrimonio no fue un fracaso total, pero no había amor. Se casó con Sergio, su primer esposo, por conveniencia. Él era heredero de una familia adinerada, vivía a lo grande sin preocuparse de nada y cuidaba de Carmen.
Pensó que ese tipo era perfecto para formar una familia, pues sus hijos no les faltaría nada. Sus propios sentimientos los relegó al último plano. No había chispa en la relación, ¿y ahora qué? La vida no es un cuento de hadas; no todos se aman hasta la saciedad. Al menos el hombre era bueno y no la heriría.
Tenía razón en cierta medida: su único hijo, Ciro, realmente no necesitaba nada. Pero cuando creció y se hizo más independiente, los padres se dieron cuenta de que eran casi extraños el uno para el otro. No compartían aficiones ni temas de conversación. Carmen empezó a irse de vacaciones sola, sin Sergio. A propósito, la pasión de Sergio también se apagó; ya no sentía nada.
Al principio intentaron vivir como buenos amigos, pero el intento fracasó estrepitosamente. A Carmen le molestaba todo de Sergio: cómo dejaba charcos en el baño, el ronquido, la forma de comer, hasta la manera de respirar. Sergio, por su parte, empezó a interesarse por chicas jóvenes, las veía y las llamaba la pastilla contra el aburrimiento.
Al final se divorciaron. Sergio dejó una de las viviendas a Carmen y al hijo. Los primeros meses Carmen se acostumbró a vivir sola, a su manera, y luego empezó a anhelar amor. Al menos una vez en la vida.
Con esa ilusión se mete en una página de citas, pero no aguantó mucho tiempo. Los hombres que le aparecían eran de todo tipo. Algunos no habían encontrado trabajo a los cuarenta, otros insultaban a sus exesposas. Incluso los que parecían normales desaparecían después de la primera cita. No entendía la causa hasta que uno de los nuevos contactos le abrió el telón de la verdad.
La cita siguiente resultó repugnante. Después de una hora, el hombre empezó a acosarla y a intentar besarla. No se detuvo aunque Carmen le dijo claramente que era demasiado rápido. Luego la invitó a su casa con insistencia. Ella captó a qué iba el asunto y se fue, diciendo que tenía que pasar a recoger a su hijo en el instituto.
Se separaron así, pero esa noche Carmen recibe un mensaje privado:
¿No podías decirlo de una vez? He perdido el tiempo contigo. No me interesan las divorciadas con carga.
Le había dicho eso mientras estaban en una cafetería. Probablemente no se tratara del hijo, sino de la etiqueta divorciada que le mató el deseo de seguir buscando. Para los hombres eso es un lastre, aunque el hijo tenga quince años y en verano gane más que algunos pretendientes.
Carmen está a punto de renunciar a su sueño, cuando de repente lo inesperado ocurre.
Conoce a Andrés en el cumpleaños de su amiga María. Él la corteja con galantería, le sirve champán, le ofrece ensaladas. Sonríe cuando ella bromea y al final le pide el número.
María le advierte:
Carmen, ten cuidado. Con él vienen la exesposa y la hija.
A Carmen no le altera.
¿Y qué? Yo tampoco soy una señorita, responde. En la vida pasa de todo.
Más tarde Andrés le explica delicadamente que no pudo vivir con su esposa, pero según él la exesposa armaba escándalos a cada instante. Carmen se sorprende; él parece ser un tipo amable, tranquilo, ¿cómo pueden nacer conflictos?
Pronto descubre la respuesta, y no le gusta para nada.
Cariña, hoy voy a llegar tarde. Tengo que pasar por Violeta. Me ha pedido que recoja la bicicleta para Cristina, le dice Andrés.
No es la primera vez. En la última semana ya ha llegado tarde tres veces; Violeta ni siquiera puede cambiar una bombilla sin su ayuda. Al principio Carmen intenta comprender: la mujer se ha divorciado hace poco y se está adaptando, como ella lo hizo antes. Pero poco a poco la situación le satura.
Sabes cómo me siento con esto. ¿No puedes decirle simplemente que no? Empiezo a sospechar que hay algo entre vosotros.
Cariña, ¡teme a Dios! No puedo abandonar a Cristina. Las familias se desmoronan, los hijos quedan, lo entiendes
Lo entiendo. No me importa que ayudes, pero sin viajes eternos. Vamos a casa, y le enviamos a Violeta el dinero para un profesional. No necesitas estar allí.
Pues empieza Carmen.
No más cariña. O te vas a casa o te quedas con Violeta para siempre.
Con cierta dureza, Carmen consigue que Andrés deje de ir a casa de su ex. Sin embargo él sigue queriendo ver a su hija, así que Cristina pasa los fines de semana con ellos, y cada visita es una prueba de resistencia.
En la primera noche la niña exige que su padre duerma en su habitación, siempre, porque le da miedo estar sola. Después se mete en la colección de perfumes de Carmen y se roció un frasco entero de fragancia cara. En la tercera ocasión se queja de la comida.
No lo voy a comer dice Cristina, apartando el plato. No sabe bien. Lo de mamá sabe mejor.
Entonces quédate con hambre, replica Carmen, al borde del colapso. O vete a casa de tu madre.
¿Me echáis? ¡Le diré a mi madre que aquí no me alimentan! protesta la niña, cruzando los brazos.
Nenas comienza Andrés, con el ceño fruncido. No nos peleemos. Pediré una pizza.
Cada encuentro con Cristina desencadena discusiones. La niña actúa como si Carmen no fuera madre y se porta como dueña de la casa. La mujer percibe que la niña quiere que su padre vuelva a visitar su casa o incluso regrese con su madre, y lo consigue poco a poco, minando la relación.
Pues ahora tendrás que irte a otra ciudad le dice una amiga. Te lo advertí.
No pensé que las divorciadas vinieran con carga masculina, suspira Carmen.
Al final decide tomarse en serio el consejo. ¿Por qué no mudarse? El hijo ya vivía solo en otra ciudad; nada la retenía.
Se trasladan a una zona costera de la provincia, a una casita a las afueras de la ciudad, cerca del mar. Durante dos años todo es perfecto: silencio, tranquilidad y la posibilidad de disfrutar de la vida en pareja. Pero entonces
Cariña, no te enfades empieza tímido Andrés. Violeta me ha llamado. Me ha pedido que cuide a Cristina en sus vacaciones de verano, al menos un mes. Tiene problemas de salud, el médico le recomienda el mar, pero los viajes son caros. Además Violeta tiene vacaciones en invierno.
Carmen lo mira como quien ve entrar una vaca en la puerta.
¡Ni de coña! ¡No a Cristina! exclama.
Carmen ya lo he hablado con ella. Ha entendido y promete no volver a comportarse así.
Al principio Carmen se resiste, pero finalmente cede. Después de todo, es la hija del hombre que ama. Tal vez Cristina haya cambiado realmente.
No.
La primera semana la niña se porta callada, suele quedarse en su habitación o pasear con su padre. Después, la tormenta arranca.
Cristina, ¿podrías no andar por la casa con los zapatos de calle? No es costumbre aquí.
Ay, se me olvidó quitarlos responde con una sonrisa. No importa, está todo sucio de todos modos.
Sin pedir permiso invita a gente, toma alimentos que Carmen le había pedido que no tocara, escucha videos a todo volumen por la noche. Cuando le piden que baje el sonido dice que se le olvidaron los auriculares, pero que si le compran unos nuevos lo hará. Además se queja constantemente a su madre, y Violeta le llama con broncas.
La paciencia de Carmen se rompe cuando la niña, según ella, rompe accidentalmente la taza que Ciro le regaló con su primer sueldo. Era una taza especial.
No pasa nada, como si nos faltaran tazas, comenta Cristina con indiferencia.
Ese día Carmen le dice a Andrés que ya no lo aguanta. De forma radical, ha decidido que no quiere más a ese pequeño revoltoso en su territorio.
Andrés se pone del lado de su hija.
Carmen, quizá ella tenga culpa, pero sigue siendo una niña. Tú eres una adulta. Podrías intentar llevarte mejor con ella, al menos una vez al año, argumenta. De lo contrario, parece que no te importa lo que le pase a mi hija.
Carmen duerme esa noche en la habitación de invitados, sin querer ver a Andrés. A la mañana descubre que ni él ni su hija están en casa.
Todo bien, pero Andrés desaparece tres días. Probablemente haya llevado a Cristina a algún sitio por precaución. No responde llamadas ni mensajes. Carmen solo puede imaginar qué ocurre tras la cortina.
Vuelve al cuarto día.
Pues voy a volver a casa. Nos vemos mañana a las seis, dice con normalidad Andrés.
Carmen podría fingir que todo sigue bien, como cuando él iba a casa de su ex cada dos días. Pero la guerra la cansa. Además Andrés ya no está de su lado.
Andrés, no te enfades, pero vuelve con Violeta. Hay gente que prefiere estar juntos que separados, ¿no? responde Carmen.
Carmen, ¿qué pasa? Todo bien, solo he llevado a la hija.
Sería mejor que no viniera nunca más, o que la pusieras en su sitio. No lo has hecho en años. Ya estoy harta de pelear en mi propia casa y contigo.
Andrés intenta convencerla, pero ella se mantiene firme. No sabe si él le es infiel o si está bajo el yugo de Violeta y Cristina. No revisa sus redes sociales a propósito.
Sí, en su día Carmen buscaba amor. Pero, ¿qué hacer si el hombre a tu lado prefiere amarse a sí mismo, su comodidad y sus medias verdades? Carmen decide que el punto de partida es quererse a sí misma. Y el espionaje de exesposas no encaja en esa definición.







