Margaritas para el abuelo

Life Lessons

Granito de manzanilla para el abuelo

Don Gregorio Fernández vivía al final de la calle, en una casa pequeña pero muy robusta.

Los muros, ensamblados años atrás por su padre con gruesas troncas de pino, se habían ennegrecido con el paso del tiempo, pero permanecían inquebrantables. El tejado, aunque se hundía levemente hacia el este, no dejaba pasar ni una gota de lluvia. En cambio, el portal estaba torcido; hacía tiempo que necesitaba repararse, pero nunca encontraba las manos para hacerlo.

A sus ochenta años, el viejo aún cuidaba el huerto, no por necesidad sino por costumbre.

Cada mañana, apenas el sol tocaba las copas de los manzanos, salía al patio, cogía la azada o la regadera, según la hora, y se dirigía a las parcelas. Patatas, cebollas, zanahorias y pepinos crecían alineados, como en los tiempos de Doña Concha. A ella le encantaba el orden. Aunque la pensión le alcanzaba y sus hijos a veces le enviaban algo de dinero, no podía abandonar la tierra.

Había criado a sus hijos, llevado una vida digna, como cualquiera. Ahora, en la soledad del patio vacío, a veces sentía que la tierra lo esperaba cada amanecer, fiel, inmutable, la última confidente.

Los hijos se habían marchado hacía años, y su esposa falleció hacía cinco inviernos.

Su hijo está en Sevilla, su hija en Granada. Llaman de vez en cuando, y la visitan una vez al año. Y Concha una mañana no despertó. Quedó tendida con los ojos cerrados, como si dormiese, pero los labios se habían teñido de azul. Al principio no lo comprendió.

Sin embargo, siguió hurgando entre los surcos, como si esperara que ella saliera de la casa y le gritara: «¡Gregorio, ven a cenar!». A veces, cuando el viento movía la cortina de la cocina, le parecía escuchar su voz. Se giraba, pero no había nada.

Nadie llamaba. Solo el gorjeo de los gorriones bajo el tejado y el ronroneo de la vieja gata Margarita, encaramada a sus pies.

Al otro lado del seto vivía una familia joven: Sergio, Lara y su hija de cinco años, Lucía.

Su casa, también antigua, estaba pintada de azul celeste, como un trozo de cielo que había caído entre los huertos. Sergio, alto y con gafas, siempre estaba reparando algo: a veces arreglaba la cerca, a otras construía una banca. Lara, esbelta y veloz, estaba a la máquina de coser o colgaba la ropa. Y Lucía era la imagen misma de la infancia, traviesa y inquieta.

Habían llegado del pueblo hace un año, compraron una casa vieja y la pusieron a punto. Decían estar cansados del ruido, del ajetreo y del smog de la ciudad, y anhelaban estar más cerca de la gente y de la naturaleza.

Sergio trabajaba desde casa (hablaba de teletrabajo, una palabra que el abuelo no comprendía del todo, pero respetaba porque era su sustento).

Lara hacía encargos de costura.

Entre su patio se escuchaba el zumbido de la máquina de coser, y de vez en cuando aparecían en cuerdas vestidos, camisas e incluso trajes extraños, quizá para teatro o para fiestas. ¿Por qué en cuerdas? Probablemente estaban almidonados.

Lucía corría por el patio, persiguiendo a los polluelos o arrancando flores del rosaledo de Don Gregorio.

La niña, pálida de pecas y con dos coletas que apuntaban en direcciones opuestas, reía a voz en cuello y, de pronto, se quedaba contemplando una mariquita. Siempre estaba metiéndose en algún lío.

Una tarde, Don Gregorio la vio escalar el seto y acercarse a sus manzanillas.

¡Abuelito, puedo coger tus florecillas? exclamó al verlo.

El abuelo estuvo a punto de enfadarse; esas manzanillas las había plantado Concha Pero al mirar los ojos brillantes de la niña, le dio la mano.

Córtalas, córtalas. Pero no arranques la raíz.

Lucía asintió con entusiasmo y empezó a deshojar las flores con delicadeza, cuidando de no aplastar los pétalos.

Don Gregorio la observaba y pensó que tal vez Concha, cuando era niña, había sido igual de vivaz, con pecas sobre la nariz.

La niña se inclinó y una de sus coletas se desvió. La atrapó con destreza y la volvió a colocar, sin que le estorbara, y siguió arrancando flores murmurando para sí:

Esto para mamá esto para papá y esto para mí

Él sonrió sin querer.

¿Y a mí? preguntó de improviso, sin esperar respuesta.

Lucía le miró con los ojos redondos y luego soltó una carcajada:

¡A ti todas! ¡Tú las cultivaste! Y a mamá y papá también te traigo.

Y le entregó un manojo entero.

Don Gregorio tomó las manzanillas, percibiendo su aroma tenue. Concha siempre las ponía en una jarra con agua, sobre la mesa junto a la ventana.

Gracias murmuró.

Abuelito, ¿por qué tienes tantas flores? insistía Lucía. En nuestro patio solo hay hierba y dos arbustos

Mi esposa lo amaba respondió sencillamente.

¿Dónde está tu esposa?

Se quedó helado. ¿Cómo explicarle a una niña de cinco años que la palabra muerta existía? Lucía, sin embargo, pareció entender. Se quedó callada, y luego, con ternura, le acarició la mano:

¿Está ahora en el cielo?

Sí susurró él.

Mi abuela también está ahí. Mamá dice que se ha convertido en una estrella.

Don Gregorio asintió, sin saber qué decir. Pero Lucía cambió de tema al instante:

¡Mira, una mariposa!

Y salió disparada por el patio, olvidándose de las manzanillas y de los pensamientos tristes.

Él se quedó allí, con el ramo en la mano, y luego se encaminó lentamente a la casa. Encontró una jarra polvorienta en la repisa, la limpió, la llenó de agua y puso las flores sobre la mesa, como lo hacía siempre Concha.

Al atardecer, se oyó un golpeteo en la puerta. En el umbral estaba Lara, con una bandeja en las manos.

¡Buenas tardes, don Gregorio! Hemos horneado un pastel y queríamos compartirlo se interrumpió al ver las manzanillas sobre la mesa.

Gracias dijo él. Adelante.

Lara cruzó el umbral con cautela y dejó la bandeja sobre la mesa.

¿Hoy Lucía le ha arrancado flores?

Sí. Es una niña muy buena.

¡Qué traviesa! sonrió Lara, pero sus ojos brillaban. ¿Te está cansando?

No contestó él sinceramente. A veces me siento solo.

Lara se sentó, como si sus piernas no pudieran sostenerla.

Al principio temíamos que aquí fuera demasiado silencio. En la ciudad siempre hay vecinos al ladito Pero aquí solo el viento entre los árboles.

Se acostumbrará dijo Don Gregorio.

Guardaron silencio. Entonces Lara propuso:

¿Qué tal si mañana vienen a cenar? Sergio quiere hacer una buena parrillada.

El abuelo quería rechazar; estaba habituado a su soledad, a su silencio. Pero recordó el grito de Lucía: «¡A ti todas!».

Iré respondió inesperadamente.

Lara sonrió y se levantó:

Entonces nos vemos mañana.

Cuando ella se marchó, Don Gregorio se acercó a la ventana. En el patio de los vecinos brillaba una luz y, a través de la cortina, vio a Lucía saltar por la habitación, agitando los brazos, mientras Sergio le hablaba riendo.

Suspiró y miró las manzanillas en la jarra.

Concha susurró. Parece que ya no estoy solo.

Y el silencio de su casa ya no le pesó tanto.

Al día siguiente, el amanecer se anunció con un fuerte golpeteo en la puerta. Don Gregorio, recién terminada su taza de café, protestó:

¿Quién osa interrumpirme a esta hora?

En el umbral estaba Lucía, con unas botas de goma enormes, claramente de su padre, y los ojos chispeantes.

¡Abuelito, mamá dijo que hoy vendrás a la barbacoa! ¡Ya llevamos leña! ¡Vamos!

El viejo se quedó perplejo, recordando la invitación de la noche anterior.

Pues me habíais llamado a cenar

¡Y papá ya está marinando la carne! intervino la niña, agarrándolo del brazo. ¡Y mamá prepara otro pastel! ¡Lo prometiste!

Don Gregorio se examinó el chaleco gastado y las sandalias gastas.

Espera, nieta, déjame vestirme

¡No hace falta! exclamó Lucía, arrastrándolo. ¡Ya eres guapo así!

Diez minutos después estaba sentado en la banca del patio vecino, mientras Sergio avivaba las brasas en una parrilla improvisada hecha con un viejo tambor. El sol de la mañana calentaba, pero bajo la sombra del manzano había frescura.

Don Gregorio, ¿cree que las brasas ya están listas? preguntó el vecino, secando el sudor de la frente.

El anciano se puso de pie con ruido, miró la parrilla y murmuró con satisfacción:

Quedan unos cinco minutos, están en su punto. Se ve la capa blanca que se forma.

Lara sacó de su casa una bandeja con la carne marinada, que desprendía un perfume de ajo y hierbas.

Don Gregorio, hoy es usted nuestro consejero principal de la barbacoa. Mi marido no es muy diestro con la carne.

Sergio quiso protestar, pero se limitó a asentir con resignación.

Así comenzó el día más inesperado de los últimos cinco años.

Don Gregorio enseñó a Sergio los trucos de la carne perfecta, mientras Lucía daba vueltas tratando de ayudar (y siempre entorpeciendo). Lara disponía los platos y picaba una ensalada de verduras.

Cuando se sentaron bajo la sombra del manzano, el abuelo se dio cuenta de que se reía de un chiste de Sergio un chascarrillo algo grosero, pero que en aquel círculo resultaba tremendamente gracioso. Lucía, manchada de ketchup, servía con dignidad un compot de la jarra, derramando la mitad en los vasos.

Abuelito, ¿es verdad que fuiste tanque en la guerra? preguntó de pronto, con los ojos muy abiertos.

La mesa quedó en silencio. Sergio y Lara se miraron.

¡Luz! exclamó la madre.

No respondió Don Gregorio, sonriendo inesperadamente. Yo era un chaval como tú, cuando la guerra llegó. Solo que con hambre.

Y contó cómo, después del conflicto, recogía granos en el campo del colectivo. Relató el día en que encontró una patata congelada y cómo ese fue el mejor día de su vida. Lucía escuchaba boquiabierta; cuando terminó, saltó y lo abrazó:

¡Te daré toda mi patata! ¡Todas!

Todos rieron, y Don Gregorio sintió una calidez interior.

Al anochecer, cuando las primeras estrellas empezaron a parpadear, regresó a casa.

Sergio lo acompañó hasta la verja.

Gracias, don Gregorio. No tiene idea de lo importante que ha sido para Lucía y para nosotros.

El anciano agitó la mano:

No importa

En serio. Nos mudamos aquí para estar más cerca de la gente. Y al final es al revés. Mientras usted no

Don Gregorio interrumpió:

Mañana venga a mi huerto. Le enseño a cultivar la patata. Sus surcos ya están llenos de hierba.

Sergio sonrió ampliamente:

Iré. Prometido.

En su casa, Don Gregorio se quedó largo rato ante la foto de Concha.

Mira susurró, temías que sin ti me perdería

Desde la ventana se escuchaba el canto de los grillos y la risa de Lucía que provenía de la casa vecina; parecía no haber cansado después de un día tan lleno. Apagó la luz y se acostó.

Por primera vez en mucho tiempo, el alba ya no le provocó temor.

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