¿Qué haces, cambiaste las cerraduras? estalló el tono indignado de Máximo. No he podido entrar ni media hora
Tus cosas están en Celia interrumpió Araceli. Ve a su casa si realmente sois el uno para el otro.
Máximo se puso pálido; la piel del cuello se le erizó y la mandíbula tembló.
¿Qué tontería? ¿Qué Celia?
Jara, ¿hoy tienes día libre? alzó Araceli una ceja, mirando a la peluquera temblorosa por el frío.
Jara, agitando la nieve de su brillante melena rojiza, se apresuró a ponerse el abrigo.
Ay, Araceli, la clienta acaba de llamar: necesita un peinado de boda con urgencia. Lo hizo hace una hora.
Voy ya contestó Jara, nerviosa, enredándose en los mangos de sus tijeras. ¿Te parece bien? Lo he anotado en mi agenda.
Araceli sólo gesticuló con la mano: La gente trabaja, y gracias a Dios. Me gusta este pequeño salón precisamente por el ambiente familiar.
Así transcurría el día: Raimundo mezclaba tintes complicados, murmurando al cliente; Luz y Pilar se tomaban un recreo entre manicuras, tomando té con una tarta de manzana que alguien había traído; Clara, junto a la ventana, limpiaba los utensilios.
El local era cálido, acogedor, perfumado a café y a productos de peinado.
El móvil vibró en el bolsillo. Mensaje de Máximo:
«Cariño, hoy llegaré tarde. Tengo una reunión importante con los clientes».
Araceli sonrió; su marido siempre avisaba cuando se retrasaba. Cuidadoso.
Había comprado, sin razón alguna, sus pasteles favoritos para sorprenderla.
Se abrió la puerta de entrada, dejando entrar el aire helado del invierno.
En el umbral estaba una mujer alta, de abrigo con gran cuello de piel, botas relucientes y guantes de cuero.
Buenas tardes dijo con voz fría, recorriendo el salón con la mirada. Necesito hablar con usted.
Araceli, como siempre, devolvió la sonrisa.
Le escucho.
En privado precisó la visitante, ajustando su impecable melena rubia.
Algo en su tono hizo que Araceli se pusiera en guardia. La condujo al diminuto rincón que llamaban oficina del director.
Me llamo Celia se sentó, cruzando una pierna sobre la otra. He venido a hablar de Máximo.
El corazón de Araceli latió con fuerza, pero exteriormente mantuvo la calma. Años tratando con clientes caprichosos le habían enseñado a no perder la compostura.
¿De qué Máximo?
Del suyo se inclinó Celia ligeramente hacia adelante. Escúcheme ¿cómo se llama usted?
Araceli.
Mire, Araceli, sé que está enferma. Por eso Máximo no se atreve a pedir el divorcio. Le teme a lastimarla, piensa que su estado mental no lo soportará. Pero no puede seguir así.
Nos amamos desde hace tiempo. Podríamos ser felices, si no actuáramos así.
Araceli la miró, sintiendo que la realidad se convertía en un sueño surrealista.
¿Máximo? ¿Ese mismo que la besó esa mañana antes de ir al trabajo?
Ese mismo que, ayer, pasó una hora eligiendo un tour para las fiestas de mayo «donde quieras, sol» en internet.
He pensado mucho continuó Celia, como ensayando su discurso. Sería honesto dejarle la mitad del piso. Entiende que obligar a un marido con chantaje es indigno.
Araceli exhaló lentamente. En su cabeza resonaba un eco extraño, pero sus pensamientos permanecían nítidos como cristal.
Necesito reflexionar dijo con precisión. ¿Mañana nos volvemos a contactar?
Celia no esperaba tal respuesta. Titubeó, moviendo sus largas pestañas con incertidumbre.
Por supuesto anote mi número.
Esa noche, Máximo volvió tarde, como había prometido. Olía a su colonia habitual y a un perfume ajeno, el de Celia, apenas perceptible, pero Araceli lo distinguía con claridad.
¿Cenas? preguntó, viendo cómo él se quitaba los zapatos con el gesto de siempre.
No me niego le sonrió, dándole un beso en la mejilla. ¿Qué hay para nosotros?
Pasta de mariscos. Tu favorita.
Él comía con apetito, contando su día complicado, preguntando por el salón.
Todo como siempre, salvo que ahora Araceli percibía cada gesto, cada tono, como una actuación dirigida solo a ella.
«Cinco años retumbaba en sus sienes. Cinco años de golpes».
En la noche, sin poder dormir, escuchaba la respiración regular de su marido. Recordaba cómo se conocieron, cómo él la cortejaba, cómo le propuso matrimonio.
¿Dónde empezó la mentira? ¿Desde el principio o después? Y, sobre todo, ¿por qué?
Ella mantiene la casa, paga las facturas, compra regalos a toda la familia, incluida su tía anciana.
Organiza las vacaciones, vigila su salud, recuerda vitaminas y vacunas.
Y él él solo paga el préstamo del coche de lujo que compró a crédito, como símbolo de estatus.
Al alba, la decisión estaba tomada. Cuando Máximo, como siempre, la besó de despedida y salió al trabajo, Araceli revisó su móvil y encontró el mensaje de ayer.
Hola, Celia, soy Araceli. Quedemos hoy. Ya lo he decidido.
Con meticulosidad, doblaba las camisas de Máximo, alisando cada pliegue.
Azul oscuro a cuadros finos su favorito para reuniones importantes. Blanca con puños franceses regalo de su último cumpleaños.
Cinco años de vida compartida cabían en dos maletas y un bolso deportivo.
Celia llamó de nuevo, su voz resonaba con un triunfo apenas disimulado.
Ya estoy saliendo. El taxi está abajo. ¿Seguro que lo ha pensado bien?
Por supuesto respondió Araceli con calma. Si vamos a vender el piso, lo primero es vaciarlo.
Empaqué las cosas de Máximo, que se llevara lo que quisiera. Yo hablaré con él más tarde; él vendrá a su casa por la tarde.
Una pausa colgó en la línea.
Sabe, dijo Celia con duda, me parece que usted es muy sensata. Yo esperaba que fuera más agresiva. Pero usted es razonable.
Araceli frunció el ceño, como quien percibe a una joven que cree poder dirigir al mundo a su antojo.
La vida enseña la mesura replicó secamente. El alquiler del piso es de trescientos doce euros.
Celia entró al apartamento con su abrigo rosado, bolso de una marca conocida y tacones de aguja, pese al hielo que cubría la calle.
¡Mira, ese es su suéter favorito! exclamó, tanteando los objetos. ¡Y los gemelos que le regalé en Navidad!
Araceli se quedó helada. ¿Aquellos gemelos eran suyos? Máximo había dicho que los había comprado él en un viaje de negocios
Llévense todo murmuró, con voz grave. Incluso la ropa de cama, que está en una bolsa aparte.
Celia se encogió de hombros, arrastrando las maletas al taxi, arreglando su peinado una y otra vez.
Ya lo entiendo: Máximo no es feliz en el matrimonio. Un hombre así no puede convivir con se interrumpió, lanzando una mirada evaluadora a Araceli. En fin, estamos hechos el uno para el otro. Verá, él florecerá a mi lado.
Araceli observó en silencio cómo la extraña mujer reclamaba sus pertenencias. ¿Qué había dicho Máximo a su amante?
¿Qué historia tan conmovedora ha tejido sobre una vida infeliz con una esposa que no ama?
Cuando Celia cerró la puerta, Araceli se dejó caer en el sofá. En el vacío del apartamento retumbaba el silencio.
Cinco años de convivencia se habían convertido en un puñado de recuerdos y resultaron ser una farsa.
El móvil sonó de nuevo: era Máximo.
«Cielo, ¿quieres pizza esta noche? Tengo muchísima hambre)))»
Araceli sonrió. Incluso enviaba emoticonos. Un marido atento, cariñoso, orgullosa de su relación.
Las amigas envidiaban: «¡Cinco años y siguen como recién casados!»
A las siete de la tarde se oyó el timbre. En la puerta estaba Máximo, desorientado y despeinado.
¿Qué pasa? ¿Cambiaste las cerraduras? empezó él, irritado. No pude entrar ni media hora
Tus cosas están en Celia replicó Araceli. Ve a verla si realmente sois el uno para el otro.
Máximo se puso pálido; el nudo en su garganta se tensó.
¿Qué tontería? ¿Qué Celia?
Basta dijo Araceli, cansada. Ella estuvo ayer en el salón. Lo contó todo: vuestro amor, mi chantaje. Por cierto, ¿por qué estoy enferma? ¿Qué le has dicho?
Araceli, escúchame
No, tú escúchame. El piso es mío. El coche, lo dividiremos al divorcio; es de propiedad conjunta. Y sí, estoy perfectamente sana.
Cerró la puerta ante su rostro pálido. Sus manos temblaban, pero dentro había una extraña paz.
El móvil volvió a sonar casi al instante: era Celia.
¿Qué significa mi piso? gritó. ¡Ustedes prometieron!
No prometí nada replicó Araceli. Ustedes decidieron repartir todo. Por cierto, mira mejor a tu príncipe.
Él había comprado su coche a crédito, todo su ingreso se destinaba al presupuesto familiar.
Colgó el teléfono, lo dejó sobre el sofá y recorrió la casa, acostumbrándose al nuevo silencio.
En el armario brillaban estantes vacíos, en el baño faltaba su afeitadora, en la cocina la taza favorita con un eslogan absurdo había desaparecido.
Cinco años se evaporaron, dejando sólo vacío y una extraña sensación de alivio.
Araceli se acercó a la ventana. La nieve giraba fuera, las luces nocturnas se encendían en los pisos vecinos. La vida seguía.
Cogió el móvil y marcó un número.
¿Almudena? ¿Te acuerdas que hablabas de la despedida de soltera este fin de semana? Cambié de idea, voy con vos.







