“¿Qué quieres decir con que ‘no se ha hecho nada para cenar’? ¡No vinimos aquí por ti!” protestó el suegro, acomodándose en la mesa vacía.

Life Lessons

«¿Qué quieres decir con que no hay nada preparado para cenar? ¡No hemos venido por ti!» protestó el suegro, sentándose en la mesa vacía.

«No entiendo cómo aguantas esto», comentó Natalia, compañera de Lucía, sacudiendo la cabeza. «Yo habría puesto el grito en marcha hace tiempo».

Lucía suspiró mientras removía su café. La pausa del almuerzo estaba a punto de acabar y charlar con su amiga no le había aliviado nada.

«A veces siento que vivo en una calle pública», dijo Lucía apartando la taza. «Imagínate: llego a casa después de una reunión, sin fuerzas para estar de pie, y allí están la suegra y su amiga en la cocina tomando el té como si fuera su casa. Y Andrés ni se dignó a avisarme».

«¿Y qué hiciste?», preguntó Natalia.

«¿Qué podía hacer? Sonreí, por supuesto. Puse la tetera, saqué unas galletas».

Natalia sacudió la cabeza.
«Tú misma los entrenaste. Llevas soportando esto cinco años».

Lucía se frotó los templos sin querer. El dolor de cabeza que llevaba como compañero constante volvía a aparecer.

«Andrés dice que debo estar contenta, que sus padres me tratan como a una hija».

«¿Y aparecen a menudo?».

«Al menos tres o cuatro veces por semana. Sobre todo mi suegro, que le encanta aparecer sin avisar. Se sienta en el sillón y suelta: En mis tiempos y siempre pregunta qué hay de cenar».

En ese momento el móvil de Lucía sonó. Andrés había enviado un mensaje diciendo que sus padres pasarían por la noche para hablar de los planes del fin de semana.

«Mira», le entregó el teléfono a su amiga. «Él no pregunta, lo afirma».

«¿Y el piso es tuyo?», indagó Natalia.

«Sí. Lo compré antes de casarme, con una hipoteca que todavía me ahoga. Quedan tres años por pagar y no le he pedido ni un euro a mi marido. Mi padre me decía: Si te divorcias tendrás que dividir el piso. Por eso lo pago yo sola y guardo todos los recibos».

«¿Y ellos lo saben?».

«Claro. Para ellos no pasa nada. Víctor Fernández, el suegro, lo soltó sin rodeos: Esto es el nido familiar.».

El día de trabajo se alargó sin remedio. Lucía intentó concentrarse en los informes, pero no dejaba de pensar en la noche que se avecinaba. La charla con Natalia había abierto una grieta; antes se había convencido de que todo estaba bien, que así debía ser la familia. Ahora

A las seis, al cerrar la agenda, decidió que esa noche no cocinaría. Que ellos sintieran, por una vez, que ella era una persona viva y no una sirvienta.

Al llegar a casa se dio una ducha y se cambió a ropa cómoda, sin mirar la cocina. Se sentó en su sillón favorito con un libro que llevaba tiempo sin abrir.

El timbre sonó a las siete en punto. En la puerta estaba Víctor Fernández, con un periódico bajo el brazo, y detrás él la suegra, Raquel Martínez, con una bolsa de semillas de girasol.

«¡Hemos venido a verte!», anunció Raquel con alegre entusiasmo, y se dirigió directamente a la cocina.

Lucía asintió en silencio. El suegro, sin quitarse los zapatos de la calle, se instaló en el sillón del salón como de costumbre.

«¿Qué se cuece hoy?», preguntó mientras desplegaba el periódico.

«Nada», respondió Lucía con brusquedad.

Víctor dejó el papel sobre la mesa.
«¿Nada? ¡No os quedéis ahí como postes! ¡Ponéos a cocinar!».

Se oyó la puerta principal abrirse con fuerza: era Andrés entrando.

«¡Buenas, familia!», gritó desde el recibidor. «¡Madre, padre, ya estáis aquí!».

Raquel asomó la cabeza desde la cocina.
«Andri, mira Lucía no ha preparado nada».

«¿No ha preparado nada?», reflexionó Andrés, mirando a su esposa. «Sabías que mis padres venían».

«Lo sé», replicó Lucía con calma. «Me lo dijiste en el almuerzo».

«Entonces, ¿por qué no has improvisado algo? No sería la primera vez».

Lucía vio a su suegra lanzarle una mirada cómplice a su marido.

«Exacto, no sería la primera», se levantó del sillón. «Ni la décima. Estoy harta de ser una cafetería 24 horas».

«Querida, ¿qué dices», empezó a decir Raquel.

«¡Yo no soy tu querida!», soltó Lucía, temblorosa. «Tengo nombre, tengo vida, tengo mi propio piso».

«¡Lucía!», intervino Andrés, acercándose a su mujer. «¡Cesa con esas exageraciones!».

«¿Exageraciones?», rió Andrés con amargura. «¿Que es una histeria que, por fin, después de cinco años, digo no?».

Víctor dobló el periódico con dignidad.
«Sabes, Andrés, siempre dije que la malcrías. Y mirad el resultado».

«Y tú», replicó Lucía, girándose bruscamente hacia su suegro, antes de quedar en silencio. Un nudo se formó en su garganta y sus manos temblaron.

«¿Yo?», preguntó Víctor alzando una ceja. «Continúa».

Lucía apretó los puños. Cinco años de resentimiento acumulado estallaron.

«Estáis acostumbrados a tratar mi casa como vuestra. Venís cuando os place, dais órdenes, exigís comida ¡pero este es mi piso! ¡Es mío! ¡Y tengo derecho a estar sola de vez en cuando!».

Raquel alzó las manos.
«¡Andri, escuchas lo que dice! ¡Nos está echando!».

«¡Lucía, basta!», agarró Andrés el codo de su mujer. «Pide perdón a mis padres».

«No lo haré», se liberó Lucía. «He dejado de disculparme por querer una vida normal, sin visitas diarias y sin mandatos en mi propio hogar. ¡Estoy agotada!».

Los padres de Andrés se prepararon para marcharse. La suegra murmuró que Lucía era mezquina e ingrata. Por un momento reinó el silencio y Lucía esperó que todo se calmara.

Sin embargo, una noche Andrés anunció que sus padres vendrían a quedarse varios días. Lucía acababa de volver de un viaje de negocios de tres jornadas, cansada y saturada de reuniones.

«Andrés, acabo de bajar del avión. Necesito descansar, recomponerme».

«Sabes cuánto les gusta venir», respondió él sin mirar a su esposa, con los ojos clavados en el móvil.

«Solo les gusta comer gratis», cruzó por su mente Lucía, pero guardó silencio.

Los padres llegaron al atardecer con dos maletas enormes. La cantidad de cosas hizo que Lucía se pusiera en alerta.

Víctor se plantó en el salón y subió el volumen de la tele. Raquel, sin quitarse el abrigo, se dirigió a la cocina.

«Lucía, querida, el estómago nos duele de tanto viajar. Prepara algo rápido».

«Estoy trabajando», replicó Lucía, señalando su portátil. «Tengo una fecha límite».

«Trabajando, dice», se burló la suegra. «Podrías hacer un esfuerzo por los padres de tu marido».

Desde el salón se escuchó la voz del suegro:
«A propósito, de trabajo, Lucía, ¿puedes ayudarme con el móvil? No hay internet».

«Ahora no puedo, lo siento».

«Siempre es lo mismo», gritó el suegro al hijo. «No respeta a sus mayores».

Andrés se quedó callado, fingiendo no oír. Lucía apretó los dientes y volvió al trabajo. Media hora después la voz de la suegra resonó de nuevo desde la cocina:

«¡Lucía! ¿Cuánto tiempo más vas a fingir que estás ocupada? ¡Tenemos hambre!».

«Pidan comida a domicilio», espetó Lucía finalmente. «Hay un imán en la nevera con menús y números».

«¡Uf!», frunció Raquel. «Preferimos comida casera. En mis tiempos».

«¡Ya no soy la nuera del siglo pasado!», cerró Lucía su portátil de golpe. «Tengo vida propia, trabajo y planes. ¿Por qué debo abandonar todo cada vez que necesitáis algo?».

El silencio se instaló en la habitación. Incluso la tele pareció apagarse.

Víctor, con tono pausado, dijo: «Andrés, ¿escuchas cómo habla tu mujer?».

«Lucía está cansada», intentó calmar Andrés. «Yo mismo preparo la cena».

«No, hijo», se levantó el suegro del sillón. «No se trata de cansancio. Tu mujer se ha creído la reina porque el piso es suyo y nos mira por encima».

«¿Sabéis qué?», replicó Lucía, poniéndose de pie. «Sí, es mi piso y tengo derecho a decidir quién vive aquí y cuándo».

«¡Lucía!», le puso Andrés una mano en el hombro. «Podrías ser más tolerante, son mi familia».

«Déjenme», murmuró Lucía. «No puedo seguir así».

«¡Basta!», interrumpió de golpe la suegra. «Vamos, ponte a cocinar si tienes tiempo para discutir».

Tres pares de ojos la observaban. Y Lucía cedió.

Unos días después los padres de Andrés se fueron finalmente. Lucía esperaba que volviera la paz. Pasaron dos meses con relativa tranquilidad.

Una tarde, al volver del trabajo, soñó con un baño caliente y una taza de té. El día había sido especialmente duro: tres reuniones seguidas, un cliente difícil, atascos en la carretera. Al abrir la puerta con la llave, se quedó paralizada en el umbral.

Se oían voces y el ruido de los platos en la cocina. Víctor y Raquel ya se habían instalado, con la nevera abierta y los utensilios sobre la mesa.

«¡Ah, aquí estás!», exclamó Víctor, dejando el periódico. «¿Qué se va a preparar hoy?».

Lucía dejó su bolso.
«Nada».

Andrés, que estaba junto a la ventana, apartó la mirada. Víctor frunció el ceño:

«¿Qué significa nada? ¡No venimos por ti, venimos por la comida! ¡A la cocina!».

Algo se rompió dentro de Lucía. Sus sospechas se confirmaron: cinco años de humillaciones, concesiones y esfuerzos sin reconocimiento.

«Ya veo», se enderezó. «¿Es por la comida? Yo pensé que venían a ver a su hijo».

«Lucía, no empieces», intentó detenerlo Andrés.

«No, cariño, terminaré», replicó ella, dirigiéndose a su marido. «Esto no es una cafetería, ni un hotel. Es mi hogar, ¡mi casa! Y no permitiré que nadie me dé órdenes aquí».

Raquel alzó las manos.
«¡Andri, escuchas lo que dice!».

«No me habéis escuchado en cinco años», continuó Lucía. «Durante todo ese tiempo cocinaba y aguantaba vuestras visitas. Y tú», señaló a su esposo, «nunca habías tomado mi lado, ni una sola vez».

«¡Porque te equivocas!», estalló Andrés. «Te comportas como».

«¿Como qué?», le interrumpió ella. «¿Como alguien harto de servir en su propia casa?».

Víctor se puso de pie.
«Mejor nos vamos. No queremos interferir en tus decisiones».

«Exacto», asintió Lucía. «Idos. Y no volváis sin invitación».

«¡Lucía!», agarró Andrés su mano. «Pide perdón. ¡Ya!».

«No», la soltó. «Basta. Elige, Andrés. O respetas mis límites o», vaciló, «te vas con tus padres, de una vez».

Un pesado silencio cayó. Lucía observó cómo Andrés cambiaba la mirada entre sus padres y ella. Finalmente bajó la cabeza.

«Lo siento, Lucía. Pero son mi familia».

«¿Y yo?», preguntó Lucía en un susurro. «¿Qué soy yo?».

Durante varios minutos Andrés quedó mirando fijamente el rostro de su esposa, como buscando una respuesta.

«¿No vas a cambiar de opinión?», preguntó con voz sombría.

Lucía negó con la cabeza. Había hallado la fuerza para alterar la situación y no iba a renunciar a su libertad.

Andrés tomó su chaqueta y salió con sus padres. La puerta principal se cerró de golpe y el apartamento quedó inusualmente silencioso. Era el final del matrimonio.

Lucía se dejó caer en una silla. Las lágrimas no llegaron; en lugar de amargura sintió una extraña liberación, como si dejara atrás una mochila pesada que llevaba años cargando.

Su móvil vibró: un mensaje de Natalia: «¿Cómo estás?».

Lucía sonrió y empezó a teclear: «¿Te imaginas? Por fin».

Rate article
Add a comment

seventeen − 5 =