Cuando cumplí dieciséis años, una anciana gitana del mercadillo de la Plaza Mayor me tomó del brazo, repasó las líneas del destino y me dijo:
Nunca llegarás a casarte.
Yo sólo me reí. Pasaron los años y, cuando Valentín se presentó ante mí con el anillo, recordé aquellas palabras y, con una sonrisa, respondí:
Pues al menos seré la novia, si eso me sirve.
Nos casamos.
Los hijos tardaron en llegar. Los médicos, sin titubeos, nos dijeron que éramos infértiles, definitivo, sin alternativas.
Pues al menos seré la esposa, suspiré, intentando no llorar.
Pero un milagro ocurrió: quedé embarazada.
Es peligroso, puede que no sobrevivan, nos advirtieron los doctores.
Yo sólo sonreí:
Al menos seré la embarazada.
Di a luz a un niño fuerte y sano.
Los años pasaron. Con Valentín superamos todo: alegrías y pérdidas, risas y lágrimas, subidones y caídas. Cuarenta años volaron como un día.
Entonces llegó un nuevo diagnóstico.
Sólo les queda medio año de vida, dijeron los médicos.
Yo los miré directamente a los ojos y contesté:
Entonces saltaré en paracaídas. Siempre lo había soñado.
Y salté. Una vez. Otra. Y otra vez.
Meses después, al repetir los análisis, la enfermedad ya no estaba.
Porque mientras una persona realmente vive, el destino sólo se encoge sobre los hombros y vuelve a escribir su historia de nuevo.







