Hoy, mientras me sentaba en la silla del salón de la casa familiar en el corazón de Madrid, me di cuenta de que mis manos tiemblan al abotonar la chaqueta y que, a la hora de la comida, a veces dejo caer la cuchara o me mancho la ropa. Te ruego, hijo, que no te enfades y seas siempre amable conmigo.
Recuerdo cómo, con paciencia infinita, te enseñé a coger la cuchara cuando aún no sabías sostenerla, y a vestirte solo. Si repito las mismas cosas una y otra vez, no me interrumpas; simplemente escucha.
¿Te acuerdas de esas noches en que me pedías que te contara el cuento una y otra vez hasta que el sueño te vencía, abrazándome? Cuando me niego a entrar a la ducha, no me reproches; recuerda cómo inventaba historias para convencerte de bañarte cuando te negabas con terquedad.
Si me cuesta usar el móvil o el televisor, no te rías de mí; dame un momento. Recuerdo cómo te enseñé a escribir la primera letra, a contar manzanas y a formar números, mientras yo apenas aguantaba el cansancio.
Si a veces pierdo la palabra o me quedo sin ideas, ten paciencia y no te irrites. Lo que importa no es tanto lo que digo, sino que estés a mi lado, escuchándome sin apartarte.
Cuando mis piernas se debiliten y ya no pueda caminar a tu lado, no pienses que soy una carga. Solo extiende tu mano, como yo lo hice cuando diste tus primeros pasos por nuestro hogar.
Un día comprenderás que, pese a mis fallos, siempre quise lo mejor para ti. Cada paso y cada decisión fueron intentos de aligerar tu camino más que el mío.
Regálame un poco de tu tiempo y una pizca de paciencia; déjame apoyarme en tu hombro, tal como tú lo hiciste en el mío cuando el miedo o el dolor te sobrecogían.
Os quiero, Almudena, y también a ti, Luis. Y rezo por vosotros, aunque a veces ya no lo notéis.
He aprendido que el amor no se mide en palabras perfectas, sino en la constancia de estar allí.







