Viernes, 21h. Me encuentro en el sillón favorito con una taza de compota mientras la pantalla del televisor me muestra los últimos créditos de una serie de suspense. Mis ojos no siguen la trama; todo mi pensamiento está atado al sábado que se avecina. Otra visita de la suegra, el ritual sagrado que, desde hace cinco años de matrimonio, se ha convertido en una especie de prueba de resistencia.
Al principio todo era casi entrañable. Doña Carmen, la madre de Carlos, venía una vez al mes para ponerse al día, charlar, averiguar cómo iban los niños. Carlos, siempre cuidadoso, me decía:
Mi madre está sola y ya lleva diez años sin su marido. Deberíamos dedicarle un poco de tiempo, apoyarla moralmente.
Yo aceptaba con gusto; después de todo, es la familia del esposo, hay que respetar a la generación mayor y mostrarles cariño.
Con el tiempo, sin que yo me diera cuenta, las cosas empezaron a cambiar. Lo primero fueron las críticas al orden del hogar. Tras la primera visita, Doña Carmen, con su tono cortés, llamó a nuestro hijo:
Pepito, cariño, ¿quién lava los suelos en casa?
Pues, mamá, yo los limpio respondió él, sorprendido por la pregunta.
Pero veo manchas en el linóleo y polvo en los zócalos añadió ella.
Desde aquel día, antes de cada llegada de la suegra, me convierto en una obsesionada con la limpieza. Paso horas barriendo, fregando, puliendo los radiadores y los marcos de las ventanas hasta que brillan como en un museo.
Desde pequeña, mi madre ha exigido una limpieza impecable explicaba Carlos, mientras me observaba arrastrar la mopa. En su casa todo estaba siempre inmaculado.
Yo, cansada, replicaba:
¿Acaso me tomas por una desordenada? dije, enderezando la espalda encorvada.
Él, con paciencia, me contestaba que no, que simplemente soy más relajada. Relajada, claro, una mujer que trabaja diez horas al día en un banco, atendiendo a clientes nerviosos, informes y exigencias de la dirección.
Yo aguanto. La familia es, al fin y al cabo, un constante intercambio de compromisos y concesiones.
Con el paso del año, Doña Carmen empezó a aparecer cada dos semanas y, poco después, todas las sábados sin falta. Carlos justificaba su presencia:
Se aburre sola en su apartamento vacío. Al menos tiene un sitio donde descansar el alma.
Yo, por mi parte, sigo trabajando como una yegua en los galeras del banco.
Poco a poco, a la exigencia de una casa impecable se añadieron las actividades de ocio. Doña Carmen ya no se conformaba con sentarse frente al televisor con una taza de té y galletas; quería salir, ir de compras, probar ropa nueva.
Pepito, querido, ¿nos vamos a ver alguna blusita? insistía cada sábado. El armario ya está pasado de moda.
¡Claro, mamá! respondía Carlos. Almudena, apúrate.
Yo me arrastraba por los centros comerciales abarrotados, cargando percheros de ropa, esperando pacientemente en los probadores. Doña Carmen se mostraba una compradora exigente: probaba cinco o siete prendas para al final comprar una, o a veces nada, suspirando decepcionada.
Antes, la calidad era mejor. En los tiempos de la posguerra se cosía con más solidez.
Yo, agotada, le sugería:
¿Probamos en otra tienda?
¡Vamos! Seguro que allí está mejor.
Mientras yo luchaba con los probadores y las colas de la caja, Carlos se mantenía al margen, ocupado con sus asuntos de hombres: el partido de fútbol en la tele, una quedada con los colegas en el garaje, lavar el coche o ir de pesca.
Vosotras, las mujeres, tenéis gustos más refinados decía, filosofando. Yo solo os molesto con mis consejos.
Yo, después de una larga semana en el banco, regresaba a casa exhausta, con el informe trimestral bajo el brazo, una reunión de emergencia con la dirección y una discusión con un cliente problemático. Mi cabeza latía y mis piernas apenas sostenían el cuerpo.
Carlos estaba en el sofá, viendo la última entrega de una serie policial, tomando su té y mordisqueando una galleta. Me preguntó sin despegar la vista de la pantalla:
¿Cómo ha ido el trabajo?
Muy cansada, la verdad respondí, desplomándome en el sillón.
Ya ves, descansa. Por cierto, mañana por la mañana llega mamá.
Yo, sin ganas de hablar, asentí.
Almudena, levántate temprano y hazle sopa a mamá. Viene de la casa de campo cansada y hambrienta. Por favor, que sea de pollo de granja, ya sabes que la mamá tiene problemas de estómago y necesita un caldo bien nutritivo, no esa comida industrial.
Yo, con una mueca, le pregunté:
¿Pollo de granja?
Sí. En el Mercado de San Miguel hay una vendedora, la tía Lucha, que cría pollos vivos. Que sea fresco, caliente. La mamá dice que el pollo congelado de supermercado no sirve.
¿A qué hora debo ir?
A las seis y media, el mercado abre a las seis, para que a las ocho ya estés en casa. Mamá suele llegar a las nueve.
¿Y tú por qué no vas?
Me gustaría, pero tú sabes más de esto. Además, la sopa es cosa de mujeres, y yo aprovecho para dormir un poco más, hasta el mediodía, y recargar energías.
Me dirigí al baño, me cepillé los dientes y reflexioné sobre la injusticia de la situación. Carlos planeaba dormir hasta el almuerzo en su día libre, mientras yo tendría que levantarme a las cinco y media, cruzar la ciudad en busca del pollo, y luego pasar tres horas al fuego.
¿Vas a ponerte la alarma? gritó Carlos desde el salón.
¿Qué alarma? no entendí.
Pues una que te despierte, no vaya a ser que duermas hasta que llegue mamá y el caldo no esté listo.
Salí del baño con el cepillo en la boca y contesté:
¿Tú vas a ponerte alarma?
¿Para qué? Mañana no tengo que cocinar.
Yo, sin ganas de poner la alarma en el móvil, dejé pasar la mañana.
A las siete y diez, el timbre sonó con insistencia. Aún había penumbra y la lluvia otoñal golpeaba el cristal. Con el pijama todavía puesto, balbuceé:
¿Quién será a estas horas?
¡Doña Carmen ha llegado! respondió una voz familiar.
Mi corazón dio un salto. La suegra había llegado mucho antes de lo previsto.
Abrí la puerta y allí estaba Doña Carmen, con dos bolsas de la compra, un abrigo ligero y una sonrisa vivaz.
¡Almudena, buenos días! ¿Ya huele el caldo? ¿He llegado demasiado pronto?
Yo, con la garganta seca, respondí:
No hay caldo todavía.
¡Ay! se quedó boquiabierta. Pero Carlos me dijo que te levantarías temprano
Carlos está durmiendo.
Doña Carmen se instaló como si nada, colgó su abrigo y exclamó:
No hay problema, iremos al mercado y compraremos el pollo fresco. Necesitamos un caldo de verdad, no esa cosa de laboratorio.
Yo, con la bata, la miraba y sentía que todo mi interior hervía.
No iré al mercado.
¿Cómo no vas? se sorprendió. ¿Y el caldo?
Que lo haga quien lo haya pedido.
Pero Carlos trabaja toda la semana, necesita descansar.
Yo también necesito trabajar y descansar.
Doña Carmen tomó asiento en la cocina, convencida de que la conversación sería larga:
Almudena, ¿no entiendes? El médico me ha recetado caldo caliente cada mañana por mi estómago delicado.
Lo entiendo, pero ¿por qué pasa a ser mi problema?
En ese momento apareció Carlos, todavía con la camisa desordenada y el pelo despeinado, como si acabara de levantarse de una siesta.
Mamá, ¿has llegado ya?
Carlos exclamó Doña Carmen. ¿Dónde está el caldo? Almudena dice que no irá a comprar el pollo.
Carlos, perplejo, me miró:
Te dije ayer que te levantaras temprano y que le hicieras sopa a mamá.
Yo, muy despacio, giré la cabeza hacia él, me secé las manos con el paño y le miré directamente a los ojos.
Que lo haga quien nació de ella.
El silencio se adueñó de la cocina. Doña Carmen se quedó paralizada, Carlos abrió la boca y la cerró.
¿Qué dijiste? preguntó en voz baja.
Lo que pienso desde hace tiempo.
¡Almudena! exclamó la suegra. ¡Cómo puedes decir eso!
Es simplemente una frase respondí. No es más que palabras.
¡Yo soy tu suegra! insistió.
¿Y qué? ¿Eso me convierte en tu sirvienta?
¿Sirvienta? intervino Carlos. ¡Mamá es familia!
Tu familia, tu madre. Así que tú le cocinas a ella.
¡Yo no sé hacerlo!
Aprende. Internet está lleno de recetas.
Pero tú eres mujer dijo Carlos, perdido. ¿Qué, eres extraterrestre?
Doña Carmen, con una voz más suave, trató de mediar:
Almudena, entiendo que estás cansada, pero los deberes familiares
¿Cuáles deberes? repliqué con dureza. ¿Los míos? ¿Y los vuestros, dónde están?
Yo soy una anciana
Que viaja a la finca, hace compras, exige entretenimiento. No parece muy anciana.
¡Cómo te atreves! bramó la suegra.
Fácil. Cinco años aguantándote ya basta.
Me dirigí a la estufa, encendí la llama y puse una pequeña olla con avena.
¿Qué haces? preguntó Carlos.
Me preparo el desayuno. Un poco de avena.
¿Y a nosotros?
A ustedes nada. Son adultos.
Almudena, eso no está bien protestó Doña Carmen.
¿Qué no está bien? ¿Que no quiera ser una empleada doméstica gratuita?
Pero yo soy la madre de Pedro.
Pues hazte cargo de tus propias responsabilidades de madre. Alimenta a tu hijo.
No voy a cocinar en tu casa.
Carlos, desconcertado, se sentó a la mesa y miró a su madre.
Mamá, ¿y si vamos a un café?
En un café es caro refunfuñó Doña Carmen. Y al estómago no le conviene.
Entonces prepara algo en casa.
No lo haré.
¡Yo no sé cocinar! explotó Carlos. Almudena, ¡tienes que cuidar de la familia!
De mi propia familia sí, de la tuya no.
¡Mi madre no es una tía extraña!
Para mí lo es. No la conozco, no crecí con ella, no elegí estar con ella.
Doña Carmen sollozó:
¡Qué crueldad!
La crueldad es usar a una persona como sirvienta durante cinco años respondí.
¿A dónde vas?
A mis asuntos. Ustedes, ya adultos, resuelvan cómo hacer una sopa o, a lo sumo, un gachón.
Me dirigí al baño, dejé que el agua caliente lavara la fatiga acumulada de medio siglo de paciencia. En la cocina quedamos sólo Carlos y Doña Carmen, debatidos aún sobre cómo preparar un simple caldo, mientras yo, desde la ducha, me prometía volver a levantarme mañana a las seis, comprar el pollo en el mercado de San Miguel y, al fin, decidir quién, de los dos, realmente tiene que cocinar.







