Le teme a no reconocerla. La última vez que Íñigo vio a Begoña tenían quince años; ahora ambos rondan los treinta y él imagina cómo será ella en aquel pueblo de Zamora.
Seguramente tendrá tres hijos y un marido borracho piensa con amargura Íñigo.
No entiende por qué siente rencor hacia Begoña, cuando él fue quien se marchó y no ella.
La recibe la gente como si fuera una celebridad del cine; le resulta incómodo. Begoña no aparece entre los antiguos compañeros y él decide que, mejor así, que no le haga falta esa nostalgia.
Y entonces la ve.
Begoña tiene manos delicadas con venas azuladas, rostro afilado como el de una zorrita, cabello rubio y despeinado, siempre corto, que parece una margarita aplastada. A Íñigo le parece muy guapa y, sin querer, la nombra en voz alta:
Qué guapa está Begoña
Su compañero de clase, Pablo Gutiérrez, se ríe y le dice:
¡Tú también sueltas cosas! Mira a Araceli, qué largos cabellos y piel tersa tiene. En cambio, Begoña tiene granitos y está pálida, como una polilla.
En el rostro de Begoña sí hay algunos granitos, pero a Íñigo no le quitan la belleza. Al final admite:
Sí, supongo que sí.
No sabe cómo acercarse a Begoña; ya no se habla con los chicos como antes y, si se le acerca y habla, la primera que se pone en plan de coqueteo será Araceli.
Pablo le sugiere una idea: organizar una fiesta de cumpleaños. Su piso no es tan grande como el de Íñigo, pero la gente se apiña y la pasamos bien: la madre de Pablo inventa adivinanzas y después jugamos con los transformers que nos regalaron los compañeros, siendo el más grande Íñigo.
Mamá le dice Íñigo el día anterior, ¿puedo invitar a toda la clase?
¿A toda la clase? se sorprende la madre, ¿dónde los vamos a meter?
¡Por favor, mamá!
Al fin y al cabo, nadie vendrá dice el padre desde otra habitación. Prepara una mesa de aperitivos y que se lo pasen en grande, no tienen que sentarse.
¿Y los familiares?
Los invitamos otro día propone el padre. Y pues, habrá mantel, servilletas y siete platos
Así lo deciden. Íñigo teme que Begoña rechace la invitación, sobre todo porque no tendrá dinero para llevar regalo. Todos saben que procede de una familia numerosa; su madre es bibliotecaria, su padre un borracho, sólo come dulces en fiestas y lleva la ropa que le presta su hermana mayor. Por eso, al acercarse a Begoña para invitarla, le suelta como quien habla rápido:
Quisiera pedirte un favor especial: ¿podrías dibujarme una portada para un disco?
Begoña no entiende y él le explica que su perro Bolita ha destrozado la portada del vinilo y sólo le queda una cubierta blanca que no le gusta.
¿No tenéis tocadiscos? pregunta desconfiada, pues todos saben que el padre de Íñigo es dueño de una cadena de restaurantes y en su casa solo hay la tecnología más moderna.
Sí lo tenemos despacha Íñigo. Pero prefiero los discos. ¿Lo dibujas?
A Begoña le va bien el dibujo, siempre ha sacado sobresalientes y sus obras aparecen en exposiciones escolares y municipales.
Vale acepta. Lo haré.
En el cumpleaños, mientras la mitad del grupo juega a la consola y la otra ve una película en el videograbador, Íñigo muestra a Begoña, a Miguel y a dos chicas que se han unido, su tocadiscos y los vinilos. Escucha de todo, pero su favorita son los Beatles, como su padre, y el perro Bolita rompió la portada del álbum.
Al principio Begoña se aburre; a nadie le sorprende un tocadiscos, aunque el de Íñigo sea raro. Pero al sonar la música se queda inmóvil, se estira como una cuerda y escucha concentrada, como si fuera una marcha. Miguel se cansa y vuelve al mando de la consola; las chicas organizan una pequeña discoteca. Otros chicos se agolpan, se agitan como electrificados, mientras Begoña permanece sentada al borde de la cama, sin moverse.
Unos días después, Begoña se acerca y pregunta:
¿Me dejas escuchar el disco? Prometo ser cuidadosa.
Es del papá le responde Íñigo al instante. No los presta a nadie, pero puedes venir a mi casa cuando quieras.
Me resulta incómodo se sonroja Begoña.
Ponte los pantalones al revés y duérmete en el suelo, el resto es cómodo, así que no lo pienses, ven cuando quieras.
Así nace su amistad, primero basada en el amor por aquel grupo legendario y después en un vínculo sincero, sin trampas ni condiciones.
Íñigo, ¿de verdad te interesa esta chica? se pregunta la madre. No dice nada, solo asiente. Entiendo que a los hombres les gusta eso, pero es demasiado. ¿Qué tienen en común? Es pobre. ¡Necesita un buen entorno, deberías cambiarla a un instituto!
Mamá, no quiero ir al otro extremo de la ciudad se queja Íñigo. Me gusta mi escuela, los profesores son buenos, y la tutora dice que mi pronunciación y vocabulario son excelentes, no se consigue en cualquier colegio.
Su madre ya había mencionado el instituto varias veces, pero Íñigo no quería cambiarse, no solo por Begoña sino por amor a su escuela.
Que le dé vueltas a la cabeza interviene su padre. Es cosa de jóvenes.
¡Yo no le doy vueltas!
Íñigo se enfada, le suben los oídos, y la irritación aumenta.
Ese discurso le compra casi un año de libertad; su madre sigue poniendo los ojos en el instituto, pero ya no lo menciona cuando él lleva a Begoña a casa. En el noveno curso, su madre entra al cuarto mientras él estudia la figura de Begoña y todo cambia.
Al principio Íñigo piensa que es un sueño, porque cuando Begoña se fue a casa, su madre no le dijo nada. Esa noche el padre llega callado y, tres días después, anuncia:
Vamos a mudarnos a Madrid.
¿A Madrid? se queda sin palabras Íñigo.
Exacto. Expando mi cadena, abriré un restaurante allí. Tú también tendrás que estudiar en la capital, la competencia es dura. Ya he arreglado el instituto y encontrado tutores.
No me voy responde Íñigo.
¿Y a dónde vas entonces?
No tiene a dónde ir. Begoña, al enterarse, llora; él le promete terminar sus estudios y volver a buscarla. Begoña, con voz adulta, suspira:
Nunca volveré a verte
Al despedirse, le entrega el vinilo cuya portada ella había dibujado, el mismo con el que se besaron por primera vez.
Era evidente que la idea de mudarse a Madrid venía de su madre. Íñigo se siente traicionado, también con su padre. Cuando en el décimo curso un compañero se va a Londres, le dice al padre:
Yo también quiero ir a Londres.
La madre llora, se lamenta, no quiere que se vaya solo. Íñigo recuerda a su hermano mayor, que nació con una enfermedad cardíaca y murió al año; su madre tardó mucho en quedar embarazada otra vez, y él comprende que ella teme perderlo, aunque a veces lo piensa con cierta satisfacción.
En Londres le gusta. Recorre todos los lugares emblemáticos de sus ídolos, empieza a fumar, cambia su peinado y cambia de novia cada semana. Quiere olvidar a Begoña y elige chicas de otro tipo, pero se cansa rápido de cada una.
Al volver a España ayuda a su padre con los restaurantes. Para entonces ya ha tenido dos relaciones más o menos duraderas: una con una griega que se aferró a él como una pulga, y otra con una compañera de universidad, Laura, de cabellos rubios y piel pálida.
Su madre, al volver, empieza a buscarle novias adecuadas; Íñigo se instala en el piso que le regaló su padre por su mayoría de edad y casi no vuelve a casa. Cada vez que su madre le llama, él no contesta. Su padre le pide que sea más amable y él responde:
¿Quería que fuera exitoso? Lo soy. Pero casarme con ella no será posible, que se lo meta en la nariz.
Cuando Miguel le escribe, Íñigo no reconoce al remitente; la foto de avatar no coincide con el recuerdo. Cuando lo descifran, Íñigo se alegra y acepta, aunque no sea el invitado, la convocatoria a la reunión de la promoción.
Ella le mira con una sonrisa y no parece enfadada, a diferencia de Íñigo.
Hola balbucea él. No has cambiado nada.
Es verdad: Begoña sigue delgada, pálida, con venas azuladas. Sólo ha dejado crecer un poco el cabello.
Desde ese momento Íñigo deja de percibir a los demás. Conversan y conversan. Begoña está casada, pero divorciada, y tiene un hijo de diez años, llamado Íñigo. Al oír su nombre, Íñigo se sonroja, pero le agrada.
Vamos conmigo le dice de repente, aunque suene tonto. Llévate a tu hijo y vámonos, en Madrid todo es mejor que aquí.
Sigues siendo un soñador responde ella tristemente.
¿Eso significa que me dice que no? pregunta él.
Begoña no responde y se dirige a su casa. Él no la detiene, no encuentra palabras para convencerla de quedarse.
Yo también voy contigo sonríe Araceli. ¿En qué hotel te alojas?
En el Central, por supuesto.
Déjame acompañarte dice con picardía.
Íñigo no pregunta más. Llama a un taxi y se van.
Al tocar la puerta, piensa que será el servicio de limpieza y se sorprende de la hora. «Quizá se han equivocado», se dice.
En el umbral está Begoña, con el mismo vestido, el pelo recogido en una coleta, el ceño fruncido.
¿Y ella?
¿Quién?
¡Araceli! ¿Primero se llevó a mi marido y ahora se mete contigo?
Íñigo se ríe.
No hay ninguna Araceli aquí. Si quieres, ve a buscarla.
Se echa atrás, Begoña entra en la habitación, se mira alrededor, se tranquiliza un poco y se sienta en una silla.
Yuliana me llamó y dijo que se fueron juntos.
Yo la llevé en taxi a su casa como todo un caballero, y ya está.
¿Y ni siquiera se besaron?
Él levanta las manos y dice en tono juguetón:
¡No soy culpable!
¿Qué pasa? Sus labios están rellenos y
Yo no vine por eso responde Íñigo.
¿Entonces por qué? ¿Para verme después de quince años y cumplir una promesa?
¿Me esperabas, entonces?
¡Qué dolor! Me olvidaste al día siguiente.
Pues bien, yo tampoco te recordaba mucho.
¿Me vas a ir ahora?
Anda. Pero ¿quizá primero escuchamos el disco?
¿El disco?
Sí, traje el tocadiscos.
Begoña entrecierra los ojos, lo mira burlona y pregunta:
¿Así que me has olvidado, pero trajiste el tocadiscos?
Exacto.
Toma la bolsa que dejó junto a la puerta, saca de ella lo que lleva y se lo entrega a Íñigo.
Era el mismo vinilo cuya portada ella había redibujado y que él le regaló al despedirse.
¿Me olvidarás en un día y has guardado el disco todos estos años? le dice Íñigo con ironía.
Ella se encoge de hombros. Íñigo saca el vinilo del sobre, lo pasa con delicadeza, no tiene ni un rasguño. Lo coloca en el tocadiscos y lo pone a sonar.
Sin decir nada, se acercan el uno al otro: él le pone una mano en la cintura, ella le pasa el brazo por los hombros. Giran lentamente, como en el baile de fin de curso que nunca tuvieron. En las mejillas de Begoña brota un rubor, el corazón de Íñigo late como después de una maratón. El tiempo se detiene y ya no importa por qué había olvidado su promesa ni por qué ella dijo que no iría con él. «All You Need Is Love» suena en los altavoces del tocadiscos y ambos recuerdan que, al fin y al cabo, eso es lo único que realmente importa.







