Simplemente no amada

Life Lessons

17 de junio de 2023
Querido cuaderno,

Hoy vuelvo a repasar la larga cadena de reproches que mi suegro, don José, no deja de lanzar como quien echa sal sobre la herida. Escucha, dice con voz severa, te hemos acogido como parte de la familia, te tratamos con dignidad, y tú nos niegas hasta los más pequeños favores. ¡Pobre yugo, Pedro! Hay que respetar a los padres de la esposa, nunca sabes cuándo tendrás que pedirnos ayuda.

Belén nació cuando su madre apenas cumplía los diecinueve años. Ese embarazo precoz arruinó los planes de los jóvenes y, durante los primeros años, la niña quedó al cuidado de la abuela. Los padres estudiaban y la abuela se convirtió en su único y firme sostén.

El matrimonio se celebró después del nacimiento de la hija, pero la verdadera convivencia familiar sólo se asentó cuando Belén alcanzó los seis años. Fue entonces cuando los padres la trasladaron a Madrid, la matricularon en el primer curso y la entregaron a su nuevo hogar.

Desde el primer día la vida en la nueva familia fue un caos. El padre, que ocupaba un puesto respetable en una empresa de energía, mostraba total desinterés tanto por su esposa como por su hija. Sus ausencias eran habituales, siempre acompañadas de escapadas, traiciones y juerga. La madre, por su parte, desaparecía en el trabajo hasta altas horas de la madrugada. Belén, dejada a su suerte, pasaba los días en la calle. Una alimentación irregular, a menudo fría y escasa, le provocó gastritis crónica. Cada recaída la obligaba a ir de una clínica a otra, lo que la madre utilizaba como arma de presión constante.

En esa casa no existía el concepto de límites personales ni el derecho a opinar. Cada deseo de Belón era aplastado de raíz. Cuando intentaba defenderse, se desataba una bronca y una avalancha de reproches. La madre la tachaba de niña desagradecida.

Me esfuerzo por ti y ni una muestra de gratitud obtengo. Sólo Dios sabe cuántos sufrimientos me has causado exclamaba ¡lárgate de mis ojos!

El conflicto alcanzó su punto álgido cuando, ya adolescente, Belén se negó a aparecer en una sesión de fotos nocturna con los invitados. La madre, furiosa, la llamó desvergonzada:

¡Descarada! ¿Cómo te atreves a avergonzarme delante de la gente? ¡Cámbiate de ropa y sal ahora mismo!

Mamá, no quiero fotografiarme replicó Belén, quiero dormir. Tengo que levantarme temprano.

La madre se abalanzó sobre ella, el padre intervino para separarlos y, con voz fría, le confesó que deseaban otro hijo, pero que por alguna razón no podían tenerlo.

Si tuviera oportunidad, te echaría de casa ahora mismo gruñó. Lástima que no podamos tener más niños. Si surgiera una sola ocasión, te entregaría al orfanato.

Belén nunca tuvo permiso para decir «no». Cada vez más la madre la degradaba, llamándola «inútil» y «desagradecida». Sólo cuando cumplió dieciséis y la familia adoptó a una niña, la madre mostró un leve desahogo, lo que supuso para Belén un nuevo y pesado estrés.

Al final eres nuestro tesoro suspiró la madre, observando cómo la niña adoptiva tiraba platos al suelo por no poder comprarle un ordenador. Contigo nunca hubo problemas. Acepté tu tutela ahora basta de

En la escuela, Belén sufría agresiones y la encerraban en cuartos de limpieza. La odiaban y la acosaban en grupo. Nunca se quejó; no veía sentido en hacerlo si nadie la defendía.

Decidió estudiar Derecho, una carrera que los padres habían impuesto para ganar su aprobación. Pero tampoco funcionó; la acusaron de no saber encontrar su sitio.

¿Para qué estudias Derecho? bufó el padre. No te espera nada más que el trabajo en la fábrica. ¡Eres una inútil!

Belén aguantó en silencio, soñando con liberarse pronto de esas ataduras. Estaba exhausta.

Cuando se casó, los padres provocaron un escándalo pre-boda, acusándola de egoísmo y de haberles tomado dinero. De hecho, había pedido un préstamo pequeño para contribuir al banquete. La madre no cesaba de cargarle sus problemas.

¿Te das cuenta de cuánta energía hemos gastado en ti? exclamó.

Lo entiendo, madre, pero Pedro y yo tratamos de ponernos en pie, tenemos nuestras ocupaciones replicó Belén. No tengo tiempo para todo eso.

¿Qué otras ocupaciones? ¡Tú también te ocupas! Tu marido debe comprenderlo intervino el padre. Solo pedimos que compres comida, la lleves al restaurante y cuides a la más pequeña mientras celebramos.

Papá, Pedro trabaja hasta tarde y mañana tiene una reunión importante intentó contradecir Belén.

¿Una reunión? ¿Más importante que la familia? ¿Olvidas lo difícil que fue criarte? ¡Tus enfermedades, tu carácter insoportable! alzaba la voz la madre.

Mamá, mis dolencias surgieron cuando ustedes estaban ocupados con el trabajo y otras cosas. No recuerdo que me hayas criado respondió Belén con amargura.

¡Desagradecida! ¡No sabes lo que es ser padre! Si no fuera por nosotros, estarías en la calle con la abuela hambrienta.

Mamá, te agradezco, pero no estoy obligada a dedicarte toda mi vida. Sólo pedimos un mínimo espacio personal suspiró Belén.

¿Espacio personal? Acaban de casarse y ya piensan en ustedes mismos. Les dimos casa, los criamos insistió el padre. ¿Cómo te atreves a rechazar?

Mamá, tú no tienes nada que ver con nuestro hogar le recordó Belén, aludiendo al piso que ella y Pedro habían comprado a crédito y que ahora pagaban juntos.

Si son tan independientes, ¿por qué aún no encuentras trabajo decente y sigues en contratos? ¿Y por qué no nos devuelves lo que gastamos en tu educación? le soltó el padre una puñalada verbal. ¡Al menos muestra gratitud!

Belén, cansada, se volvió hacia su padre:

Papá, ¿puedes al menos dejar de apoyar el despropósito de tu esposa?

Belén, no empieces dijo el padre con calma. Tu madre tiene razón. Pedimos poco. Tu marido debe saber cuál es su lugar. Nada le pasará si nos lleva. Somos tu familia.

¡Pedro no tiene que llevaros! ¡No es un taxi! exclamó Belén, con un tono que rozaba el llanto.

¿Qué te pasa? ¡No te atrevas a levantar la voz contra tu padre! la madre dio un paso al frente.

En ese momento Pedro, cansado de escuchar gritos, intervino:

Basta, ya no soporto más. Me casé con vuestra hija, asumí la responsabilidad. No prometí serviros.

¿Quién eres tú para decirnos qué hacer? rugió el padre. Aceptaste a mi hija, fuiste admitido en la familia, y por gratitud deberías ayudarnos.

Yo amo a Belón y quiero que sea feliz. Desde el día de la boda no nos dejáis ni un minuto de paz afirmó Pedro con firmeza. O vivimos por nuestra cuenta o ella no tendrá contacto con vosotros.

Belén miró a su marido y luego a sus suegros.

¿Me traicionarás? gruñó la madre. ¡Eres nuestra hija! Hemos hecho tanto por ti

Lo recuerdo, madre susurró Belón, apretando los puños. Recuerdo todo lo que me hacíais pasar, los golpes, las humillaciones, los deseos de otro hijo.

¡Desagradecida! chilló la madre.

No, madre. Soy una mujer adulta con una familia. Pedro tiene razón: viviremos nuestra vida. Podéis dejar de llamarnos mientras aprendáis a respetar nuestras decisiones.

Los primeros días de esa libertad fueron tensión pura. Llamadas, amenazas, chantajes silenciosos, pero Belón y yo nos mantuvimos firmes. Decidí devolver a los padres todo lo que habían gastado en mi formación; ahorramos cada euro, aunque la cuenta que nos presentaron ascendía a quinientos mil euros, mucho más de lo que habían invertido. Al saldar la deuda, corté el contacto y ellos, heridos, no buscaron reconciliación.

Hoy miro atrás y entiendo que la obediencia ciega solo alimenta el abuso. He aprendido que, para proteger a los que amamos, hay que poner límites claros y pagar el precio de la independencia.

Lección personal: la dignidad y el respeto propio son tesoros que no se negocian; si los sacrificas, pierdes mucho más que dinero.

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