Primavera temprana. María, una niña de cuatro años, estaba mirando al «nuevo» que había aparecido en el patio del edificio. Era un señor mayor, de pelo canoso, sentado en la banca del parque. En la mano llevaba un bastón, del que se apoyaba como si fuera un mago de los cuentos.
¿Usted es mago, abuelo? le preguntó la niña.
Al oír que no, María se quedó un poquito triste.
Entonces, ¿para qué necesita el bastón? siguió preguntando.
Es para caminar, para que me sea más fácil moverme respondió Don Pedro Martínez, presentándose a María.
¿Y es usted muy viejo? volvió a preguntar la curiosa.
Según tú, sí; según yo, todavía no tanto. Tengo una pierna que duele, se me rompió hace poco por una caída. Por eso ahora ando con el bastón.
En ese momento llegó la abuela de María, Doña Carmen, y tomando a la niña de la mano la llevó al parque. Doña Carmen saludó al nuevo vecino, que le devolvió una sonrisa. Pero lo que realmente se ató al señor de sesenta y dos años fue la amistad con María. La niña, esperando a su abuela, solía salir al patio un poco antes y aprovechaba para contarle al nuevo vecino todo lo que había pasado: el tiempo, lo que la abuela había preparado para el almuerzo, y la enfermedad de su amiga de la semana pasada.
Don Pedro siempre le ofrecía a María una buena chocolatina. Cada vez hacía una mueca de asombro: la niña la desenvuelve, se muerde exactamente la mitad y la otra la envuelve de nuevo y la mete en el bolsillo de su chaqueta.
¿Por qué no se la comes toda? ¿No te ha gustado? le preguntaba.
Está riquísima, pero tengo que compartirla con la abuela respondía María.
El señor se emocionó y la próxima vez le dio dos chocolatinas. Pero María volvió a morder sólo la mitad y a guardarla.
¿Y ahora a quién se la guardas? preguntó Don Pedro, sorprendido por la tacañería de la peque.
Ahora puedo dársela a mamá y a papá. Aunque ellos pueden comprarla, se alegran mucho cuando les ofreces algo explicó María.
Ya veo, vuestra familia es muy unida comentó el vecino. Tienes suerte, niña, y un corazón muy grande.
Y mi abuela también, porque ella quiere a todo el mundo empezó a decir la niña, pero Doña Carmen ya había salido del portal y le estrechó la mano a su nieta.
Por cierto, Don Pedro, agradecemos los dulces, pero ni a la nieta ni a mí nos conviene comer cosas azucaradas. Perdón…
¿Qué puedo hacer entonces? ¿Qué os puedo ofrecer? preguntó él.
En casa tenemos de todo gracias, no hace falta respondió Doña Carmen con una sonrisa.
No puedo quedarme con eso. Me gustaría seguir cultivando la buena vecindad replicó Don Pedro.
Entonces pasemos a las almendras. Las comeremos en casa, con las manos limpias. ¿De acuerdo? añadió la abuela, dirigiéndose también a su nieta.
María y Don Pedro asintieron, y la siguiente vez Doña Carmen encontró en los bolsillos de María un par de almendras o avellanas.
¡Vaya, mi ardilla! Lleva nueces. ¿Sabes que eso es un lujo hoy en día? Y el abuelo necesita medicinas, ves que cojea.
No es un abuelo viejo ni cojo, su pierna está mejorando defendió María, y quiere volver a esquiar para el invierno.
¿Volver a esquiar? se mostró incrédula la abuela Pues bien, adelante.
¿Me compras unos esquís, por favor? pidió María, emocionada y así esquiaré con Don Pedro, que se ha ofrecido a enseñarme.
Poco a poco Don Pedro empezó a caminar por el paseo sin bastón. María lo seguía al paso ligero, animándolo.
Espérate un momento, también yo dijo Doña Carmen, intentando seguir el ritmo de su nieta.
Así los tres comenzaron a pasear juntos. A Doña Carmen le gustó la caminata, y para María se convirtió en un juego. Corría, bailaba sobre la pista, subía a la banca para saludar al vecino, y luego volvía a su lado dando órdenes:
¡Uno, dos, tres, cuatro! Paso firme, mira al frente.
Al terminar el paseo, Doña Carmen y Don Pedro se sentaban en la banca del patio mientras María jugaba con sus amigas, siempre picando una almendra antes de despedirse.
Los consentís demasiado se avergonzó la abuela. Dejemos esa costumbre para fechas especiales, por favor.
Don Pedro contó a Doña Carmen que había enviudado hacía cinco años y que ahora había decidido dividir su piso de tres habitaciones en dos: una para él y otra para la familia de su hijo.
Me gusta, y aunque no soy muy sociable, a veces uno necesita compañía, sobre todo con los vecinos.
Dos días después, tocaron a la puerta de Don Pedro. Allí estaban María y Doña Carmen con una bandeja de pasteles.
Queremos compartirlos contigo saludó Doña Carmen.
¿Tenéis una tetera? preguntó María.
Claro, aquí tienes abrió Don Pedro la puerta con una sonrisa.
Todos se acomodaron con té, y la casa se llenó de calor. María quedó fascinada con la pequeña biblioteca y los cuadros que decoraban la sala, mientras Doña Carmen observaba cómo el vecino, con paciencia, le explicaba cada obra.
Mis nietos ya están lejos, estudiando en la universidad. Los echo de menos comentó Don Pedro. Pero tu abuela sigue joven de corazón.
Le entregó a María un lápiz y una hoja.
Llevo dos años jubilado y no tengo tiempo para aburrirme señaló Doña Carmen, mirando a su nieta. Además, mi hija está esperando otro bebé. Tenemos suerte de vivir tan cerca, como vecinos.
Durante todo el verano los tres se veían a diario. En invierno, tal como había prometido, Doña Carmen compró a María unos esquís y empezaron a entrenar en la pista del parque, que siempre está bien preparada cuando nieva.
La amistad se volvió tan estrecha que sólo salían los tres juntos. María, que no asistía al cole, pasaba la mayor parte del tiempo con su abuela, así que la rutina era constante. Un día Don Pedro tuvo que ir a Madrid a visitar a su familia.
María le preguntaba a su abuela cuándo volvería.
Se ha ido a pasar un mes con sus hijos explicó Doña Carmen. Nosotros cuidamos su piso mientras tanto. Doña Carmen ya estaba habituada a la compañía del vecino, y ambos disfrutaban de su buena disposición, de sus pequeñas reparaciones y de sus charlas.
Una semana después, la ausencia se hacía notar. Miraban la banca vacía, donde él solía esperar.
Al octavo día, Doña Carmen salió del portal y vio a Don Pedro en su sitio de siempre.
¡Qué sorpresa! exclamó. Pensaba que te quedarías más tiempo.
Me cansó el ruido de la capital. Todos están ocupados y no podía quedarme esperando. Me moría de ganas de volver a veros. respondió, abrazando a la nieta.
¿Les has regalado algo a tus nietos? ¿Chocolate? preguntó María.
Los adultos rieron.
No, cariño. El chocolate no les sirve. Les he dado dinero para que estudien y se hagan a sí mismos. confesó Don Pedro.
Me alegra que hayas vuelto, ya sabes, el alma vuelve a su sitio. sonrió Doña Carmen.
María le dio un fuerte abrazo, lo que lo emocionó hasta la lágrima.
Hoy tenemos muchos panqueques con rellenos variados. Mejor que los pasteles. Vamos a tomar un té y me cuentas cómo está Madrid propuso Doña Carmen.
¿Qué tal Madrid? respondió él, con orgullo La capital es preciosa, todo está en su sitio. Traje algunos regalos para vosotros.
Tomaron el té mientras la primera lluvia de primavera empezaba a caer, inesperada y temprana.
¿Por qué hace tanto calor hoy? preguntó Don Pedro a Doña Carmen.
Porque la primavera ya está cerca contestó María pronto será el Día de la Mujer y la abuela pondrá la mesa para los invitados, incluido tú, abuelo.
Vaya, los quiero mucho, queridas vecinas dijo Don Pedro, subiendo las escaleras.
Al terminar los panqueques, le entregaron a María una auténtica muñeca de madera pintada y a Doña Carmen un broche de plata. Los tres volvieron a su camino habitual por el parque, ahora cubierto de nieve que se fundía como una esponja. María saltaba entre los adoquines mojados y gritaba:
¡Abuela, abuelo, atrapadme! ¡Uno, dos, tres, cuatro! Paso firme, mira al frente!







