Tú mismo te las arreglas

Life Lessons

No, Irene, no cuentes conmigo. Te has casado, así que ahora vive con tu marido, no conmigo. No necesito a un extraño en mi casa dijo Gabriela con firmeza.

Irene tragó saliva con fuerza, apretando el teléfono. Un nudo se le formó en la garganta. No esperaba un rechazo tan frío.

Mamá… Él no es un extraño. Es mi marido, tu yerno. No te pedimos que nos compres un piso, solo queremos quedarnos un tiempo contigo mientras ahorramos para la entrada.

El otro lado de la línea soltó una risotada breve y molesta.

Ya sé cómo son estas cosas. Si os dejo entrar, luego no os iréis. Primero la entrada, luego la reforma, y después otra cosa. Y yo sin paz. No, Irene, no te enfades, pero tu padre y yo lo hicimos todo solos, sin molestar a nadie. Vosotros también podéis arreglároslas.

¿Arreglarnos? insistió Irene. Sabes que los dos trabajamos, que ahorramos en todo. Pero casi todo el dinero se va en el alquiler. Con lo que suben los precios, así solo vamos a ahorrar para una caja de cartón.

¿Y a quién le va bien ahora? la voz de su madre se volvió irritada. Yo con tu padre no viví ni un día con mis padres. Pasamos por todo solos y sin quejarnos.

Sí, solos, solos… Mamá, no me cuentes eso. ¡Yo lo recuerdo todo! Recuerdo cómo la abuela os ayudó.

No compares, era diferente. La abuela ayudó porque quiso y pudo. Nosotros no pedimos nada. Esta casa me la he ganado a pulso, con tu padre…

Yo no te pedí que me trajeras al mundo sin nada espetó Irene antes de colgar.

El enfuego la quemaba por dentro. Tal vez su madre tuviera derecho a negarse, pero el modo en que lo hizo… Como si hubiera construido un imperio y ella, la ingrata, pretendiera vivir a costa ajena. Pero la realidad era muy distinta.

…Cuando Gabriela supo que estaba embarazada, ni siquiera estaba casada. Alejandro, el padre de Irene, era un irresponsable, más interesado en divertirse que en compromisos. Su madre era igual, divorciada y siempre en busca de felicidad. Por eso, Gabriela acudió a Verónica, la abuela de Alejandro.

Verónica, al enterarse, lloró de alegría, la abrazó y prometió ayudarla.

No lo dudes, ten al niño. Ya hablaré con Alejandro le aseguró. Y si las cosas son así, quizá os deje la casita. Me iré con mi hija. Ya me cuesta vivir sola, y a Ana le vendrá bien ayuda. Vosotros tendréis donde criar al bebé.

¿Verónica, en serio? Gabriela no podía creerlo. ¡Es toda una casa!

No me la llevaré al otro mundo. Yo no fui feliz, pero al menos tú sélo suspiró la mujer.

Verónica cumplió su palabra e hizo más: firmó la escritura a nombre de Gabriela, sabiendo que su nieto no era de fiar. Gabriela cambió la casa por un piso de dos habitaciones.

Con el nacimiento de Irene, nada mejoró. Alejandro siguió con su vida despreocupada, y su única contribución era su sueldo, cuando no se lo gastaba antes.

Gabriela lo sabía, pero aguantó. Se quejaba, a veces lloraba, pero no lo echó.

Los niños necesitan una familia completa le decía a su madre cuando esta le sugería divorciarse. Cuando Irene cumpla dieciocho, me iré.

Pero Irene no estaba de acuerdo. Prefería una madre soltera a ser testigo de peleas constantes y tener que ser la mediadora.

Gabriela aguantó hasta que Irene cumplió la mayoría de edad y se divorció. La chica respiró aliviada… hasta que su madre anunció:

Irene, ahora estamos las dos solas. Somos adultas, así que nos repartiremos los gastos. Este mes descansa, pero a partir del siguiente, la luz y la comida, a medias.

Irene estudiaba a tiempo completo, así que el anuncio la aterrorizó. Su beca era una miseria, insuficiente hasta para pan. Su madre estaba acostumbrada a comer bien: carne, pescado, verduras. Intentó negociar compartir solo lo básico, pero fue inútil.

Ningún trabajo de medio tiempo pagaba lo que su madre le exigía. Tuvo que buscar algo fijo.

A los seis meses, dejó la universidad. Podría haber intentado estudiar a distancia, pero sabía que incluso eso requeriría tiempo, y ella no lo tenía.

Esa decisión la perseguía. En cada trabajo, siempre preferían a alguien con título, aunque fuera para empaquetar pedidos.

Al principio se culpó, pero luego entendió: nunca le dieron un buen comienzo.

Gabriela reaccionó con frialdad al abandono de los estudios:

Pues no era lo tuyo.

Desde entonces, vivieron como compañeras de piso. Sin peleas, pero sin cariño.

Pasaron diez años. Irene se casó con Adrián, y alquilaron un pequeño apartamento en las afueras. Él era electricista, un trabajo necesario pero mal pagado. Los extras ayudaban, pero el dinero se iba en zapatos, dentista o cubrir agujeros en el presupuesto. Ahorraban algo, pero…

Si seguimos así, tardaremos doce años en juntar la entrada dijo Adrián mirando el móvil.

Entonces, Irene decidió hablar con su madre. Tenía un piso con una habitación libre.

Pero Gabriela no tenía intención de recibirlos. Menos con “un extraño”.

Irene no sabía cómo reaccionar. Sabía que la vida de su madre no era fácil, pero le dolía. Tantos años esforzándose, sin pedir nada, y cuando por fin lo hacía… solo recibía frialdad.

Bueno, si era así, se arreglarían solos. Tenía un as bajo la manga: la casita que casi había olvidado.

Tú, Gabriela, ya tienes lo tuyo. Que Irene también tenga algo había dicho la abuela materna.

Cuando la abuela murió, Irene tenía doce años. Gabriela se encargó de la casita: plantaba patatas, arreglaba el tejado, discutía con los vecinos. Irene nunca reclamó su propiedad. Era absurdo. Todo lo que Gabriela cultivaba, lo compartía.

Pero si su madre presumía de independencia, ¿por qué no seguir su ejemplo?

Dos días después, Irene llamó de nuevo, esta vez con otro tono.

Mamá, llamaba para avisarte. Por favor, recoge tus cosas de la casita. La vamos a alquilar.

Silencio. Su madre h

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