Mi hermano Javier se casó hace seis años. Desde entonces, ni mis padres ni yo hemos vuelto a poner un pie en su casa. Todos los festivos, cumpleaños y reuniones familiares ocurren inevitablemente en casa de nuestros padres, en su amplia vivienda en las afueras de Barcelona. Mi madre cocina montañas de comida, pone la mesa y además prepara tuppers llenos de albóndigas caseras y ensaladas para que Javier y su mujer, Lucía, se los lleven.
Cuando Javier acababa de casarse, Lucía cumplió años unos meses después. Mi madre, llena de entusiasmo, decidió organizar una sorpresa: compramos una tarta, elegimos un bonito regalo y planeamos ir a visitarlos. Mamá llamó a Lucía para avisarle, pero ella respondió con frialdad que no tenía planes de celebrarlo. Mamá, sin querer rendirse, insistió:
«Solo pasaremos un momento, tomaremos un té y comeremos un trozo de tarta. ¡No tienes que preparar nada, Lucía!».
Al final, fuimos igualmente. Pero en lugar de una bienvenida cariñosa, nos llevamos un disgusto: Lucía salió a la calle a recibirnos, murmuró algo sobre «tener la casa sin recoger» y se negó a dejarnos entrar. Sorprendidos, le entregamos la tarta y el regalo en el rellano de la escalera y nos fuimos. Desde entonces, mamá organiza todas las celebraciones en su casa, y tratamos de olvidar aquel momento incómodo.
Lucía les dijo una vez a mis padres sin rodeos:
«Vosotros tenéis una casa grande, hay espacio de sobra para invitados. Nosotros vivimos en un piso pequeño, ¿cómo vamos a recibir a todos?».
Tuve que contenerme para no soltar una queja. ¿No se puede invitar al menos a los suegros y a la hermana de tu marido en un piso pequeño? No es una multitud, ¡solo somos tres personas! Pero guardamos silencio para no alterar la paz.
Ahora Lucía está embarazada de cinco meses. Será el primer nieto de mis padres, y mamá, como es lógico, está emocionadísima. Llama constantemente a Javier, le pregunta cómo está Lucía, si necesita ayuda. Pero hace poco supimos que Lucía dejó su trabajo al principio del embarazo. Mamá entró en pánico:
«¿Se encuentra mal? ¿Necesita mi ayuda?».
Javier la tranquilizó: a Lucía le iba bien, solo quería «descansar». Nos dejó confundidos. Javier y Lucía siempre han vivido a lo grande: restaurantes, viajes, ropa cara. No tienen hipoteca (el piso lo heredaron de la abuela de Lucía), así que gastaban todo su dinero en lujos. Pero ahora que Lucía no trabaja, sus ingresos han bajado mucho, y su estilo de vida está en peligro. Javier intentó hacerle entender que debían ahorrar, pero ella no parece dispuesta a renunciar a sus caprichos.
Lucía le confesó a Javier que dejó el trabajo por miedo a «contagiar algo en la oficina». Su precaución es comprensible, pero su presupuesto ya no da para más, y aún así exige mantener el mismo nivel de gasto. Y entonces, en medio de todo esto, Javier nos invitó de repente a su casa ¡para su cumpleaños! Nosotros y mis padres nos quedamos helados. Mi padre incluso bromeó:
«¿Descubriremos por fin si mi nuera sabe cocinar?».
Mamá se ilusionó y esperaba una velada agradable. Llamé a Lucía para concretar detalles, pero en lugar de una conversación normal, me encontré con un ataque de histeria. Lucía sollozó al teléfono y dijo que no quería vernos:
«¡Tengo que limpiar la casa, cocinar! ¡Estoy embarazada, es demasiado para mí!».
Intenté calmarla:
«Lucía, no tiene que ser nada complicado. Haz unas patatas, una ensalada, un pollo al horno y ya está. Nosotros llevamos la tarta. Solo somos cinco personas. ¿Dónde está el problema?».
Incluso le propuse pedir comida a domicilio para ahorrarle trabajo. Pero Lucía siguió quejándose de que aún tendría que fregar el suelo y ordenar. Perdí la paciencia:
«Lucía, ¡es un piso pequeño! ¿Limpiar es realmente una tarea imposible? ¿Solo fregáis cuando vienen invitados?».
Al final, le solté un ultimátum:
«Si de verdad no quieres vernos, no iremos. Felicitaremos a Javier por teléfono, y asunto arreglado».
Se lo conté a mamá, y ella estuvo de acuerdo. Cuando le explicamos la situación a Javier, estalló:
«¡Lucía no trabaja, está todo el día en casa! ¿No puede al menos preparar la cena y recoger un poco? ¡Vosotros venid! No tenemos dinero para comida a domicilio ni una asistenta, así que tendrá que ocuparse ella».
Sus palabras quedaron flotando en el aire como una nube de tormenta. Al final, acabamos discutiendo todos. Las ganas de ir al cumpleaños de Javier se esfumaron tanto en mis padres como en mí. Soportar la cara de hastío de Lucía, sus suspiros exagerados y sus miradas al techo no tiene ninguna gracia. No queremos sentirnos como invitados incómodos en la casa de nuestro propio hermano e hijo.
Pero al mismo tiempo, nos parte el alma hacerle daño a Javier. ¡Está tan ilusionado con este día, quiere reunir a la familia por fin! ¿Cómo podemos no ir? Es su día, y él no tiene la culpa de los caprichos de su mujer. Nos enfrentamos a un dilema: tragar saliva e ir (arriesgándonos a estropear la velada) o cancelar y romperle el corazón. La situación parece no tener solución, y cada paso nos hunde más en este conflicto familiar. ¿Qué hacer cuando el amor por tu hermano choca con el rechazo hacia su esposa? No tenemos respuesta, pero el tiempo corre, y hay que decidir.







