**Diario de un padre**
Hoy ocurrió algo que me hizo reflexionar sobre el valor de la lealtad. Mientras paseaba a su perro, mi hija Lucía, una chica de secundaria, fue abordada por dos hombres que, de manera agresiva, le ofrecieron “dar un paseo” con ellos. Jamás había visto a su perra, Lola, así: sus ojos ardían de furia, los colmillos brillaban amenazantes. Antes de que Lucía pudiera reaccionar, Lola ya se había lanzado contra uno de los hombres, que la había agarrado del brazo y la tiró al suelo. La perra se alzó sobre él, sombra oscura y gruñente.
Cuando Lucía cumplió siete años, le dimos su propio cuarto, amplio y luminoso. Pero se negó rotundamente a dormir sola. Cada noche, mi esposa o yo nos acostábamos con ella hasta que se dormía. Si despertaba y no estábamos, agarraba su almohada y manta y venía a nuestra cama. Ni súplicas ni sermones funcionaron.
Hasta que un día, la solución llegó en forma de un pequeño bulto blanco y esponjoso que, al verla, ladró asustado y dejó un charco en el suelo. Era una cachorra tan dulce que Lucía gritó: “¡Mamá, podemos quedárnosla, por favor?” Negociamos: buenas notas, ordenar su habitación, pasear a la perra sola y dormir en su cuarto sin nosotros. Las primeras condiciones las aceptó al instante, pero dudó en la última. Hasta que dijo: “¡Ahora no estaré sola!”.
Así llegó Lola, una westie de papeles pero de carácter indomable. Para nuestra sorpresa, Lucía cumplió su palabra. Durmió en su cuarto desde entonces, y Lola se convirtió en su fiel compañera, tanto de noche como de día.
Era una perra elegante, consciente de su belleza, como una dama. Ignoraba a otros perros, pero con los niños era paciente, casi condescendiente. Si otro can se acercaba, mostraba los dientes sin dudar. Para corregir esto, mi esposa y Lucía la llevaron a una escuela de adiestramiento, pero Lola era demasiado independiente. El instructor dijo: “Las ve a ustedes como su manada. No necesita más”.
Les gustaba pasear por un terreno abandonado cerca de casa, donde antes hubo barracones. La mayoría prefería el parque para perros, pero a ellas les encantaba ese rincón solitario.
Y fue allí donde Lola conoció a su destino.
Lucía ya tenía quince años, Lola ocho. Mi hija, alta y delgada, siempre con el móvil en mano. Lola, segura como una dama. Paseaban cuando, de repente, un perro enorme, parecido a un pastor pero despeinado y lleno de energía, se lanzó sobre Lola, juguetón y efusivo.
“¡No le temas, cariño!”, gritó una anciana con bastón. “Es juguetón, pero nunca ha mordido a nadie”.
“Ya lo veo”, rio Lucía mientras el perro, llamado Toro, le lamía las manos.
A partir de ese día, Toro se unió a sus paseos. Jugaban, corrían, y luego descansaban bajo un manzano. A veces, la anciana, Doña Carmen, se sentaba con ellas, llevando pasteles y contando historias. Vivía sola, su hijo y nieto apenas la visitaban. Toro era su compañía.
En septiembre, los paseos se volvieron nocturnos. Una noche, un todoterreno negro entró rugiendo al terreno con tres jóvenes borrachos. Dos se acercaron a Lucía, rodeándola.
Ella retrocedió, encendió el micrófono de su móvil y susurró: “Lola, llama a Toro. ¡Ahora!”.
Lola ladró con fuerza. Los hombres rieron. “¡Vamos, date un paseo con nosotros!”, dijo uno, agarrándola.
“Mejor váyanse”, dijo Lucía fríamente. “Toro viene, y no les gustará”.
Se rieron más fuerte, pero entonces, Toro apareció como un rayo, lanzándose contra ellos. Nunca lo habíamos visto así: ojos inyectados en sangre, boca espumosa. Derribó a uno y se plantó sobre él, gruñendo como una bestia. El otro huyó al coche y escapó.
La policía llegó y arrestó al agresor, cuyos pantalones estaban empapados de miedo. Lucía abrazó a Toro. “Dijeron que no sabías gruñir ¡Gracias, héroe!”.
En octubre, Doña Carmen enfermó. Toro aulló hasta que un vecino llamó a la ambulancia. Lucía lo llevó a casa. Aunque Toro estaba contento con Lola, su tristeza era evidente.
Doña Carmen mejoró, y su hijo llegó. “La llevaremos con nosotros, pero no hay espacio para Toro”.
“No se preocupe”, dijo Lucía. “Él ya es de la familia”.
Ahora, las noches son frías. Lucía mira por la ventana hacia el terreno abandonado. A su lado, Toro y Lola duermen, hocico con hocico.
Una historia terminó. Pero allá lejos, tras la lluvia, comienza otra. Una con hogar, calor y un gruñido fiel que lo dice todo.
**Lección:** A veces, los ángeles tienen cuatro patas y no dudan en proteger a quienes aman.







