Me humillaban por ser “pueblerina”, aunque ellos mismos venían de la España más profunda…

Life Lessons

Hoy vuelvo a pensar en cómo me menospreciaban por ser “paleta”, cuando ellos mismos venían de lo más profundo del campo

Nací en un pequeño pueblo de Castilla-La Mancha. Desde niña, me acostumbré a la tierra, al trabajo duro, a ganarme las cosas con mis propias manos. No éramos ricos, pero vivíamos con dignidad. Y fue así como aprendí a amar la tierra, no como una obligación, sino como un refugio para el alma. Me encanta remover la huerta, cultivar mis propias hortalizas, frutas y hierbas. Siento que me arraiga, me calma, me devuelve a lo esencial. Por eso, cuando me casé, lo dejé claro desde el principio: “Necesitamos una casa en el campo. Si no la tenemos, ahorraremos hasta comprarla.”

Al principio, mi marido, Javier, no entendía del todo mi obsesión, pero al ver mi pasión, accedió. Compramos una casita con terreno en las afueras de Toledo. Todo iba bien hasta que sus padres entraron en escena. Desde el primer día, me miraron por encima del hombro. Sobre todo mi suegra, Carmen María. Cada visita era una humillación sutil.

“¿Otra vez con tus zanahorias? Pareces una campesina de pueblo perdido”, decía, torciendo el gesto.

“Mi hijo no estudió y creció en la ciudad para acabar cavando en la tierra como un gañán.”

Yo escuchaba y me encogía por dentro. No de vergüenza, sino de incomprensión. ¿Por qué tanto desprecio? Nunca les obligué a ayudar, solo les invitaba a disfrutarlo. No era un castigo, sino amor por lo sencillo, por la vida misma.

Aguanté en silencio mucho tiempo. Pensaba: “Bueno, son de ciudad, no lo entienden. Tienen otras prioridades.” Hasta que, por casualidad, descubrí la verdad. Y no me dolió, me dio hasta risa.

Resulta que los padres de Javier eran de pueblo de toda la vida. Su madre, de un pueblecito cerca de Salamanca; su padre, de un lugar remoto de Ávila. Sus propios padres seguían viviendo allí, en casas viejas, con gallinas y huerto. Pero ellos, al mudarse a Madrid de jóvenes, borraron su pasado. Lo negaban con tanto ahínco que parecía que les daba miedo que alguien descubriera sus raíces.

Y aún así, sin pudor, Carmen María soltaba comentarios hirientes: “Mira tu casa, parece la de una abuela montañesa. Esas figuritas, esos cuadros Nosotros tenemos las paredes limpias, muebles minimalistas. Nada de trastos.”

Pero a mí me gusta así: acogedor, cálido, con recuerdos en cada estantería. Puede que no esté de moda, pero es humano.

Durante años, me tragué sus palabras. Hasta que un día, después de otro “paleta”, estallé. Estábamos en el porche, y ella volvió a poner mala cara ante mi mermelada de fresas y mi tarta de grosellas.

“¡Qué asco, todo te sale a pueblo!”

Sonreí y respondí con calma:

“Hay un refrán que dice: ‘Puedes sacar a la persona del pueblo, pero no el pueblo de la persona.’ Solo que no hablo de mí. Hablo de usted, Carmen María.”

Se quedó tiesa. Vi cómo le temblaba el párpado. Intentó reírse:

“¿A mí me lo dices?”

“A usted y a mí misma. Yo estoy orgullosa de mi pueblo. Usted lo esconde. Esa es la diferencia.”

Desde entonces, calló. Ni reproches, ni indirectas. Ya no me llamó campesina, ni puso mala cara cuando llevaba conservas o mermelada. Hasta creo que empezó a respetarme.

No soy rencorosa, pero duele que intentaran humillarme por lo que ellos mismos fueron. ¿Acaso las raíces son motivo de vergüenza? ¿El trabajo es algo que despreciar?

Soy una mujer que ama la tierra. No me avergüenzo de mi pueblo. Sé sembrar, cosechar, encurtir y cocinar. Y no soy menos que quienes viven en pisos modernos con paredes vacías. Porque donde no hay alma, no hay calor. Y yo lo tengo. Y lo tendré siempre.

Rate article
Add a comment

8 + six =