**Un patio en sintonía**
El patio de un bloque de pisos en las afueras de una gran ciudad despertaba con el bullicio de siempre, donde cada uno tenía su lugar. Entre los edificios de fachadas descascaradas, la vida seguía su rutina: por la mañana, los padres sacaban los carritos por las rampas, los jubilados paseaban a sus perros sin prisas, y los jóvenes con mochilas esquivaban macetas y contenedores de basura. Tras una reciente lluvia, el asfalto aún brillaba bajo el sol veraniego. En los arriates florecían claveles y geranios, mientras niños en camisetas jugaban al fútbol o montaban en bici, vigilados de reojo por los adultos.
A la entrada del portal, ya se formaba una pequeña cola: unos intentaban pasar con bolsas de la compra, otros sacaban cochecitos del estrecho vestíbulo. Y, como siempre, el obstáculo de los últimos meses: los patinetes eléctricos. Había al menos cinco; uno tumbado en diagonal sobre la rampa, obligando a una madre a esquivarlo con maña. Al lado, la señora Carmen, una jubilada, golpeaba el suelo con su bastón, indignada.
¡Otra vez esto! Ni se puede pasar
¡Es que los jóvenes los dejan donde les da la gana! apoyó un hombre de mediana edad con chándal.
Una chica de unos veinticinco años se encogió de hombros:
¿Y dónde los ponemos? No hay sitios para ellos.
Los vecinos murmuraban a la entrada; alguno bromeó diciendo que pronto en lugar de flores solo habría patinetes. Pero nadie tomaba la iniciativa, acostumbrados ya a las pequeñas molestias de la vida en comunidad. Hasta que un padre casi golpea uno con el cochecito y soltó un improperio en voz baja. Entonces, la tensión se hizo palpable.
El patio resonaba con su habitual algarabía: unos comentaban las noticias junto al arenero, adolescentes discutían de fútbol en la pista. Los pájaros trinaban en las ramas de un plátano de sombra, mientras las quejas de los vecinos se mezclaban en el aire.
¿Por qué no los ponemos junto a la valla? ¡Sería mejor!
¡Pero si ayer casi me rompo una pierna por culpa de uno!
Un chico intentó apartar un patinete hacia los arbustos, pero este chirrió y se cayó justo delante de una mujer con bolsas, que exclamó:
¡Otra vez lo mismo! ¿Nadie va a hacer algo?
Esa tarde, las discusiones estallaron como chispas: bastaba una queja para que aparecieran más opiniones. Unos defendían los patinetes como símbolo de modernidad; otros pedían orden al estilo de siempre.
La señora Carmen fue firme:
Entiendo que los tiempos cambian ¡Pero hay gente mayor que quiere pasar tranquila!
Laura, una madre joven, respondió con más calma:
Yo tengo un niño pequeño A veces el patinete me ahorra el autobús hasta el centro de salud.
Algunos propusieron llamar a la comunidad de vecinos o incluso avisar a la policía local; otros se rieron y sugirieron simplemente ser más considerados.
Las tardes largas alargaban las charlas en el portal: padres y niños se quedaban en el parque, mezclando conversaciones cotidianas con quejas sobre los patinetes. Hasta que un vecino, Miguel, planteó:
¿Y si nos reunimos todos? Así lo hablamos como es debido.
Unos cuantos asintieron, incluso la señora Carmen accedió a regañadientes.
Al día siguiente, se juntó un grupo variopinto: estudiantes, jubilados, padres Algunos llegaron preparados: uno con una libreta para apuntar ideas, otro con una cinta métrica, otros simplemente curiosos.
Las ventanas estaban abiertas; el aire traía risas infantiles y el olor a hierba recién cortada.
La discusión empezó animada:
¡Hay que marcar una zona para los patinetes!
¡Que la comunidad pinte las líneas!
Unos propusieron hacer carteles, otros temían la burocracia:
¡Luego todo son trámites interminables!
Pablo, un estudiante, razonó:
Decidamos nosotros dónde ponerlos y luego que la comunidad lo apruebe.
Tras debatir, eligieron un rincón entre el contenedor y el aparcamiento de bicis, lejos de la rampa y los arriates.
Laura intervino:
Lo importante es que las normas las entiendan todos, sobre todo los niños. ¡Y que nadie se pelee!
La señora Carmen asintió; unos adolescentes se ofrecieron a dibujar con tiza el espacio en el suelo. Otra vecina prometió imprimir un cartel con las normas. La conversación fluía, con bromas y un ánimo de colaboración.
A la mañana siguiente, el patio amaneció con otra energía. En el rincón acordado, Miguel, Pablo y Laura marcaban el suelo con cinta naranja. Laura colocó un cartel: «Aparcar aquí. No bloquear pasillos ni rampas».
La señora Carmen observaba desde su ventana, sin intervenir, pero asintiendo de vez en cuando. Unos niños decoraron el cartel con dibujos; hasta los adolescentes se acercaron a mirar.
Cuando todo estuvo listo, los vecinos se reunieron. Miguel clavó el cartel en un poste. Unas madres comentaron:
¡Por fin no habrá que esquivar ruedas!
Una joven sonrió:
Solo falta que todos lo respeten.
Los primeros días fueron de prueba. Algunos aparcaban bien; otros, por inercia, lo dejaban donde siempre. Pero pronto los chicos movían los patinetes al sitio correcto, orgullosos de participar. Laura recordó amablemente a una vecina:
¿Te importa seguir lo acordado?
La respuesta fue casi un disculpa:
¡Se me olvidó! Gracias.
En los bancos, ya no había broncas. La señora Carmen admitió:
Está mejor ¡Hasta da gusto verlo! Quizá las bicis deberían ir ahí también.
Una madre rió:
Si empezamos, no paramos.
Un hombre mayor en chándal añadió:
Que no se olviden de los mayores.
El sol secó pronto la cinta naranja; los niños pintaron flechas verdes para guiar a todos. Los transeúntes sonreían o murmuraban «A ver cuánto dura», pero sin discusiones.
En días, el cambio era evidente. La entrada estaba despejada, incluso en horas punta. Una tarde, la señora Carmen pasó sin obstáculos y le dijo a Miguel:
Gracias Antes me irritaba cada día. Ahora hasta se respira mejor.
Miguel se ruborizó, pero se notaba su satisfacción. Los jóvenes indicaban el sitio a los nuevos; alguno propuso incluso poner candados. Laura comentó:
Tantos años de caos, y de pronto nos ponemos de acuerdo ¿Será el principio?
La señora Carmen esbozó una sonrisa:
El principio de algo bueno.
Las tardes eran más animadas. Los vecinos charlaban más tiempo, los niños jugaban sin estorbar. El olor a césped recién cortado se mezclaba con risas.
En una de esas noches, la señora Carmen se acercó al grupo:
¿Veis? Cuando hay voluntad, todo es posible.
Laura rió:
¡Y sin peleas cada mañana!
Todos rieron, incluso los más cascarrabias. Bajo las farolas, el ambiente era de complicidad, una rara victoria sobre lo cotidiano. Nadie tenía prisa por irse.







