**Diario de Primavera**
Las mañanas traían escarcha sobre el río, y las maderas del viejo puente crujían bajo los pasos. En el pueblo, la vida seguía su curso: los niños, con sus mochilas al hombro, lo cruzaban corriendo hacia la parada del autobús escolar; la anciana Valentina Martín pisaba con cuidado los huecos entre las tablas, llevando en una mano su bolsa de la compra con leche y en la otra su bastón. Detrás de ella, un triciclo avanzaba despacio: era Esteban, el niño vecino de cinco años, concentrado en evitar que las ruedas cayeran en algún hueco.
Por las tardes, junto a la tienda, se reunían los vecinos en el banco: hablaban del precio de los huevos, del último deshielo o de cómo habían pasado el invierno. El puente unía las dos partes del pueblo: de un lado quedaban las huertas y el cementerio, y del otro, la carretera que llevaba a la capital comarcal. A veces, alguien se detenía junto al agua, mirando los restos de hielo que aún flotaban en el centro. Nadie hablaba mucho del puente; siempre había estado ahí, como parte del paisaje.
Pero esta primavera, las maderas empezaron a chirriar más fuerte. El viejo Simón Pérez fue el primero en notar una nueva grieta junto a la barandilla. La tocó, meneó la cabeza y, de camino a casa, escuchó a dos mujeres hablar:
Está empeorando Dios no quiera que alguien se caiga.
¡Bah! Lleva ahí décadas
Sus palabras se perdieron en el viento de marzo.
La mañana amaneció gris y húmeda. En el poste de la esquina apareció un cartel bajo plástico: «El puente queda cerrado por decisión municipal debido a su estado ruinoso. Prohibido el paso». La firma del alcalde era clara. Alguien ya había intentado levantar una esquina, como si dudara de que fuera en serio.
Al principio, nadie lo creyó. Los niños intentaron cruzar como siempre, pero regresaron: una cinta roja y un letrero de «Prohibido el paso» bloqueaban la entrada. Valentina Martín observó la cinta por encima de sus gafas, dio media vuelta y empezó a buscar un rodeo por la orilla.
En el banco de la tienda, una decena de vecinos leían el cartel en silencio. Fue Valentín García el primero en hablar:
¿Y ahora qué? No podemos llegar al autobús ¿Quién traerá las compras?
¿Y si alguien necesita ir a la ciudad urgente? ¡Es nuestro único puente!
Las voces sonaban inquietas. Alguien sugirió cruzar por el hielo, pero ya empezaba a desprenderse de la orilla.
Al mediodía, la noticia había corrido por todo el pueblo. Los jóvenes llamaron al ayuntamiento, preguntando por un paso provisional o una barca:
Dicen que hay que esperar a la comisión
¿Y si es urgente?
Las respuestas eran frases burocráticas: «inspección realizada», «decisión tomada por seguridad».
Esa misma tarde, convocaron una reunión en el centro social. Casi todos los adultos acudieron, abrigados por el viento húmedo del río. El olor a té de los termos flotaba en el aire; alguien se limpiaba las gafas empañadas con la manga.
Las conversaciones empezaron en voz baja:
¿Cómo llevaremos a los niños al colegio? Andar hasta la carretera es lejos
Las compras vienen desde la ciudad
Discutieron si podrían repararlo ellos mismos o construir un paso alternativo. Alguien recordó otros años, cuando arreglaban juntos los daños de las riadas.
Nicolás Serrano se ofreció a hablar:
¡Podemos pedir permiso al ayuntamiento! Al menos para un paso provisional.
Le apoyó Lucía Martínez:
Si vamos todos juntos, nos harán caso antes. ¡Si no, esperaremos meses!
Acordaron redactar una petición firmada por los vecinos: unos ofrecían herramientas, otros su trabajo.
En dos días, una delegación viajó a la capital comarcal. Los recibieron con frialdad:
¡Por ley, cualquier obra en el río necesita autorización! Pero si presentan un acta de la reunión vecinal
Nicolás extendió un papel lleno de firmas:
¡Aquí está! Denos permiso para el paso provisional.
Tras deliberar, el funcionario accedió verbalmente, con la condición de seguir normas de seguridad. Prometieron clavos y algunas tablas de los almacenes municipales.
A la mañana siguiente, todo el pueblo sabía que tenían luz verde. Junto al puente viejo, había montones de maderas y clavos nuevos. Los hombres se reunieron al amanecer: Nicolás, ceñudo y con su vieja chaqueta, fue el primero en empuñar la pala para limpiar la orilla. Los demás siguieron su ejemplo: unos con hachas, otros con alambres. Las mujeres no se quedaron atrás: llevaron termos de café, guantes de algodón para quienes los olvidaron.
El suelo estaba embarrado, y las tablas se hundían en el lodo. Cada uno tenía su tarea: unos medían distancias, otros sujetaban clavos entre los dientes mientras martillaban. Los niños recogían ramas para una hoguera, aunque les pidieron que no estorbaran.
Los ancianos observaban desde un banco. Valentina, envuelta en su chal, sostenía el bastón con ambas manos. A su lado, Esteban preguntaba una y otra vez cuánto faltaba. Ella le sonrió:
Ten paciencia, Esteban Pronto podrás pasar otra vez.
De pronto, alguien gritó desde el río:
¡Cuidado! ¡Esa tabla resbala!
Cuando la llovizna arreció, extendieron un plástico viejo para refugiarse. Bajo él, improvisaron una mesa con pan, leche condensada y más café. Comieron rápido, sin dejar de trabajar. Hubo que rehacer algunas partes: una tabla torcida, un poste que no aguantaba. Nicolás refunfuñaba, mientras Valentín García sugería otro método:
Sujétalo así Así no cederá.
A mediodía, llegó un empleado municipal con papeles bajo el brazo. Examinó la estructura:
¡No olviden las barandillas! Especialmente por los niños.
Asintieron y añadieron tablas laterales. Firmaron los documentos sobre la rodilla, con el papel húmedo pegado a los dedos.
Al anochecer, el pasadizo estaba casi listo: una hilera de maderas frescas junto al puente viejo, sostenidas por postes improvisados. Los niños fueron los primeros en probarlo, con Esteban agarrado de la mano de un adulto. Valentina vigilaba cada paso.
Todos contuvieron el aliento al ver a los primeros vecinos cruzar. Al principio, iban despacio, escuchando cada crujido. Luego, más seguros. Al otro lado, alguien alzó la mano:
¡Lo conseguimos!
La tensión se esfumó, como si un resorte interior se hubiera soltado.
Junto a la hoguera, los que quedaron hasta el final compartieron un momento tranquilo. El humo flotaba sobre el agua; olía a madera mojada y a brasas.
Ojalá llegue pronto un puente nuevo.
De momento, esto sirve. Lo importante es que los niños vayan al colegio.
Nicolás miró el río, pensativo:
Si nos unimos, lograremos más cosas.
Valentina agradeció a los vecinos en voz baja:
Sin ustedes, no me habría atrevido a cruzar sola.
El río se cubrió de una niebla ligera. Los vecinos se fueron despacio, hablando de la próxima faena comunal: arreglar la valla de la escuela o limpiar la plaza.
Al día siguiente, la vida volvió a su ritmo. Los niños cruzaban el pasadizo hacia el autobús; los adultos llevaban sus bolsas sin miedo a quedar aislados.







