**Diario Personal:**
«Si mi madre no vive con nosotros, me divorcio.» Y lo hizo
«Si no dejas que mi madre se quede con nosotros, pido el divorcio»: y lo pidió.
Un hombre que te jura amor y fidelidad puede volverse un extraño en un instante. Sobre todo cuando te enfrentas a una elección: mantener a la familia o salvarte de la ruina total. Yo pasé por eso.
Cuando me casé con Javier, no teníamos casa propia. Vivíamos con sus padres en un piso de dos habitaciones, pequeño pero llevadero. Hasta que un día, su padrastro llegó a casa y encontró a su madre, mi suegra, con un amante. Un tipo más joven, descarado, con aires de «salvador». Le susurró promesas de nuevos horizontes y «montañas de oro», pero puso una condición:
Vende el piso. Nos mudamos a otra ciudad. Allí empezaremos una vida nueva.
Intenté hacer entrar en razón a Luisa Fernández:
Te va a engañar. Te quedarás sin techo.
Pero ella se hizo la ofendida:
Simplemente me tenéis envidia. No os metáis en mis asuntos.
Una semana después, estábamos en la calle con nuestro bebé en brazos. El piso vendido, nosotros, desalojados. Javier trabajaba en dos empleos, yo estaba de baja maternal y escribía trabajos por encargo por las noches. Apenas podíamos pagar el alquiler, pero nos esforzábamos por el futuro.
Queríamos pedir una hipoteca, pero el destino nos dio una oportunidad: murió mi tía, sola, sin hijos. En su testamento, me dejó un piso en otra ciudad. Amplio, luminoso, con ventanas al patio. Con los ahorros que teníamos para la entrada, lo reformamos. Por primera vez en mucho tiempo, respiré aliviada.
Pero la tranquilidad duró poco.
Una noche, mientras fregaba los platos después de cenar, llamaron a la puerta. Era Luisa Fernández, con la cara hinchada de llorar, los ojos como los de un perro apaleado.
Hija hijo me ha echado Lo he perdido todo. Solo me queda una maleta. Ayudadme
Javier y yo nos miramos. Vi cómo su rostro se enternecía. La cogió de los hombros, la sentó en la cocina y le sirvió té. Yo me quedé allí, sintiendo solo un dolor sordo, palpitante. Sabía que la había advertido, que le había rogado que no hiciera tonterías. Pero no solo no me escuchó, sino que nos echó a la calle con el bebé cuando todavía estábamos bien.
Javier me miró:
No puede estar sola. No podemos abandonarla. Es mi madre.
Apreté los labios:
Nos tiró como basura. ¿Y ahora quieres que viva aquí? ¿En este piso? ¿Donde por fin empezamos a respirar?
Luisa no se calló:
Hijo, no puedo quedarme en la calle Ayúdame Ya he entendido, no volverá a pasar
Entonces, él soltó lo que me partió en dos:
Si no aceptas que mi madre viva con nosotros, pido el divorcio.
Sentí que me quedaba ciega. Respondí con calma, aunque el corazón me sangraba:
«Entonces el divorcio es la única solución, porque no viviré jamás con alguien que pone condiciones a nuestro amor.»







