La historia continúa

Life Lessons

**El reencuentro**

Al día siguiente, Adrián regresó a su oficina con el ánimo agitado. En su mente resonaban los gritos de indignación del mercado, la mirada de aquella mujer que parecía atravesarle el alma. Intentó apartar esas imágenes con un pensamiento frío: “No entienden nada. La vida es una lucha. Los débiles caen, los fuertes se levantan”.

Pero, aun así, la culpa arañaba su conciencia. Esos ojos… le resultaban familiares. ¿De dónde los conocía?

A la mañana siguiente, su socio, el señor Delgado, entró con gesto severo.

Adrián, hay problemas. Lo del mercado… se ha vuelto viral. Hay un vídeo por todas partes. Miles de personas te critican. Si no hacemos algo, la reputación de tu empresa quedará en ruinas.

¿Qué dices? replicó Adrián, pero al ver su propia imagen en el teléfono, pateando a aquella mujer frágil, palideció. El título del vídeo era implacable: *”El millonario que humilló a una madre hambrienta”*.

Mi consejo continuó Delgado es que la encuentres. Dale dinero, ofrécele un hogar. Hazlo frente a las cámaras. Que parezca caridad. Es tu única oportunidad.

Adrián asintió con los dientes apretados. Odinaba justificarse, pero su reputación lo era todo.

Por la tarde, regresó al mercado. Y allí estaba ella, en el mismo lugar, con el mismo abrigo raído y la misma tristeza en la mirada. Al verlo, no retrocedió. Solo lo observó.

Señora comenzó él con falsa cortesía, quiero compensar lo de ayer. Le daré dinero, un techo, comida…

La mujer lo miró fijamente, como si buscara algo en su memoria. Luego, susurró con voz suave:

¿Adrianito?

El corazón de Adrián dio un vuelco. Ese nombre… así, con esa dulzura, solo una persona lo había llamado así: su madre.

¿Qué ha dicho? preguntó con voz temblorosa.

La mujer juntó sus manos temblorosas.

Adrianito… eres tú, hijo mío…

Adrián dio un paso atrás.

Eso es imposible. Mi madre murió hace veinte años.

Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas.

No, hijo. Sigo viva. Tu padre me apartó de ti cuando tenías seis años. Te busqué durante años. Escribí cartas, pero nunca tuve respuesta. Perdí todas mis fuerzas… solo me quedó la esperanza.

Un nudo le oprimió el pecho. Recuerdos emergieron: el olor a jabón barato, una mano acariciándole el pelo, retazos de canciones de cuna. No quería creerla.

Esto es un teatro. Solo quieres dinero gruñó, pero su voz ya no tenía convicción.

La mujer sacó lentamente una foto arrugada. Un niño de seis años, con un coche de juguete en la mano, el mismo con el que Adrián solía jugar. A su lado, ella, joven y sonriente.

Toda su resistencia se derrumbó. Sus rodillas flaquearon.

Dios mío… susurró. Mi madre… y yo… te pateé…

Las lágrimas brotaron sin control. El millonario, que durante años había construido su imperio con frialdad, ahora se arrodillaba en la calle ante una mujer vestida de harapos.

Perdóname… lloró. No sabía… no te reconocí…

Carmen alargó la mano y acarició su rostro. Sus dedos eran débiles, pero su tacto estaba lleno de amor.

No pidas perdón, Adrianito. Siempre supe que volverías a mí. Mi amor nunca se fue.

La gente se congregó a su alrededor. Nadie habló. Todos vieron cómo el millonario, derrumbado, abrazaba a la madre que creyó perdida.

Días después, los periódicos titularon: *”El millonario que recuperó a su madre sin hogar”*. Pero a Adrián ya no le importaba. La llevó a casa, llamó a médicos, le preparó un hogar. Pero lo más importante fue que volvieron a hablar. Durante horas. Carmen le contó los años de soledad, las luchas, el dolor, la esperanza de volver a verlo.

Adrián escuchó y sintió cómo algo en su interior se sanaba. Ese vacío que ni el dinero ni el éxito habían llenado, por fin se calmaba.

Una noche, sentados en la terraza, Adrián apretó la mano de su madre.

Sabes, mamá, durante años creí que la fortuna daba sentido a mi vida. Pero ahora… siento que nunca busqué dinero. Te buscaba a ti.

Carmen sonrió, con lágrimas brillando en sus ojos.

La familia, hijo mío, es lo que da sentido a todo. Nunca lo olvides.

Y Adrián entendió entonces la verdad: todo el oro y todos los palacios no valen una sola palabra: *madre*.

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