Los abuelos insisten en que solo ellos deben consentir a sus nietos.

Life Lessons

Me casé con Javier hace casi ocho años. Un hombre bueno, siempre dispuesto a ayudar, con el corazón abierto. Pero tenía un problema: su hermana. Lucía. Una mujer con una imaginación sin límites y una habilidad sorprendente para convertir cualquier frase en una pregunta velada sobre un regalo caro.

Nunca hablaba claro. Sus frases siempre sonaban como pensamientos inocentes:
“Los niños sueñan con ver la nueva película de animación, pero las entradas están muy caras ahora”, decía con un dejo de melancolía. Y Javier, al instante, compraba las entradas, llevaba a sus sobrinos al cine y les compraba combos con palomitas.

“Qué día tan bonito”, continuaba Lucía, “pero vosotros os quedáis en casa. ¡Deberíais ir a la feria!” ¿Y adivina quién acababa yendo con sus hijos? Nosotros, por supuesto. Y todo con nuestro dinero.

Yo no capto sutilezas. Ni quiero. Prefiero la sinceridad. Si necesitas algo, dilo. Pídelo. Explícalo. No andes con rodeos fingiendo que no quieres nada.

Pero Javier siempre reaccionaba al instante a sus “sugerencias”. Adoraba a sus sobrinos locamente. Pero la forma en que los consentía sobrepasaba todo límite. Bicicletas, dispositivos electrónicos, diversiones todo se había vuelto normal. Lucía solo lanzaba una mirada, y mi marido salía corriendo.

Hace poco fue el santo de Daniel, el hijo de Lucía. Ya le habíamos regalado una bicicleta de lujo, que nos costó un dineral. Estaba segura de que era más que suficiente. Pero, al parecer, para Lucía la “bicicleta” era una tontería. En sus ojos, el niño debía viajar sí o sí a Europa. Y no solo con ella, claro. ¡Un niño no puede viajar solo!

En el lenguaje de Lucía, sonaba así:
“Daniel sueña con ver París. Se le iluminan los ojos cuando lo menciona”.

Javier, en lugar de comprarles boletos, les llevó un pastel y un cojín decorado con las iniciales del niño. Yo trabajaba ese día, así que él fue solo. Y, como imaginarán, fue un jarro de agua fría para su hermana.

Pero Lucía no se rindió. Sus exigencias crecieron año tras año. A mi marido, al parecer, no le importaba. No teníamos hijos, y él se dedicaba a sus sobrinos con todo el alma. Quizás porque no tenía dónde volcar su energía paternal.

Entonces llegó la noticia más esperada: estaba embarazada. Se lo dije a Javier, y lloró de felicidad, besó mi vientre, no salía de su asombro. Lo había deseado durante años. Pero entonces llegó Lucía

Y otra vez, con una petición. Esta vez, un viaje a Praga en las vacaciones de primavera. Por supuesto, con los niños. Mi marido se negó, por primera vez. Dijo que sería padre y que ahora todos sus recursos eran para nuestra familia. Entonces su hermana estalló.

Al día siguiente, me llamó. Gritó. Me acusó.
“¿Cómo te atreves? ¡Has hecho todo esto para alejar a mis hijos del único hombre que se preocupaba por ellos!”.

Colgué sin decir nada.

Luego, otra escena. Los sobrinos esperaron a Javier cerca de su trabajo. Le dieron tarjetitas hechas por ellos.
“Tío, por favor, no nos abandones”.
“¿Para qué quieres tus propios hijos, si ya nos tienes a nosotros?”.

Era obvio que alguien les había ayudado a escribir el texto. Y ese “alguien” era previsible.

Javier llegó a casa, se sentó en el sofá, miró las tarjetitas y algo se quebró en él.

“Solo he sido un tonto”, dijo. “¿Cuántos años he soportado esto? ‘La lavadora se rompió’, ‘no tengo para el abrigo’, ‘papá se fue tío, ayúdanos’. Siempre usó a los niños para manipularme. Y yo caí. Como un idiota”.

De pronto, sacó una libreta. Empezó a anotar todo lo que recordaba: bicicletas, móviles, campamentos, viajes, equipos, abrigos, entradas al teatro. La suma total era una cifra redonda.

Luego, el final. Un final al estilo de Lucía.

Vino a nuestra casa. Se plantó en el recibidor, como una reina, y dijo:
“Ahora que tendréis vuestro propio hijo, ¿podéis hacer una última buena acción? Dadnos el coche. No para mí, no soy una aprovechada. Solo para llevar a los niños”.

Javier le tendió la libreta sin decir palabra.
“Ahí está la suma. Por todo lo que has recibido. Devuélvela. Tienes seis meses. Después a juicio”.

Salió, cerrando la puerta con tal fuerza que el felpudo se cayó del perchero.

Tras eso, comenzó un aluvión de mensajes. Las amigas de Lucía me bombardearon en redes sociales. Decían que había roto el sagrado vínculo entre tío y sobrinos. Que ahora los niños estaban “abandonados, hambrientos, y su madre desesperada”.

Pero, sabes qué, no me inmuté.

Lucía tiene dos pisos. Uno se lo dejó su exmarido, el otro Javier, renunciando a su herencia a favor de ella. Cobra una pensión alimenticia, no vive en la pobreza. Solo se acostumbró a que todo le fuera dado. Y ahora ya no es así.

Tendremos un hijo. Y ahora mi marido tiene una familia de verdad. Sin manipulaciones, sin dramas, sin teatro. Y, ¿sabes qué? Creo que esto solo acaba de empezar.

La lección es clara: a veces, el amor más difícil de dar es el que nos debemos a nosotros mismos.

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