**Diario de Dariana**
Hoy ha sido un día difícil. Ignacio, enfadado por el comportamiento de su madre, ha decidido vivir aparte de ella.
¡No me respetas en absoluto! El eco de la furia de mi suegra resuena al otro lado del teléfono, ahogándome con su tono autoritario y cortante.
Respiré hondo, sintiendo el peso de sus exigencias. Recordé ese instante antes de mi boda, cuando parecía que el destino mismo se entrometía para sembrar el caos en mi vida. La madre de Ignacio, una mujer de carácter fuerte y convicciones inquebrantables, había cogido un simple resfriado, pero según ella, era como si la peste hubiera llegado para arruinarlo todo.
La llamada llegó por la mañana, cuando el gran día estaba a punto de comenzar. La sorpresa se convirtió en irritación al escuchar su propuesta absurda: posponer la boda varias semanas.
¿Qué quieres decir con «posponer»? protesté. ¡Ya tenemos todo organizado: el banquete, los invitados! Mis padres han viajado desde Málaga solo para esto.
Ignacio escuchaba en silencio, sabiendo que le esperaba una dura conversación con su madre, una mujer a la que nadie se atrevía a contradecir. Pero esta vez, él alzó la voz con firmeza.
Mamá, un resfriado no es grave. Entiendo tu preocupación, pero no podemos cancelar la boda por algo así.
Su tono, decidido y seguro, la dejó sin palabras. Por primera vez, su hijo hablaba con esa determinación, rompiendo el control que ella siempre había ejercido sobre él.
Al otro lado del teléfono, un sollozo ahogado.
Bueno, si les da igual mi salud Que sea como quieran. Pero recuerden: si algo sale mal, la culpa será solo suya.
Y colgó. El silencio en la habitación solo se rompía por el nervioso golpeteo de mis dedos sobre la mesa.
Mi futura suegra temblaba al apretar el teléfono, marcando números con rapidez. Su corazón latía con fuerza, pero su mente estaba clara: no podía permitir que celebraran mientras ella, en su mente, se consumía.
¿Lidia? Soy yo. Lo siento por llamarte así, pero la boda se pospone. Tengo gripe, así que habrá que esperar un par de semanas. Sí, Ignacio está de acuerdo; claro que se preocupa por mí.
Un susurro al otro lado:
¡Ay, pobrecita! Descansa, cariño, que te mejores pronto.
Respiró aliviada. Mentir le pesaba, pero no había otra opción.
Llamada tras llamada, la misma historia: disculpas, excusas, promesas de recuperación. Cada respuesta era igual: compasión, apoyo. Pero dentro de ella, una vocecilla insistía en que estaba haciendo algo terrible, que podría lastimar a su hijo, a su familia a sí misma.
Al terminar, se dejó caer en el sofá, agotada. Las lágrimas rodaban por sus mejillas mientras el teléfono seguía vibrando en su mano.
Esa noche, cuando llegó la hora de la ceremonia, solo estábamos los más cercanos: mis amigas, algunos compañeros de Ignacio y familiares que apenas trataban con su madre. El resto simplemente desapareció, convencido por sus mentiras.
El shock me dejó aturdida. Luego vino el enojo, mezclado con una injusticia que ardía dentro de mí.
Aun así, la atmósfera se mantuvo alegre. Reímos, bailamos, celebramos. En ese momento, rodeada de quienes realmente importaban, sentí una calidez especial.
Mientras tanto, lejos de allí, mi suegra lloraba en soledad, maldiciendo su suerte. Su rabia se convertía en una tristeza profunda, un vacío que la envolvía como una marea.
«Para ellos, mi resfriado no es nada. ¿Tan difícil es preocuparse por su madre?»
Cuando la verdad salió a la luz, algunos familiares de Ignacio se sintieron engañados. Unos criticaron abiertamente su actitud; otros prefirieron callar, temiendo el conflicto.
Ignacio, dolido, tomó una decisión.
Ahora vivimos en Barcelona, lejos de ella y de todo lo que ocurrió.







