Me voy. Las llaves de tu piso las dejo bajo el felpudo escribió él.
Otra vez con lo mismo, Marina. ¿Cuándo vas a parar? Cada céntimo cuenta y tú pidiendo un abrigo nuevo. ¿Es que el viejo ya no sirve?
Alberto, no es que no sirva, es que tiene siete años. ¡Siete! Parezco un espantapájaros. En el trabajo todas han renovado su armario tres veces y yo sigo en el siglo pasado. ¿No merezco un simple abrigo?
¡Claro que lo mereces! Alberto levantó las manos, su rostro contraído por la irritación. Pero ahora no. Sabes que tengo un proyecto importante, todo el dinero está invertido. Cuando cierre el trato, te compro un abrigo de visón si quieres. Aguanta un poco más.
Llevo veinte años aguantando, Alberto. Toda nuestra vida. Primero, mientras terminabas la carrera. Luego, para ahorrar para el coche. Después, para esta casa bueno, para reformarla, porque la heredé de mis padres. Siempre hay algo más importante que yo.
Las palabras la sorprendieron. Solía tragarse el orgullo e ir a la cocina a hacerse un té para calmarse. Pero hoy algo reventó. Se acumuló demasiado. Miró a su maridoese hombre que una vez amó, ahora distante, con la mirada apagada y el ceño siempre fruncido.
Ahí vamos otra vez masculló él, cogiendo la chaqueta. El mismo disco rayado. No lo soporto. Tengo una reunión.
¿A las nueve de la noche? preguntó en voz baja, aunque ya sabía la respuesta. Esas “reuniones” llevaban seis meses repitiéndose.
¡De trabajo, Marina, de trabajo! No todos tenemos un trabajo de bibliotecaria hasta las seis. Hay gente que se parte el lomo para que tú puedas soñar con abrigos nuevos.
La puerta se cerró de golpe, haciendo temblar los vasos del aparador. Marina se quedó inmóvil en el recibidor. El silencio que siguió era denso, opresivo. Caminó a la cocina, puso el hervidor con gesto mecánico. Las manos le temblaban, no de rabia, sino de un vacío que le roía por dentro. Sabía que no había reunión. Sabía que había otra, joven, vibrante, del trabajo. No quería creerlo, pero los pensamientos volvían como moscas molestas.
El móvil vibró en el bolsillo del albornoz. Quizá se disculpaba, como siempre. “Perdón, me he exaltado. Hablamos cuando vuelva”. Sacó el teléfono. Un mensaje de Alberto. Pero las palabras eran otras:
*”Me voy. Las llaves de tu piso las dejo bajo el felpudo”.*
Ocho palabras. Cortas, secas, como hachazos. Las leyó una y otra vez. No podía ser. ¿Una broma cruel? No podía hacerle esto después de veinte años. Irse así, con un mensaje.
Corrió al dormitorio. Abrió el armario. Su lado estaba casi vacío. Faltaban los trajes, las camisas, los jerséis. Solo quedaba una corbata olvidada. Su reloj y el cargador del móvil tampoco estaban. Lo había planeado. La discusión por el abrigo fue solo la excusa.
Las piernas le flaquearon y cayó sentada en la cama. No podía respirar. Veinte años. Toda su vida consciente. Se conocieron en la universidad, se casaron al graduarse. Vivieron en este piso que heredó de sus padres. Pintaron paredes, eligieron muebles, soñaron con hijos que nunca llegaron. Ella en la biblioteca, él con su pequeño negocio. La vida no era fácil, pero era su vida. Y ahora la borraba con un mensaje.
Llamó a Lucía, su única amiga de verdad.
Lucía se ha ido susurró, conteniendo el llanto.
¿Quién? ¿Dónde? preguntó Lucía, adormilada. Marina, ¿qué pasa?
Alberto. Se ha ido. Para siempre. Lo ha escrito.
Silencio al otro lado.
¡Pero qué cabrón! explotó Lucía. Te lo dije, esas “reuniones nocturnas” no pintaban bien. Tranquila, volverá. Se le pasará la tontería.
No, Lucía. Se ha llevado sus cosas.
¿Todas?
Casi todas. Dijo que dejaría las llaves bajo el felpudo.
¡Ay, ese! Bueno, quédate en casa. Voy para allá. Compra vino. O mejor, orujo. Vamos a curar ese corazón roto.
Lucía llegó en cuarenta minutos con una bolsa de comida y una botella de coñac. Sacó queso, embutido y limón.
Cuéntame. ¿Por qué habéis discutido?
Marina, algo más calmada, habló del abrigo, de su irritación constante, del distanciamiento de los últimos meses.
Ya veo asintió Lucía sirviendo coñac. Se ha buscado una jovencita y cree que es un donjuán. Crisis de los cuarenta, típico.
Bebieron. El coñac quemó su garganta, extendiendo un calor leve.
¿Y ahora qué hago, Lucía? ¿Cómo sigo?
Sigues, cariño. Primero, cambia la cerradura. Mañana mismo. Segundo, divorcio y reparto de bienes. ¿Esa empresa pequeña de ventanas sigue siendo suya?
Sí pero todo está a su nombre. El coche también.
Perfecto. La mitad es tuya por ley. Que disfrute su nueva novia cuando llegue con una maleta.
Pasaron la noche hablando. Lucía maldecía a Alberto, planeaba venganzas. Marina callaba, mirando al vacío. No quería venganza. Quería volver a la mañana en que él aún estaba ahí, tomando café como siempre.
Por la mañana, Lucía se fue a trabajar. Marina se quedó sola. El silencio era pesado. Cada crujido del suelo sonaba como sus pasos. En la cocina colgaba su bata. La cogió, enterró la nariz en la tela. Aún olía a él. Y entonces rompió a llorar, desconsolada, como una niña.
Los primeros días fueron un borrón. Cogió la baja, mintiendo sobre un resfriado. Días en el sofá, sin comer, sin dormir. El teléfono no sonaba. Alberto no llamaba. Como si nunca hubiera existido.
Al tercer día, llamó a un cerrajero. En media hora, le entregó llaves nuevas. Su fortaleza, solo suya ahora.
Luego, revisó lo que quedaba de él. Camisetas viejas, calcetines olvidados, una caja de herramientas. En el altillo encontró una caja grande atada con cordel. “Documentos. Alberto”. La bajó con esfuerzo. Recordó que él la guardó hacía cinco años, diciendo que eran contratos viejos.
La curiosidad pudo más. Abrió la caja. Arriba, carpetas de su empresa. Abajo los papeles de su piso. La escritura de herencia, el catastro. ¿Por qué los guardaba ahí?
Siguió revolviendo y encontró un contrato extraño. Un préstamo. Firmado por Alberto hacía tres años. Pedía una gran suma a un desconocido. Y como garantía su piso. Su piso.
Un frío la recorrió. ¿Cómo pudo hipotecar el piso sin su consentimiento? Ella era la dueña. Leyó más. Había una copia de su DNI y un poder notarial. Un poder general a nombre de Alberto, para gestionar sus bienes. La firma era suya. Pero no recordaba haber firmado eso.
Intentó recordar. Hacía tres años, él expandía el negocio. Un día llegó con papeles, dijo que era para Hacienda, que firmara rápido. Ella, confiada, lo hizo sin mirar. Entre esos papeles, debía estar el poder.







